El valor de la ideología

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El valor de la ideología

Por Felix Loñ
La ideología es un sistema de creencias que se sustenta en los valores y la pasión; ambos determinan las acciones individuales y de las agrupaciones para realizar desde el poder los fines deseados. Reúne un elemento racional (los valores que se expresan en las creencias), y otro irracional (la pasión que emana de la fe y el fervor). Como congrega a quienes profesan un pensamiento común y aspiran a gobernar para el conjunto, la ideología cumple la función de impulsar la integración social; realiza así un aporte sustancial al equilibrio del régimen político institucional.
Cabe deducir que la acción sin el soporte de los principios y los valores es una fuerza sin dirección, y la acción emprendida sin fuerza se pierde en la fragilidad. En suma, una ideología combina el brío de la pasión con la templanza de la razón.
Las ideologías se dividen en dos grandes ramas: las dogmáticas y las flexibles. Las primeras, que en realidad son una desvirtuación de la ideología, practican un sectarismo inclemente. Presentan dos variantes: el autoritarismo, que persigue captar la obediencia externa de la persona, y el totalitarismo, que va más allá pues procura modelar la conciencia del individuo (el comunismo, el fascismo y el nazismo). Ambas conciben al conductor como un superhombre, casi un Dios. En él hay que creer y obedecerlo y por él hay que luchar. Se exige de los seguidores la entrega incondicional prescindiendo de la racionalidad. Los totalitarismos que ensombrecieron al siglo XX hoy tienen su réplica en los fundamentalismos.
Las flexibles muestran una predisposición a adaptarse a la evolución que caracteriza a la existencia humana. Son un ejemplo el liberalismo, el socialismo reformista y el social cristianismo. De la revolución norteamericana (1776) y la francesa (1789) emergió el liberalismo, que hace hincapié en los derechos individuales como facultades de hacer.
El socialismo surgió, por inspiración de su mentor Eduardo Bernstein, como un desprendimiento de la segunda internacional comunista celebrada en París (1889). Sin renegar de las libertades individuales, desarrolló los llamados derechos sociales, considerados necesidades por satisfacer. Se logró, así, una transformación del capitalismo por la vía legislativa y sin que sea ineludible destruirlo, tal como preconizaba el comunismo.
El social cristianismo tuvo su nacimiento formal cuando el papa León XIII emitió su encíclica Rerum Novarum sobre la cuestión obrera (1891), en la que se plantea la convivencia entre las clases sociales para “librar a los pobres obreros de la crueldad de los hombres codiciosos que, a fin de aumentar sus propias ganancias, abusan sin moderación alguna de las personas, como si no fueran personas sino cosas”.
Las ideologías dúctiles descriptas suelen estar atravesadas por líneas conservadoras que desconfían de los cambios y procuran retardarlos, hasta que al fin se hacen inevitables, porque la marcha hacia el progreso es imparable. Tales conductas suelen generar tensiones que complican las relaciones internas de las agrupaciones políticas. También pueden provocar verdaderas reacciones sociales cuando los gobiernos no proveen las soluciones reclamadas para cubrir las necesidades básicas insatisfechas referidas tanto a la calidad de la democracia como a la vida digna que requiere el acceso al trabajo, la educación, la salud y la vivienda.
Algunos olvidan que “la reforma ha sido la pasión del liberalismo” (Salwyn Schapiro) y que en un mundo que avanza permanecer quieto es una forma de retroceder. En este sentido, el progresismo expresa una sensibilidad por el mejoramiento de la condición humana, lo cual requiere la aplicación de políticas activas que permitan arrancar de la pobreza extrema a los sectores más desvalidos. La indigencia es una dramática situación que le impide al afectado salir de ésta sin la asistencia del Estado. Que un gobierno encare acciones en el sentido señalado depende de su ubicación ideológica. Desde esta perspectiva, la derecha y la izquierda no son meras formulaciones abstractas, sino que sirven para distinguir a los movimientos progresistas de los antirreformistas.
De allí que sorprende haber oído a un funcionario muy favorecido por un resultado electoral decir que eso fue consecuencia de su gestión, tras manifestar su desdén por las cuestiones ideológicas. Así, tal autoridad prescinde de considerar que gobernar es establecer un orden de prioridades y que encararlas en uno u otro sentido es una decisión tributaria de la ideología.
En este sentido, cabe señalar que en las recientes elecciones primarias del 14 de agosto entre los candidatos presidenciales de la oposición no hubo diferencias ideológicas sustanciales. Por ser el partido que contaba y cuenta con la mayor bancada de diputados y senadores nacionales, era auténtico el derecho del radicalismo a encabezar una fórmula presidencial común. No se pudo plasmar ese acuerdo y la oposición llegó muy fragmentada al comicio. Esa circunstancia hizo que la ciudadanía no pudiera vislumbrar una alternativa sólida con posibilidades de éxito. Para armar una oposición poderosa era indispensable no dejarse carcomer por la sospecha o el prejuicio sobre las personas, abandonar la intolerancia y confluir en un programa común que abonara la confianza. Se despejó, así, el camino de un gobierno que ha mostrado un ejercicio autoritario del poder en abierta contradicción con los preceptos republicanos.
Cabe plantearse si la Constitución Nacional se identifica con una ideología determinada. El texto originario de 1853 encarnaba los principios del liberalismo -proyectados en los derechos individuales- que entonces era la expresión fiel del reformismo progresista. Luego se incorporaron los derechos sociales, adoptándose así las proposiciones de la democracia social y el social cristianismo. Por la reciente modificación de 1994 se receptaron instrumentos de la democracia participativa, como la consulta y la iniciativa popular.
De esta manera nuestra Constitución, siguiendo el proceso de evolución de las ideas, refleja una suma de ideologías que no se desplazan entre sí porque han sido ensambladas armoniosamente impulsando la presencia de un Estado activo con una sociedad protagonista. Por esto es que la Constitución exhibe una vital lozanía.
En síntesis, la Constitución, porque conjuga los principios de libertad, igualdad y solidaridad social es, y continuará siendo, el programa de gobierno más audaz. Armémonos de coraje cívico para hacerlo realidad.
LA NACION