21 Oct Siempre es tiempo de usar herradura
Por Alejandro Shang Viton
ace siglos que el caballo es asociado con deidades, poderes mágicos, y también puesto en el lugar de ofrenda en sacrificios rituales, muchas veces reemplazando humanos, toros, bueyes y corderos. Ciertos pueblos, como los romanos, consideraban al caballo negro representante de la muerte y el caos, y se lo sacrificaba con la creencia de que la muerte retrasaría su reloj de arena y que las cosas y las casas estarían, así, en orden.
Sin embargo, otras culturas conquistaron países y formaron su patria a lomo de caballos, a los que cuidaban y de los que dependían en situaciones extremas y cotidianas. La Argentina se formó a lomo de caballos. El triunfo o la derrota de una batalla no dependió de la magia, sino de los hombres y de sus caballos.
Pero, ¿qué hubiese sido de los corceles sin sus herraduras protectoras? Se conocen desde aproximadamente 1500 años antes de la era cristiana. Las primeras fueron, valga la redundancia, una suerte de semicírculos de madera, cáñamo, hierbas y raíces. En Egipto y Persia se emplearon las de metal, unidas al casco por correas. Los mongoles inventaron unas de cuero. Las de los caballos griegos, en cambio, tenían el aspecto de sandalias, botas o medias. En el siglo IV los romanos empezaron a implementar la herradura con clavos, la pérdida de una significaba un mal augurio; encontrar una, buena suerte infinita. Personaje más moderno, el célebre almirante Nelson mandó clavar una en el palo mayor de su nave. En la Casa Blanca, en tanto, la puerta del despacho del presidente Harry S. Truman exhibía otra. Tanto Nelson como Truman, líderes de distintas épocas, mantenían una misma convicción, resumida en un consejo tan antiguo como anónimo: “Cuelga la herradura con las puntas para arriba. No vaya a ser que la suerte escape por debajo”.
Leyendas asombrosas
Esta especie de calzado para cuidar los cascos, hecho con diversos materiales, estuvo presente durante siglos, formando también parte de supersticiones universales todavía vigentes, como la de exhibirla clavada en una puerta de la casa o de un negocio para que atraiga la fortuna. Sobre este tema existen, al menos, tres teorías. Una está relacionada con San Dunstan, monje benedictino que vivió entre 909 y 988 en Glastonbury como eremita y tiempo después compartió la corte del rey Edmund. También fue herrero, compositor de himnos, maestro de arpa, arzobispo de Canterbury y obispo de Worcester. Según la leyenda, una vez el diablo golpeó a la puerta de su herrería, pretendiendo le pusiera herraduras. El santo, reconociendo al maligno, lo amarró y puso manos a la obra causando grandes dolores a su cliente, que gritaba y pedía misericordia. Dunstan liberó al diablo sólo después de que le prometiera no volver a entrar jamás a una casa protegida con una herradura.
La segunda teoría, más moderna, se basa en la vieja creencia de que las brujas se desplazaban de un aquelarre a otro surcando los cielos, montadas sobre el lomo de una escoba, debido al miedo que les producían los caballos. De ahí que se considera a la herradura como un hechizo efectivo contra el mundo brujeril.
La tercera teoría sostiene que la buena onda de las herraduras se debe a su esencia y a su forma: el hierro es, para los entendidos, metal de buena suerte, y la forma de cuarto lunar es otro elemento que, se supone, ayuda a que todo vaya mejor.
De Ambleteuse a Formosa
Clavada en la cultura universal, la herradura es protagonista de varios refranes. Por ejemplo, Benjamín Franklin, inventor del pararrayos y autor de El libro del hombre de bien , explica el origen de la frase P or un clavo se perdió un caballo. Con el seudónimo de Richard Saunders, Franklin escribió: “Por la falta de un clavo se pierde una herradura, por su falta se pierde un caballo, y por falta de un caballo se pierde el mismo jinete, porque su enemigo lo alcanza y lo mata, y todo ha sido por no haber parado la atención en un clavo de la herradura”.
Siglos más tarde, el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de 1912 menciona entre un generoso listado: “Herradura que chacolotea, clavo le falta”, observación dirigida al que “blasona mucho de su nobleza, ciencia, virtud, teniendo en ello faltas considerables”.
También se utiliza como gráfico sinónimo de huida el mostrar las herraduras, y hasta sobrevive el consejo de Miguel de Cervantes Saavedra: que el que intente ser un verdadero caballero andante “ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno”.
Uno de los investigadores más excéntricos de su época, el estadounidense Charles Fort, escribió en 1919 en El libro de los condenados: “En el Inverness-shire las marcas de ventosas son llamadas huellas de hadas. En las iglesias de Voina, Noruega, y en Sant Petrus, Ambleteuse, se encuentran también estas marcas en forma de U. Informa una antigua crónica china que los habitantes de un palacio se despertaron una buena mañana para encontrarse todo el patio marcado por huellas de pasos parecidos a los de un buey herrado, que fueron inmediatamente atribuidos al diablo”.
Formada por dos caras, dos bordes, ramas, hombros, callos, lumbres y claveras, la herradura es una y son muchas otras. Según sus características particulares, pueden ser de pies, de manos, florentina, turca, inglesa, de boca de cántaro, para caballos, asnos, mulas o bueyes, para hielo, de pontezuela, de chinela, de galocha, de dos goznes, Charlier y Defays, entre otras tantas.
También fue herradura el nombre elegido para bautizar algunos sitios geográficos en España, Cuba, Costa Rica. En nuestro país lleva ese nombre una laguna en la provincia de Formosa. Sin embargo, nadie puede afirmar que los lugareños tengan mejor suerte que el resto de los mortales.
LA NACION