Abrir los ojos

Abrir los ojos

Por Micaela Urdinez
La primera vez que escucharon la palabra bulimia o anorexia les cayó como un baldazo de agua fría que les recorrió todo el cuerpo y los paralizó por completo. Es verdad que el cuerpo de sus hijas se había transformado en los últimos meses y hasta habían tenido cambios abruptos en sus conductas y estados de ánimos, pero ¿qué adolescente no quiere estar más flaca y entra en una crisis personal? Estos, a grandes rasgos, son los razonamientos que llevan a los padres a justificar y pasar por alto señales de alarma concretas -pedidos silenciosos de ayuda- que sumadas constituyen la base de un trastorno alimentario.
Si bien no existen cifras oficiales, las organizaciones no gubernamentales (ONG) y los especialistas que trabajan en el tema señalan que alrededor del 20% de los argentinos de 9 a 25 años padece algún trastorno alimentario, sumando la anorexia, la bulimia y la obesidad. Y si bien las primeras dos todavía siguen siendo enfermedades que atacan prioritariamente a las mujeres, la incidencia en hombres es cada vez más grande: se estima que actualmente cerca del 15% de las personas que padecen bulimia o anorexia son hombres. Sin embargo, la principal preocupación de la comunidad que atiende estos trastornos -que tienen la misma patología de base que una drogadicción- es la disminución en la edad de inicio de éstos.
“Tenemos casos de chicos que no quieren comer en el jardín de infantes o chicas de 6 o 7 años con síntomas clarísimos de anorexia. En las conversaciones familiares más triviales se les da una importancia desmedida a temas relacionados con el peso, y los hijos escuchan. Cuando el chico tiene una predisposición a desarrollar una patología, esto no ayuda”, señala Mabel Bello, directora de Aluba.
En este punto, Diana Guelar, directora del Centro de Atención y Prevención La Casita, señala preocupada la gran intolerancia y discriminación hacia el que es diferente que impera estos días. “El tan común callate gorda es uno de los factores más estresantes en las chicas y por eso es fundamental la manera en que se habla sobre determinados temas. Los padres tienen que educar a sus hijos en esto y ser cuidadosos ellos mismos.”
Justamente la fuerte presión social, el prototipo raquítico de modelos en boga, los pequeños talles exhibidos en todas las vidrieras y el mensaje publicitario de que la delgadez hace a la felicidad son sólo algunos de los factores que llevan a que la gran mayoría de las adolescentes quiera estar cada día más flaca. “Cada uno puede tener el cuerpo que quiera pero lo que no está bien es dejar de comer o purgarse por medio de vómitos”, sostiene Edith Szlazer, presidenta de BACE (tratamiento integral de bulimia y anorexia).
Con relación a las tendencias que en los últimos años afectaron el fenómeno de la bulimia y la anorexia, además del sostenido incremento en el número de pacientes, los especialistas señalan problemáticas familiares más complejas, ausencia de los padres por trabajo, una diversificación de los tipos de trastornos y un aumento notable de casos ligados a problemas de abuso de drogas y alcohol.
“Es común que los padres se prendan en esto de que las chicas empiecen una dieta y también coincide con madres que están entre los 45 y 50 con la premenopausia, y están más lindas y más flacas que sus propias hijas. Esto no quiere decir que todas las madres tienen que estar gordas y feas, sino que no tienen que entrar en una locura u obsesión por el tema porque se lo transmiten a sus hijas”, expresa Guelar.
Las chicas esconden mientras los padres niegan o miran para otro lado. Y en esta alianza perversa de ocultamiento los ojos se ciegan, los puntos límites se estiran y eso lleva a que muchas veces la enfermedad sea detectada cuando ya alcanzó un estadio avanzado. A la distancia, volviendo sobre sus pasos, los padres consiguen detectar comportamientos que antes pasaron inadvertidos y hoy saben que fueron avisos de una catástrofe que ya había empezado a azotar.

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“Ya no limpio más vómitos”, dice Patricia, mientras esboza una sonrisa cansada pero a la vez llena de paz y satisfacción. Es que esta guerra contra la bulimia de su hija Florencia empezó hace ya 7 años, y si bien está cerca de que le den el alta, el combate implicó atravesar innumerables batallas que le consumieron casi todas sus fuerzas. Sin embargo, Patricia nunca bajó los brazos y hoy cuenta su historia para que otros padres estén mejor preparados para abrir los ojos ante los síntomas.
“A mí me faltó mucha información”, señala Patricia, haciendo hincapié en la terrible desolación que sintió cuando a los 15 años de su hija, una compañera del colegio la llamó para decirle que Florencia se escondía para comer.
“Ella siempre fue una chica muy menudita y el pediatra decía que era normal. Pero un día revisé el tacho y encontré los vómitos”, cuenta Patricia, que en su desesperación compró todos los libros que encontró sobre trastornos alimentarios.
No sabía qué hacer, qué decir, ni a quién consultar. Su hija empezó a usar ropa más holgada y de color negro, hacía compras compulsivas de comida, tuvieron que sacar todos los espejos de la casa porque ella no quería mirarse y hasta fue a hablar al colegio para que la ayudaran a controlarla con los vómitos. Además, Florencia empezó un tratamiento ambulatorio pero que no tuvo buenos resultados. “Incluso llegó a consumir drogas hasta llegar a la cocaína. Por suerte un día se asustó porque le agarró una arritmia y largó todo. En esa época vivíamos en el sanatorio porque le tenían que dar siempre suero. Ella mide 1,57 y llegó a pesar 28 kilos”, recuerda Patricia, quien a su vez también empezó un proceso de transformación personal, acompañada por un psiquiatra. Gracias a eso, pudo ver la sobreprotección desmedida que ejercía sobre Florencia, que no le dejaba desarrollar vínculos sanos con su padre y su hermano. “Yo no la dejaba crecer y hoy estoy orgullosa de decir que se convirtió en una mujer.”
Cuando su psiquiatra le recomendó que se acercara a una entidad que le diese un tratamiento integral a Florencia, Patricia llegó a BACE.
Hoy Florencia estudia fotografía, está haciendo una pasantía, está de novia y pesa 45 kilos. Patricia vuelve a repetir la frase para reconfirmar un éxito en el que invirtió años de su vida y del que toda su familia es protagonista: “Ya no limpio más vómitos”.

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Cada patología es multicausal y tiene criterios diagnósticos específicos, más allá de que están muy ligadas entre sí. De hecho, muchas veces sucede que una paciente empieza con una anorexia y con el pasar del tiempo, al no poder controlar los atracones de comida, llega a la bulimia. “Si la chica adelgazó en un corto período, menor a 3 meses, más del 10% de su peso corporal , es porque tiene que ir al médico porque tiene anorexia. En el caso de la bulimia, es más silenciosa”, dice Szlazer.
Entonces, ¿a qué señales deben estar atentos los padres? “A cualquier tipo de conducta que de alguna manera se torne obsesiva, se repita constantemente y esto afecte la vida normal de la persona, como que deje de querer ver a sus amigas, o deje de salir porque no le gusta su aspecto, tenga conflictos a la hora de vestirse o comprarse ropa o al momento de sentarse a comer”, explica Carmen Strucelj, terapeuta familiar de la Fundación Manantiales.
Desde La Casita, señalan otro dato llamativo y para tener en cuenta: el 80% de las chicas que llegan a la institución con problemas de bulimia y anorexia, antes se hicieron vegetarianas. “El tema es que se enganchan con ser vegetarianas y empiezan a comer mal. Ahí los padres lo que tienen que hacer es llevarlas a un nutricionista para que les enseñe a comer bien siendo vegetariana”, aconseja Rosina Crispo, también directora de La Casita.
Además, desde la institución sugieren a los padres prestar especial atención a sus hijos ante cualquier situación de crisis o cambio ya que pueden transformarse en un posible desencadenante del trastorno alimenticio: peleas, muertes, separaciones, mudanzas o un nuevo hermanito en la familia, entre otros.
“Una de las características de esta etapa es el miedo a crecer y a la responsabilidad, porque se da un pasaje a la independencia y a enfrentar un nuevo mundo. Y el hecho de no alimentarse tiene que ver un poco con eso: con seguir siendo niñas y no pasar a ser mujeres”, explica Strucelj.
Cuando su hija Mercedes, de 16 años, le dijo hace un año que quería ser vegetariana, Karen lo tomó con naturalidad. Pasó de un día para el otro a no comer ningún tipo de carne, pero como las porciones que comía eran abundantes, no se preocupó. “Después empezó a decir que los lácteos le caían mal y dejó de tomar leche, yogur y eso lo cambió por té. En esa época yo la empecé a notar muy nerviosa pero lo asocié a su adolescencia. Además tenía muchos dolores de cabeza cuando hacía esfuerzo físico”, dice Karen, a la que le daba mucha tristeza ver a la más alegre de sus 5 hijos tan violenta y encerrada en sí misma. Como no sabía cómo ayudarla le sugirió que fuera a un psicólogo.
A fines del año pasado, Mercedes empezó terapia y parecía más contenta. Sin embargo, ya había bajado 7 kilos en forma paulatina y pesaba 54 kilos midiendo 1,74 centímetros. “Hasta que no te dicen que es anoréxica no te das cuenta o no lo querés ver. Es verdad que cada vez se sentaba menos a comer con nosotros pero yo me quedé tranquila porque cualquier cosa que le pasara la psicóloga estaba obligada a avisarme porque ella era menor de edad”, cuenta Karen. El llamado de la psicóloga no tardó en llegar, para compartir un cuadro de conductas autodestructivas como lastimarse los brazos o tomar diuréticos, síntomas de una depresión que sugería fuera tratada por un psiquiatra.
“Fuimos a la guardia de La Trinidad y después de hablar 5 minutos con ella, el psiquiatra me dijo que era anoréxica. Era la primera vez que escuchaba la palabra anorexia aplicada a mi hija y no lo podía entender. Me recomendó acercarme a La Casita porque ahí me iban a poder dar una atención integral para atender esta problemática”, dice Karen.
En mayo de este año empezó a atenderse en La Casita y la vida de Karen cambió por completo. “Hoy mí día consiste en estar las 24 horas con ella. Este año dejó el colegio por este tema y eso modificó su vida y la mía. Es una lucha permanente y, si bien yo le estoy encima todo el tiempo, no la obligo a nada. Es una negociación constante”, señala Karen, que a su vez asiste una vez por semana a las reuniones de familiares en La Casita. “Acá te hacen entender que es una enfermedad que se da por diferentes motivos y que no es culpa mía”, dice Karen, que si bien sabe que todavía falta mucho por recorrer, tiene la tranquilidad de estar en el camino correcto.

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Una de las características de las chicas que padecen anorexia es que son justamente las hijas ideales que nunca dieron trabajo, las que siempre tuvieron buenas notas en el colegio, las que tienen miles de amigos y eso lleva a que los padres no estén tan pendientes de su día a día. “Es una chica que si tiene un carácter perfeccionista, autoexigente, y que ama las reglas, es vulnerable a tener anorexia nerviosa. Si se empieza a pesar, a cuidar, a obsesionarse por su cuerpo, hay que preocuparse. Otra modalidad es la de la chica que nunca se queda quieta, que hace 6 idiomas y 5 deportes y está siempre cansada, a tal punto de no registrar el hambre. Entonces se va desgastando porque se cansa mucho y come poco”, explica Bello y agrega: “En el caso de la bulimia tienen altibajos emocionales frecuentes, muy baja autoestima, se esconden para no compartir los alimentos con la familia, falta comida y dinero en casa, hay una agresividad muy acentuada y las chicas empiezan a mentir aunque hayan sido chicas muy buenas, cariñosas y respetuosas”.
Para Juan, su hija Julieta siempre había sido perfecta. La mejor de su clase, siempre contenta, coqueta y muy sociable. Y si bien siempre había sido rellenita, nunca había acusado ningún complejo. “Pero a los 14 años empezó con que quería comer menos, estaba más tiempo molesta y con menos ganas de hablar. Como ella siempre había sido gordita nos pareció bien que empezara a comer menos y más sano”, cuenta Juan.
De un día para el otro, Julieta empezó a controlar mucho lo que comía, a achicar las porciones y a fijarse en las calorías de todos los alimentos. Además, su carácter se había vuelto violento, distante y difícil de llevar. “Se sentaba a la mesa, pero fraccionaba la comida y un día empezamos a encontrar vómitos en el costado de la cama. Cuando le preguntaba, me decía que le caía mal la comida, pero después los vómitos empezaron a aparecer también en la funda de la almohada, en el bolsillo de la bata y hasta en los cajones”, relata Juan.
Ya en el último tiempo vomitaba en cualquier lado y directamente los dejaba a la vista de todos. “Peleando con su mamá un día casi vomita en su cara. Ahí mi mujer tomó conciencia y empezó a averiguar lugares para que la pudieran ayudar. Encontró varias opciones y elegimos venir a BACE”, dice Juan.
Julieta está en pleno tratamiento y sus padres tratan de aplicar todos los consejos que les dan los especialistas como ser más contemplativos con las demandas de autonomía de su hija y las comidas en familia pasaron a ser sagradas.
¿Qué le diría a otros padres? “El tema del mal humor es muy propio de la edad, pero lo que no se puede dejar pasar es una conducta patológica como un vómito. Eso hay que encausarlo profesionalmente”, concluye Juan.

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En este tipo de patología, en la que existe una fuerte negación de los padres, los especialistas afirman que una vez que tomaron conciencia del problema, lo mejor es hablar con sus hijos y pedir ayuda en una institución que brinde una atención integral: que incluya atención psicológica, psiquiátrica y nutricional.
Allí las chicas empiezan una reeducación de la conducta alimentaria, se ataca el nivel psicológico, su patología y también se empieza un trabajo muy profundo a nivel familiar.
“Lo primero que les decimos a los padres es que ellos no son los culpables. Lo mejor que pueden hacer los padres es dejar la culpa atrás y convertirse en agentes de salud y partícipes de la recuperación de sus hijos”, explica Bello.
Esto es exactamente lo que hizo este matrimonio que relata, con una coherencia que les permite tomar alternativamente el hilo de la conversación, cómo vivieron los dos extremos de un infierno que los llevó -con turbulentas escalas- de los misterios de una anorexia profunda a los confines de los atracones sin tregua. “Es difícil darse cuenta. A nosotros se nos pasó”, dice Susana, quien junto a su esposo Daniel, hace dos años que dejaron de lado todas sus tareas -incluso las laborales en el caso de Daniel -y se abocaron por completo a la recuperación de su hija Juliana, una de sus 6 hijos.
A sus 20 años, Juliana era una chica muy inteligente, confiable e independiente, que cursaba el primer año de Derecho en la UBA y estaba de novia. Un día decidió empezar una dieta que la llevaría no sólo a pesar apenas 37 kilos, sino también a alejarse de sus amigos, a tener que abandonar la facultad, a tiritar permanentemente de frío y a una oscura depresión. “Siempre tuvo temas con su cuerpo porque era rellenita. Me pedía que la llevara al nutricionista, pero nunca lograba estar como ella quería”, cuenta Susana, quien cuando su hija empezó a bajar de peso, se alegró después de tantos años de lucha con su cuerpo.
Todo lo empezó a hacer de forma exagerada. La restricción y selección de los alimentos, los deportes y hasta su manera de hablar era sobreexcitada. Ahí fue también cuando empezaron las mentiras para ocultar su enfermedad. “Una chica que era transparente e incapaz de mentir empezó a armar unas historias y unas excusas increíbles”, relata su padre Daniel, a la vez que recuerda que todo se agudizó durante un viaje de tres meses de Juliana a Washington para asistir a un curso. Cuando antes de regresar pasó a visitar a una amiga, ésta dio la voz de alarma.
En cuanto volvió al país, Juliana empezó un tratamiento integral asistida por un médico, un psicólogo, un psiquiatra y una nutricionista, y cuando les sugirieron una internación, sus padres eligieron atenderla en su casa. “Les dijimos que nosotros nos comprometíamos de lleno a acompañarla porque no había nada más importante. Y ellos recalcaron la necesidad de que toda la familia se involucrara con su recuperación”, dice Daniel.
La anorexia derivó en un cuadro de atracones sin medida, que llevaron a Juliana a luchar con un sobrepeso y a caer en una profunda depresión. “Ella nos pidió que por favor pusiéramos candado a la heladera para no tentarse. Incluso le empezamos a administrar su plata para que no hiciera compras compulsivas de alimentos. Por suerte ya superamos esa etapa y hoy se sienta a la mesa a comer la misma comida de nosotros, aunque sigue luchando contra sus atracones”, cuenta Susana.
Hoy, Juliana tiene 23 años, está de mucho mejor humor, retomó sus estudios, administra sus medicamentos y su plata y está volviendo a ver a sus amigos de siempre.
Si algo aprendió este matrimonio es que no hay que ocultar la enfermedad. “Lo que nos sirvió mucho es contarlo, ser abiertos con el tema. Incluso siempre la impulsamos a ella a que le contara a sus amigos”, dice Susana, quien junto a su marido, empiezan a ver una luz de esperanza en la recuperación de su hija. “Los especialistas dicen que de este infierno se sale y eso nos tranquiliza. Porque a uno como padre lo que más le preocupa es que sus hijos cuando crezcan puedan manejarse solos y tener una vida normal y ser felices”, concluye Daniel, con la misma calma y el mismo amor con el que junto con Susana, desde hace dos años, vienen demostrándole a su hija que para ellos la prioridad es la familia.
LA NACION