El misterioso clavel verde del temible Oscar Wilde

El misterioso clavel verde del temible Oscar Wilde

 

Por Ernesto Schoo
En la noche del 20 de febrero de 1892, en el escenario del St. James Theatre, de Londres, Oscar Wilde se adelantó hacia las candilejas, impecablemente vestido, con un clavel verde en el ojal de su jaquet y el cigarrillo humeante en la mano derecha. Esta era una flagrante transgresión, no sólo de la etiqueta mundana vigente entonces sino también de la más elemental precaución en un teatro, donde abunda el material inflamable. Pero pocos en el público se lo reprocharían: de pie, entusiasmados, los espectadores habían exigido la presencia del autor de El abanico de lady Windermere , que acaba de estrenarse esa noche. Y dijo Oscar (con aquella voz que hasta sus enemigos reconocían como musical y única): “Señoras y señores, he disfrutado inmensamente de esta velada. Los actores nos han dado una encantadora versión de una obra deliciosa, y la apreciación de ustedes ha sido en extremo inteligente. Los felicito por el gran éxito de la labor de ustedes como espectadores, lo que me lleva a creer que piensan de la obra casi tan alto como yo”.

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La insolencia hizo delirar al público y enfureció a los críticos, pero el éxito ya estaba asegurado. Como su gran amiga Sarah Bernhardt, Wilde tenía un especial talento para llamar la atención. El clavel teñido de verde que habitualmente lucía en sus solapas, era lo que él llamaba “un señuelo para cazar bobos”. Precisamente en vísperas del estreno de El abanico? , le había encomendado al director y primer actor del Saint James, Graham Robertson: “Mezclarás entre el público a varios jóvenes apuestos que lleven un clavel verde en la solapa: los tiñen en la florería Tal”. “¿Para qué?”, preguntó Robertson. “Le intrigará al público -respondió Oscar-. En escena habrá un joven actor que llevará un clavel verde, y cuando el público vea a otros en la sala que también lo llevan, pensará que es el símbolo de una secta mística, o algo por el estilo, y se preguntará qué significa”. “¿Y qué significa?”, inquirió Robertson. “Nada en absoluto -concluyó Wilde-, pero eso es justamente lo que a nadie se le ocurrirá.”

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Oscar, que era generalmente una persona amable y generosa, no tenía buena relación ni con los actores ni con los críticos. De los primeros, opinaba que eran tan sólo títeres encargados de transmitir su genio al vulgo. “No escribo obras para nadie -afirmaba-, sino para divertirme. Si algunas personas quieren actuar en ellas, a veces les permito que lo hagan”. Y en cuanto a los críticos, en una entrevista previa al estreno de El abanico? , preguntado por la posible reacción de éstos, contestó: “Espero que no la entiendan en absoluto”.
LA NACION

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