La cultura de los candidatos

La cultura de los candidatos

Por Pablo Mendelevich
De los políticos aquí considerados, quienes más viajaron por el mundo a lo largo de toda su vida son Mauricio Macri, Lilita Carrió y Pino Solanas. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner amplió sus horizontes como viajera sólo a partir de 2003, si bien con una intensidad impar.
Macri conoció Europa a los diez años y en sucesivos viajes visitó casi todos los países del Viejo Continente. También visitó varias veces China, anduvo por Estados Unidos y recorrió gran parte de América latina, sobre todo Brasil.
Según sus propios cálculos, Carrió viajó a Europa unas veinte veces y algunas menos a Estados Unidos. Conoce toda América del Sur y realizó media docena de viajes a Medio Oriente, aunque nunca estuvo en el resto de Asia.
Solanas es el único que vivió varios años en el extranjero. Durante la última dictadura se exilió en Italia, al principio, y se instaló desde 1977 en Francia.
Quizá con menos millaje total que otros políticos, Alberto Rodríguez Saá pasó ya por los cinco continentes. Ricardo Alfonsín, en cambio, visitó dos veces Estados Unidos y algunas más España (también guarda buenos recuerdos de las imperiales Viena y Praga), pero no se puede decir que sea un viajero infatigable.
Solá también estuvo en los cinco continentes, si bien pisó Estados Unidos por primera vez a los 38 años (como ministro de Asuntos Agrarios bonaerense) y Europa a los 39 (como secretario de Agricultura de la Nación). Su pasaporte se llenó de sellos a partir de los años noventa.
Aún más novel como viajero es Duhalde, quien encontró el tiempo para frecuentar aviones sólo cuando dejó la Casa Rosada (había conocido Europa y Estados Unidos en la década del 80, como intendente). Ahora ya está en la categoría de los que dicen “me gustaría volver a Egipto”.
Capítulo aparte merece Cristina Kirchner, quien antes de 2003 solía ir de vacaciones a Brasil y a Miami. Ese año como primera dama conoció Europa e inició un intensísimo ritmo de viajes por todo el mundo. A partir de 2007 se convirtió en el presidente argentino con mayor cantidad de millas recorridas.
Para el común de la gente, una persona culta es aquella que puede reconocer un fragmento de Proust, enumerar cinco obras de Balzac, recordar quién interpretaba a Radamés en Aída cuando se inauguró el Colón, comentar que Maria Callas detestaba a Mozart,afirmar con voz doctoral que Manet no era un verdadero impresionista pero Monet sí y pararse frente a un cuadro y hablar del aura después de evocar a Walter Benjamin. Culto, según las convenciones sociales, es alguien que va al teatro una vez por semana, un frecuentador de galerías de arte, el melómano con abono y el que intercala citas de Borges y Sartre cuando opina sobre asuntos mundanos.
Por demás permeable al esnobismo, la visión clásica del hombre culto está ahora cuestionada por quienes sostienen que en la cultura contemporánea importa tanto reconocer un traje de Armani y saber qué significa trending topic al “twittear” como entender de cine iraní, de teatro under , de comida tai y de tecnología Mac. Los caminos de lo cool y lo culto tendrían, así, algunos tramos superpuestos. A la vez, al desdibujarse las fronteras, está claro que será tachado de inculto el culto que no pueda decir cómo se llamaba el cantante cuartetero que grita “Maradó…, Maradó…” en “La mano de Dios”.
¿Qué significa, entonces, la pregunta de cuán cultos son los principales políticos argentinos? ¿Cómo se la contesta? Comparar sus grados de erudición seguramente sería una especie de Justa del saber sin Silvio Soldán. Pero tal vez sea posible poner la lupa en la formación de cada uno, en sus lecturas predilectas, en su sensibilidad frente a las distintas artes, partiendo del supuesto de que está mejor equipado para representar a los demás y para entender el mundo contemporáneo quien tiene un espíritu cultivado y una cosmovisión amplia que el que concentra todas sus pasiones en la rosca partidaria, veinticuatro horas al día.
La información que sigue, vale aclararlo, procede de fuentes diversas, desde testimonios personales -la mayoría de los políticos aceptaron ser entrevistados para esta nota- hasta relatos de allegados, biografías antiguas y datos públicos.
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Elisa Carrió, la primera mujer que fue candidata presidencial en la Argentina. Sólo hay un par de antecedentes en partidos muy minoritarios, durante la década del 50, y estuvieron muy lejos de obtener la cantidad de votos que obtuvo ella: 2,7 y 4,4 millones, en 2003 y 2007, respectivamente. Carrió es abogada y profesora por concurso de Derecho Constitucional y Derecho Político. Cursó el doctorado en la Universidad Nacional del Litoral, pero no hizo la tesis, detalle que ella aclara sistemáticamente en todos sus currículum, quizá por la profusión de “malentendidos” con títulos que hubo últimamente en el gremio de los políticos.
En la casa de los Carrió, en Chaco, se compraba Selecciones del Reader’s Digest .De niña, quien ahora vuelve a ser candidata presidencial por la Coalición Cívica solía leer biografías en esa revista. Mendelssohn, Bach, Churchill, recuerda. Entre los 10 y los 12 años leyó su primer Shakespeare, Romeo y Julieta . En la adolescencia era lectora del suplemento cultural de La Nacion (después, también del de La Opinión) y combinaba libros de moda con Aristóteles. “Algunas cosas las entendía -dice-. Otras no, pero trataba.”
De sus 12 o 13 años recuerda La mujer rota , de Simone de Beauvoir, y Los siete locos , de Roberto Arlt. Cuenta que leyó la trilogía Los caminos de la libertad (Sartre) entre los 15 y los 16. También a Soren Kierkegaard. “Ahí me hice existencialista”, dice riendo, como si ya no creyera en el existencialismo genuino de una quinceañera. “También leía a Borges, pero no lo entendía; tiempo después me encantó su obra poética, mucho más que los cuentos? Para entenderlos había que saber filosofía.” Siente un aprecio especial por el “Poema conjetural”, en el que Borges evoca la muerte de Francisco Laprida. “Es la obra más maravillosa que hace referencia a la historia argentina.”
Cuando se le pregunta por su vida académica y por sus lecturas de entonces, Carrió menciona a Georg Jellinek y Hans Kelsen (como profesora de Derecho Constitucional, desde muy joven enseñó Teoría del Estado) y habla con mayor énfasis de Hannah Arendt, filósofa que admira, por lo que el instituto de formación política de la Coalición Cívica lleva su nombre.
Sobre su ritmo de lectura ofrece estadísticas contundentes: hasta los 38 años leía seis o siete libros por mes (“la provincia te da mucho tiempo”, dice con referencia a su pasado chaqueño). Ahora está entre dos y tres por mes. Asegura que leyó a todos los clásicos. Dice que Foucault le cambió la forma de pensar y que, en cuanto a la ficción, le encanta Chesterton. Acaba de terminar el último libro de Umberto Eco ( El cementerio de Praga ) y Nuestra hora , del chileno Raúl Rivera Andueza, sobre las perspectivas de América latina.
En teatro, lo suyo eran las obras clásicas y las zarzuelas. Recuerda a Walter Santa Ana y a Perla Santalla en Edipo rey y a Alcón haciendo Shakespeare. En cine es predecible. “Íbamos a ver Bergman, Woody Allen, Zefirelli.” Carrió no muestra mayor entusiasmo por el rubro, pero más sorprende su escaso interés por el cine argentino.
-¿Podría mencionar dos películas argentinas que le hayan gustado mucho?
La república perdida y No habrá más penas ni olvido .
-¿Una más reciente?
Luna de Avellaneda .
Hablar de pintura la vuelve a animar. Entró por primera vez en un museo europeo cuando tenía 18 años, con su madre. Desde entonces su cuadro predilecto es El entierro del conde de Orgaz . Dice que en Toledo la obra cumbre de El Greco la hizo llorar. Que también le gustan mucho Goya, Degas, los impresionistas. En cuanto a pintores argentinos, Pettoruti, Lascano y Roux.
Sus preferencias musicales son diversas (desde Schubert y Brahms hasta Sabina, boleros, el tango electrónico y el fado portugués), algunos jueves va al Teatro Colón para escuchar a la Filarmónica (en platea), es poco habitué de la ópera (aunque dice que su favorita es La Boh è me , de Puccini) y no tiene el menor interés por el rock. Tampoco por la computadora: cuando tiene que escribir un libro, lo dicta.
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Alberto Rodríguez Saá, gobernador de San Luis y precandidato presidencial, es uno de los pocos políticos que pinta, si no el único. Además, es autor de poemas que han sido musicalizados por folkloristas.
Lo de la pintura le viene de la adolescencia. Hizo dos secundarios simultáneos. Al colegio regular le sumaba, por la noche, una escuela de dibujo técnico. Abandonó el pincel cuando ingresó, hacia 1969, en la Universidad de Buenos Aires para cursar abogacía (carrera a la que siguieron varios posgrados en la misma UBA y en la Universidad de Salamanca, uno de ellos en historia del arte), y sólo lo retomó a los 40 años. Muchos gobernadores tienen cuadros y esculturas en sus despachos y en sus casas, generalmente de artistas de sus provincias, pero Alberto Rodríguez Saá es el único que sorprende a sus visitantes con obras propias.
Hijo de un escribano y una maestra, se crió en una casa con una biblioteca nutrida. Fue lector desde niño. Los primeros autores que recuerda haber leído: Emilio Salgari, Mark Twain, Oscar Wilde, Arthur Conan Doyle y, a los 12 años, Shakespeare ( Romeo y Julieta y El mercader de Venecia ). “El Quijote lo leía y lo dejaba; me gustaba mucho la poesía. Edgar Allan Poe y Walt Whitman me los devoraba”, dice. Más tarde leyó a los clásicos. Y si se le pide un ejemplo, se ve que piensa en la facultad, porque desgrana una seguidilla de títulos de Rousseau, Hobbes, Descartes, Moro.
Nunca participó de la condena de los peronistas a Borges, a quien empezó a leer en los tiempos universitarios. Borges desde entonces le parece genial, incluida su frase de que los peronistas no son ni buenos ni malos sino incorregibles. “No puede haber crítica más dulce”, afirma.
Es lector de Bradbury y Asimov y, como otros políticos, tiene fuerte interés en las biografías. Una de sus facetas singulares, en todo caso, es que, según cuenta luego de recordar su agnosticismo, lee con frecuencia libros sobre religión.
Le gusta la ópera, sobre todo Verdi y Rossini, ama el Colón, dice que leyó mucho teatro, pero vio poco, y considera el cine la máxima expresión del arte. Cita a Hitchcock, Kubrick, Scorsese, Coppola, y se detiene en Fellini: “Puedo ver Roma cincuenta veces”. Pero a la pregunta de cuál fue la mejor película que vio en su vida responde A la hora señalada ( High Noon , dirigida por Fred Zinneman, western con Gary Cooper y Grace Kelly que critica al macartismo, contemporáneo del film).
Aunque con su hermano Adolfo, que lo precedió en la gobernación, impulsó la producción de películas en su provincia, el cine argentino no parece conmoverlo demasiado. Tampoco se lo ve como un cinéfilo que está al día. Hombre mirando al sudeste y La tregua son las películas que primero le vienen a la mente cuando se le pide que evoque buenos momentos en la butaca. Lo entusiasman algunas series de televisión: Los Tudor , Los Soprano , Dos hombres y medio .
En cuanto a su propia producción, entre sus poemas musicalizados, además de algunos interpretados por Los de Salta y por Argentino Luna, se destacan la Cantata trágica a la muerte del coronel Juan Pascual Pringles , con música de Saúl Bustos, y Trilogía en Pringles . En plástica, asegura que hace expresionismo abstracto (su referente es JacksonPollock) y arte pop. ¿La obra más reciente?, le pregunta adn . “Una yegua hecha con cucharitas de café, de nueve metros por seis, basada en una miniatura griega de arte preclásico.” Está expuesta en la entrada de su casa, en San Luis.
También incursiona en arquitectura, pero desde la dirección artística, advierte, porque no es arquitecto. Su estilo aparece en construcciones, fuentes y parquizaciones de la provincia que gobierna y en Terrazas del Portezuelo, un conjunto de edificios inaugurado en 2010, en la periferia de la ciudad de San Luis, donde está la Casa de Gobierno.
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Entre los políticos argentinos de las primeras ligas, Fernando Solanas tiene tres exclusividades. Es el único profesor de piano, el único compositor y el único cineasta. Podría agregarse que es el único ex publicista, actividad que -como a Puenzo, Sorín y Subiela- le abrió las puertas al mundo del cine.
Nieto de un bioquímico de la Armada e hijo de un prestigioso médico de Vicente López, Pino Solanas viene de una familia católica de zona norte. Creció en un ambiente conservador y antiperonista, aunque en su casa se hablaba más de libros que de política. Por lo menos hasta que en la turbulenta época de Frondizi un primo hermano del padre, el general Héctor Solanas Pacheco, fue designado secretario del Ejército.
Los Solanas eran cinco hermanos. Vivían en Olivos a media cuadra de la casa de Raúl Scalabrini Ortiz. Para Pino, Scalabrini no era otro que el papá de Yuyo, su amigo y más tarde compañero en la universidad. El hoy candidato a jefe de gobierno porteño cursó tres años de Derecho. Ya era músico y hasta tenía una columna de crítica musical “culta” en la revista desarrollista Qué . Su maestra de piano había sido Celia Yankelevich de Bronstein, quien también formó, se ve que con mejores resultados, al concertista Miguel Ángel Estrella. Estudió composición con Juan Carlos Paz y armonía con Gilardo Gilardi. Incluso -asegura- tomó algunas clases con Alberto Ginastera. “Pero yo no era bueno como pianista”, admite al evocar el final temprano de su carrera musical. Se archivó como ejecutante, pero no como compositor. En los años 60 fue un gran autor de jingles publicitario. En Swing Producciones Solanas, su propia agencia, jura haber hecho “como dos mil jingles “, aunque brilló más cuando por motivaciones artísticas se dio el gusto de componer varios tangos para sus propias películas junto con José Luis Castiñeira de Dios. En El exilio de Gardel , el tango “Solo”, de Pino, cantado por Goyeneche, es una buena muestra de su versatilidad.
Su primer vínculo tangible con el séptimo arte viene de sus escapadas adolescentes a los cines York y Electra, en su Olivos natal, cuando estudiaba en el Colegio Nacional de San Isidro. En el York veía neorrealismo italiano ( Los inútiles , La strada , Ladrón de bicicletas ). En el Electra, Bergman.
A los 15 años leyó a Lorca, los hermanos Machado, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández y Pablo Neruda, proveedor, este último, de versos que Pino reproducía en la pubertad, según contó alguna vez, para apuntalar la tarea de conquistar chicas. Antes de volcarse, en los años 60, a los estantes de la biblioteca de las ciencias sociales, pasó por Shakespeare, Molière, Dostoievski,Capote y Camus.
En la casa ribereña de Enrique Wernicke, escritor que convocaba a la izquierda intelectual de fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, Pino trató, entre otros, a Roa Bastos, Torre Nilsson, Sabato, Gelman, Portantiero y también a pintores, como Castagnino y Berni. En otras circunstancias, conoció a Marechal y a Borges (a quien hoy no duda en describir como “un genio”). Toda su vida se vinculó con intelectuales y artistas, algo que se corrobora en los extraordinarios aportes de su amigo Astor Piazzolla a la banda musical de El exilio de Gardel y de Sur , y en los cuadros que cuelgan en las paredes de su casa, varios de ellos de Luis Felipe Noé.
Su relación con el teatro (a fines de los años cincuenta estudió en el Conservatorio Nacional y años más tarde fue asistente de Hedy Crilla) ha sido igualmente intensa. “Además, mi mujer es actriz”, dice Pino, antes de quejarse de que ahora, por culpa de la política, no va al teatro, como siempre lo hizo, ni al cine. Igual se le puede preguntar por su autorizado gusto.
-¿Hay en su vida una película memorable? ¿Una que le haya llegado a las entrañas?
-Es muy difícil hablar de una, pero tal vez mencionaría a Fellini? La dolce vita , La strada , alguna de Bergman, o El ciudadano. Tal vez Eisenstein: me gustan los clásicos.
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Mauricio Macri, como se sabe, es ingeniero civil. Por lo tanto, no tuvo la misma formación humanística que sus abundantes colegas políticos, los abogados. El ambiente hogareño de su infancia y adolescencia (Macri vivió con sus padres hasta los 18 años, cuando ellos se separaron) no era politizado. Tampoco se ponía allí el acento en cuestiones de la cultura. Su padre constructor le inculcaba valores vinculados con la necesidad de crecer y desarrollarse, recuerda él. Un poco se hablaba en la mesa, sí, de historia mundial. De chico Macri no fue lector.
El primer libro que le dejó marcas lo leyó a los 17 años: Esta noche, la libertad , sobre la vida de Gandhi, de Dominique Lapierre y Larry Collins. Le siguieron varias novelas de Jonathan Black y títulos de ese género tan frecuentado por quienes llevan el germen del liderazgo político, las biografías. Recuerda especialmente las de De Gaulle, Churchill y Bolívar.
Aunque no leyó a los clásicos, de grande incrementó su ritmo de lectura y se diversificó en géneros. ” La fiesta del chivo me gustó mucho”, dice, puesto a hablar de Vargas Llosa, de quien evoca otras dos obras de las que disfrutó años atrás: las memorias de El pez en el agua y Pantaleón y las visitadoras . A juzgar por la diferencia de énfasis con que lo cita, García Márquez parece emocionarlo menos. Menciona entre sus lecturas Cien años de soledad y El general en su laberinto . Sólo retoma el entusiasmo cuando recuerda La Silla del Águila , de Carlos Fuentes.
¿Un libro memorable, importante en su vida? El manantial , de Ayn Rand, dice el jefe de Gobierno, y enseguida recomienda esa larga novela, que gira en torno a un arquitecto, y habla del individualismo y del colectivismo. Macri cuenta que se acostumbró a leer dos o tres libros a la vez. Ahora está con Un marido ideal , de Oscar Wilde, y va por el tercer tomo de la trilogía Millennium (Stieg Larsson). Viene de releer la Breve historia de los argentinos , de Félix Luna, y Anatomía de un instante (Javier Cercas), sobre el golpe de Estado de 1981 en España.
En cuanto al cine, no le sientan bien, en general, los dramas. Le gusta la comicidad, las películas francesas del tipo de Los repodridos , La maté porque era mía y El placard . Admira a Gérard Depardieu y, además de ser un entusiasta de Woody Allen, de Hollywood lo atrapa el cine heroico. Léase Mel Gibson. Su película mayúscula es I como Ícaro . “Me dejó mal”, dice del film protagonizado por Yves Montand que se inspiró en el asesinato de Kennedy.
También cuando va al teatro prefiere reírse. Una obra de teatro que le gustó mucho fue El protagonista , con Oscar Martínez. Su actor preferido es Julio Chávez. Lo último que fue a ver: la comedia TOC, TOC, trastorno obsesivo compulsivo , dirigida por Lía Jelín.
Asegura que de artes plásticas entiende poco, pero a la vez dice que no deja de ir a museos ni de admirar a Van Gogh, su preferido. Artistas locales de su predilección son el grupo Mondongo, Eduardo Hoffmann, Rómulo Macció y Nicolás García Uriburu.En materia musical es bien conocida su inclinación por Queen, además de los Rolling Stones, Génesis, Phill Collins y, sobre todo, Shakira. En opinión de Macri, ella “le pasó el trapo a Madonna”. El baile es, en su mundo, muy importante. También la bailanta. Le gustan Julieta Venegas, Juanes, Gilda y, en general, todo ritmo de moda que se baile. “No soy de gustos musicales sofisticados”, aclara, por si había dejado alguna duda. Va al Colón unas cuatro veces por año y escucha música clásica cuando quiere concentrarse. El que lo ayuda es, sobre todo, Beethoven.
Las clases de canto que tomó con Virginia Módica durante un par de años (dos veces por semana) estuvieron destinadas a recrear las virtudes que exhibía cuando integraba el coro del colegio Cardenal Newman. Quería emular a su admirado Freddie Mercury, y lo hizo. Otra cuestión es cómo.
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Felipe Solá, que hizo la escuela primaria en un colegio religioso, el secundario en el Nacional Buenos Aires y la carrera de ingeniero agrónomo en la UBA, también viene de un hogar antiperonista. Con el tiempo, su madre cambió de bando. Ella le leía a Dickens y a Alarcón ( El escándalo ). Como tantos, el niño Felipe había arrancado con Salgari, pero la madre -cuenta él- lo interesó por las temáticas pampeanas. Quería que supiera el Martín Fierro de memoria.
La suya era una casa con estimulación cultural explícita. Entre sus cinco hermanos hay un escultor y una escritora. El padre, que era liberal, los instaba a leer a Germán Arciniegas. Por cuenta propia, el joven Solá se inclinaba por la novela policial negra. ¿Qué título le viene ya mismo a la mente? ” El largo adiós , de Raymond Chandler -responde el ex gobernador-; lo leí muchas veces.” Luego, dice, vinieron los clásicos. Menciona a sor Juana, a Tito Livio, las obras completas de Séneca. También le interesaron la literatura latinoamericana, la literatura política y Norman Mailer.
Peronista vitalicio, se describe como “jauretcheano, como corresponde”, pero lo subraya para contar que su matrimonio -ya vencido- con la historiadora Teresa González Fernández lo benefició con influencias más amplias. Aprendió a apreciar, por caso, los libros de Tulio Halperin Donghi. Sin solución de continuidad elogia el Facundo , de Sarmiento. ¿Qué libro tiene ahora en la mesita de luz? ” Madame Bovary , de Gustave Flaubert”, dice Solá.
No fue entrenado para la ejecución musical. Le interesa mucho el folklore, de cuya academia es miembro en su condición de “oidor”. Se pondrá de pie para nombrar a Gardel, pero en su escala personal, antes que el tango está el folklore. Su gusto por el rock termina en los años 70. Nada de lo actual lo conmueve. Y aunque su madre se llame Aída, la ópera le resulta un género lejano. Al Colón no va nunca.
Para completar su radiografía musical se le propone que enumere cinco cantantes favoritos. Responde muy surtido: Gardel, Pavarotti, Aznavour, Presley, Zitarrosa.
Lejos de simular ilustración, admite su ausencia premeditada de los museos de arte con un crudo autodiagnóstico: “En pintura soy un choto”. En cambio, lo atrapa el cine. “Alquilo todo el tiempo, miro cine afgano, cine iraní, eslavo, mexicano?”. Del cine argentino evoca Gatica , La tregua , Darse cuenta , las películas de Campanella, las de Trapero. “¿Por ejemplo El bonaerense ?”, le pregunta el cronista sin inocencia, a propósito del film de Trapero (casualmente, estrenado cuando Solá era gobernador) que al contar la vida de un aprendiz de cerrajero describe por dentro, con sórdido realismo, las miserias de la policía de la provincia de Buenos Aires. “Prefiero Mundo grúa “, responde Solá.
Por lo demás, este ingeniero agrónomo con apetencias presidenciales, amante de la geografía, detesta el GPS. Lo cual pasaría por ser una fobia tecnológica curiosa si no fuera porque eso habla de una pasión: cuando Solá vuela sobre la región pampeana (pasó miles de horas en el aire durante sus largos años como secretario de Agricultura, vicegobernador y gobernador), le gusta reconocer cada paraje, cada río, cada pueblo. Como si jugara al cartógrafo memorioso. Se siente un GPS con emociones.
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A Eduardo Duhalde le gustaban los libros sobre viajes. De chico no era gran lector, pero en el secundario comenzaron a atraparlo las narraciones de viajeros. Su padre, empleado del Banco de la Provincia de Buenos Aires, era socialista. La madre, radical. Pero en su casa (tiene dos hermanos) no se hablaba de política. Los Duhalde vivían en Lomas de Zamora, donde el ex presidente continúa viviendo. Fue al Comercial Tomás Espora, en Temperley. Empezó la carrera de abogado en La Plata y la terminó en la UBA.
Sus lecturas se incrementaron cuando dejó de ser presidente (“En la gestión -dice- uno tiene muy poco tiempo”), si bien no es la ficción su fuerte. Escritor preferido: Héctor Tizón. A Borges lo empezó y lo dejó. Autores latinoamericanos que le gustan: Vargas Llosa y García Márquez. Elogia a Sarmiento y a Fray Mocho. Prefiere literatura política antes que una novela. Acaba de leer La Era Tecnotrónica , de Zbigniew Brzezinski. ¿Y antes? Un clásico de la literatura patagónica le viene a la mente: El último confín de la Tierra , de Lucas Bridges, uno de los primeros “blancos” nacidos en Tierra del Fuego en el siglo XIX.
En cine, lo más atractivo para Duhalde es la comicidad. Lo que más disfruta son las películas de Chaplin y Cantinflas.
En sus oficinas frente a la plaza de los Dos Congresos, sobre la misma calle en la que hay un edificio del Senado donde tiene el despacho su esposa Chiche, se exhiben dos pinturas campestres de Jorge Frasca, un artista paisajista, y una obra de un solo trazo de Máximo Paz.
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Los Alfonsín, igual que los Solá, son seis hermanos. Ricardo es el tercero. Huelga decir que Ricardo creció en un hogar radical de Chascomús. Nacido en 1951, el actual candidato presidencial fue a una escuela de curas, el Instituto del Divino Corazón, y luego a la Escuela Normal, donde se recibió de maestro. Durante un par de años trabajó como profesor de Instrucción Cívica y luego hizo como estudiante de Derecho el mismo trayecto que había hecho Duhalde: empezó en La Plata y terminó en la UBA.
De chico solía leer historietas que disgustaban a su padre, quien le exigía que las reemplazara por “vidas ejemplares”. “Se enojaba y nos rompía las revistas, y lo grave es que a veces eran prestadas”, dice Alfonsín. El verdadero interés por la lectura se le despertó recién a los 18 años. Entonces llegaron Shakespeare, Ibsen, Ortega y Gasset. Siguen los recuerdos: Vargas Llosa, García Márquez, Macedonio Fernández, Twain, Huxley. Afonsín se detiene en Goethe para mencionar Los sufrimientos del joven Werther , novela trágica que al parecer disfrutó especialmente.
-¿Goethe lo marcó? Dígame un libro que le haya pegado fuerte.
Ortodoxia , de Chesterton.
Hacia los 30 o 31 años empezó a leer con papel y lápiz al lado. Como otros políticos, relegó en cierto momento la literatura y se volcó a la filosofía política. Ilustra el vuelco con una catarata de autores del campo de las ciencias políticas.
Con parecida intensidad habla de cine. Chascomús no tenía sala, pero de lunes a miércoles en La Plata se hizo seguidor de Bergman y fanático del cine español y del italiano. ¿Una película memorable? ” Pasqualino siete bellezas , de Lina Wertmüller”, responde. Y agrega, no conforme con que ese film italiano se consagre como única predilección, Juan Moreira y Nazareno Cruz y el lobo , de Favio; Manhattan , de Woody Allen, y El joven Frankenstein , de Mel Brooks.
En otras artes el interés no le fluyó: se lo autoimpuso. Cuenta que en los años 80 se dedicó a visitar galerías. Le gustaba recorrer los talleres de los artistas, pero pasaba papelones porque sabía poco. “También en música, aunque no tengo oído, hice un esfuerzo: leí la Historia universal de la música , de Kurt Pahlen, y me propuse que los compositores clásicos me gustaran, lo mismo que la ópera.” Dice que hoy disfruta escuchando Beethoven, Puccini, Verdi, Rossini y Mascagni, pero que igual se engancha más con una canción de Charles Aznavour. Sus gustos musicales se completan con Jorge Cafrune, Atahualpa Yupanqui, Horacio Guaraní y el Chango Nieto.
-Cuando su padre era presidente, ¿tuvo ocasión de conocer artistas o figuras internacionales?
-No, no me interesaba. Un día Pavarotti comió en Olivos, pero yo no fui. La única vez que le pedí al viejo que me invitara fue cuando comió con Noam Chomsky y Elías Díaz. Le dije a Chomskyque lo leía, pero no sobre lingüística sino sobre medios y política, y que me gustaba mucho.
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Cristina Fernández, platense, creció en un hogar de clase media baja. Su padre era colectivero y su madre, empleada pública. Recibió toda su educación formal en La Plata. Los primeros dos años del secundario los hizo en el ex Colegio Comercial San Martín. Los tres últimos, en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Después ingresó en la carrera de Psicología. Pronto se pasó a Derecho.
Ella contó no hace mucho que el papá le había regalado Las aventuras de Perucho y Naricita , del brasileño Monteiro Lobato, y que esa obra marcó su infancia. En homenaje a ese recuerdo, como presidenta prologó una reciente reedición del libro que hizo la embajada de Brasil con la editorial Losada. Por cierto, allí no hizo alusión a los cuestionamientos que en su tiempo recibió Lobato por ser defensor de la superioridad racial de los blancos.
En algunos de sus discursos y de sus tweets , la Presidenta ha hecho referencias a sus lecturas y se describió a sí misma como lectora incansable. Así se supo, por ejemplo, que desde pequeña le interesaron la mitología griega y la romana, aunque no hay detalles sobre el particular. Como casi todos los universitarios peronistas de los años 70, Fernández leyó a Jauretche con devoción. Al inaugurar en 2010 la Feria del Libro de Fráncfort consideró los cuentos “La autopista del sur”, de Cortázar, y “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, como los más maravillosos y representativos de la literatura argentina. En la misma ocasión elogió a Oesterheld y El Eternauta .
También en sus discursos suele hacer citas de autores, filósofos y científicos famosos, desde Freud hasta Fukuyama y Huntington. A menudo repite una frase atribuida a Albert Einstein, según la cual es señal de locura creer que con los mismos métodos se van a tener resultados diferentes. En 2007, al inaugurar un congreso de filosofía Cristina Kirchner sorprendió al describirse como “absolutamente hegeliana”, un rótulo infrecuente en el mundo de los políticos.
También se describió la Presidenta como cinéfila y declaró que siendo senadora solía ir al cine en forma anónima (que es, en realidad, como casi todos van al cine, pero ella se refería a que ingresaba en la sala cuando las luces estaban apagadas). Entre sus recomendaciones públicas figuran la alemana La vida de los otros , la italiana Feos, sucios y malos y la argentina Kamchatka , de Marcelo Piñeyro.
Aunque Cristina Kirchner sólo conoció Europa cuando ya era primera dama, funcionarios oficiales le atribuyeron en cada viaje posterior (hizo muchos) un interés de toda la vida por visitar museos de arte, aunque esa pasión no haya podido verificarse anteriormente. Es muy poco lo que se sabe, además, sobre su interés por las artes plásticas. Consultas realizadas para esta nota en la Secretaría de Medios no fueron respondidas.
Si es por las opiniones que vuelca en los discursos, a Cristina Kirchner le ha parecido “fantástica” una pintura de Ernesto de la Cárcova llamada Sin pan y sin trabajo , lo mismo que otra de Berni, Manifestación , mientras que consideró la muestra Realidad y utopía como “una de las más logradas de León Ferrari”.

IDIOMAS EXTRANJEROS, UNA CARENCIA COMPARTIDAUna grieta común en la formación de los políticos argentinos es su escaso conocimiento de idiomas extranjeros.
De los presidenciables y ex presidenciables que aparecen en estas páginas, ninguno, salvo Mauricio Macri, habla bien inglés. Macri es el único que fue a un colegio bilingüe y también el único que ha disertado en inglés. En el extremo opuesto está quien en los últimos años más ha viajado por el mundo de todos los políticos argentinos, la presidenta Cristina Kirchner, sin conocimiento de idiomas. Un inglés básico manejan -según su propia evaluación- Alfonsín, Carrió y Rodríguez Saá.
Duhalde dice que puede leer textos en inglés, pero que hablarlo le da vergüenza. Solá describe su nivel oral como “tarzanesco”, aunque se tiene más confianza para escribir.
Solanas entiende inglés y habla con dificultad, pero en cambio domina el francés (a causa de su exilio en Francia), habla perfecto italiano (hasta ha dado clases en Italia) y maneja tanto portugués como el que le facilita su esposa brasileña.
En francés Solá “se defiende”, Carrió informa que puede leer en italiano y Rodríguez Saá se las arregla para entender ambos, francés e italiano -no hablarlos-, gracias a que aprendió latín.
De todos los presidentes de la nueva democracia, el único que podía hablar inglés de corrido con anfitriones y visitantes extranjeros era Fernando de la Rúa. Raúl Alfonsín, Carlos Menem, el ya mencionado Duhalde y los dos Kirchner siempre se reclinaron sobre los infaltables intérpretes de Presidencia.

CUANTO CONOCEN DEL MUNDO
De los políticos aquí considerados, quienes más viajaron por el mundo a lo largo de toda su vida son Mauricio Macri, Lilita Carrió y Pino Solanas. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner amplió sus horizontes como viajera sólo a partir de 2003, si bien con una intensidad impar.
Macri conoció Europa a los diez años y en sucesivos viajes visitó casi todos los países del Viejo Continente. También visitó varias veces China, anduvo por Estados Unidos y recorrió gran parte de América latina, sobre todo Brasil.
Según sus propios cálculos, Carrió viajó a Europa unas veinte veces y algunas menos a Estados Unidos. Conoce toda América del Sur y realizó media docena de viajes a Medio Oriente, aunque nunca estuvo en el resto de Asia.
Solanas es el único que vivió varios años en el extranjero. Durante la última dictadura se exilió en Italia, al principio, y se instaló desde 1977 en Francia.
Quizá con menos millaje total que otros políticos, Alberto Rodríguez Saá pasó ya por los cinco continentes. Ricardo Alfonsín, en cambio, visitó dos veces Estados Unidos y algunas más España (también guarda buenos recuerdos de las imperiales Viena y Praga), pero no se puede decir que sea un viajero infatigable.
Solá también estuvo en los cinco continentes, si bien pisó Estados Unidos por primera vez a los 38 años (como ministro de Asuntos Agrarios bonaerense) y Europa a los 39 (como secretario de Agricultura de la Nación). Su pasaporte se llenó de sellos a partir de los años noventa.
Aún más novel como viajero es Duhalde, quien encontró el tiempo para frecuentar aviones sólo cuando dejó la Casa Rosada (había conocido Europa y Estados Unidos en la década del 80, como intendente). Ahora ya está en la categoría de los que dicen “me gustaría volver a Egipto”.
Capítulo aparte merece Cristina Kirchner, quien antes de 2003 solía ir de vacaciones a Brasil y a Miami. Ese año como primera dama conoció Europa e inició un intensísimo ritmo de viajes por todo el mundo. A partir de 2007 se convirtió en el presidente argentino con mayor cantidad de millas recorridas.
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