El descuento final

El descuento final

Por Hernán Iglesias Illa
El otro día fui al último local de Borders en Nueva York con la intención de aprovechar los descuentos prebancarrota y ver si había libros atractivos o baratos para comprar. Unas semanas antes, Borders se había declarado en quiebra y, como no había aparecido nadie que quisiera comprarla, había decidido cerrar sus librerías (más de quinientas), despedir a sus empleados (más de diez mil) y sacarse de encima los libros (probablemente millones) que aún dormían en sus estantes.
Me bajé entonces del subte en la Octava Avenida y la calle 34, di la vuelta al Madison Square Garden y me metí en la librería, que parecía más un bazar que una biblioteca. Colgaban carteles gigantes con el lenguaje agridulce de quien anuncia su propio fin: “¡LIQUIDACIÓN TOTAL! ¡VENDEMOS TODO!” La gente revolvía en el fango, buscando perlas o semiperlas, y apretaba contra el pecho pilas desordenadas de libros, DVD y objetos de papelería, que también estaban rebajados. Las computadoras para buscar títulos estaban apagadas. Había libros en el piso, revistas arrugadas, estantes vacíos. Cuando quise subir a tomar un café, el bar estaba cerrado y cada uno de sus muebles, en venta: revisteros (100 dólares), sillas (75 dólares), máquina de café expreso (650 dólares), heladera industrial (2400 dólares). Dwight Garner, crítico literario de The New York Times, contó hace poco que había comprado el cartel de “POETRY” que estaba encima de la sección de poesía y se lo había llevado a su casa.
Me encanta comprar libros usados o baratos. Lo hacía cuando vivía en Buenos Aires, en la avenida Corrientes o en librerías de barrio, y lo hago ahora en Nueva York. Me gusta afinar la vista sobre los escombros de la industria editorial y encontrar animalitos que todavía respiran, 30 o 40 años después de su publicación. En Borders, sin embargo, había poca vida para rescatar, aun con sus ofertas desesperadas. Los descuentos iban del 50% al 70%, según el género: Ficción, 50%; Política, 60%; Juvenil, 50%; Romance, 70%. ¿Quién decidía esto? Me acerqué a una de las chicas que atendían y le pregunté exactamente eso. “Nosotros no -me respondió, un poco cansada-. Viene de más arriba. Si por mí fuera, daría 90% de descuento a todo ya mismo.” Di varias vueltas, pero al final sólo compré un libro (unos cuentos “tempranos” de John Updike: nueve dólares) y una revista llamada Port , que no conocía pero prometía en tapa un perfil de David Remnick, el editor de The New Yorker (que al final estaba más o menos). Botín escaso y no muy barato.
Mi visita a Borders coincidió con el momento en el que buena parte del mundo cultural neoyorquino decidió mostrarse triste y apocalíptico con el cierre de la cadena. Para algunos analistas, se trataba de una nueva derrota de la cultura tradicional y el libro de papel, jaqueados en los últimos años por el ascenso de los e-books y (según ellos) un ambiente cultural cada vez más favorable a las recompensas instantáneas y reacio al lento e incomparable placer de rumiar un libro. Otros, en cambio, recordaron que Borders llevaba varios años haciendo macanas, preocupándose muy poco por la felicidad o la lealtad de sus clientes y casi nada por renovarse tecnológicamente: en 2001, en una decisión incomprensible hace diez años y ahora, Borders le entregó la gestión de su librería online nada menos que a Amazon, que es como darle las llaves del auto al verdugo. En Nueva York, Borders todavía tenía algo de buena fama, porque había tenido un local en la planta baja de una de las Torres Gemelas, pero en los últimos años ya casi nadie se acordaba. Su desaparición, a fin de cuentas, dice mucho más sobre la propia Borders que sobre el estado de la industria del libro o, mucho menos, el estado de la literatura.
De Borders me fui aquella tarde a la casa de una amiga que vive a la vuelta de Strand, la famosa librería de usados en la esquina de Broadway y la 12. Ya hace tiempo que logré domesticarme para no entrar a Strand cada vez que paso por la puerta, porque sé que podría quedarme horas hurgando entre libros que no conozco o que conozco y no valen la pena. Lo que hago entonces es pasar por el frente sin desacelerar el ritmo pero mirando de reojo los lomos de los libros de 1 dólar expuestos en la vereda. Si alguno me llama la atención, me autorizo a frenar. Eso hice el otro día: caminé por la vereda de la calle 12 rumbo a la casa de mi amiga y, dos pasos antes de llegar a la esquina de Broadway, vi el lomo verde flúo de Indecision , una novela de 2005 que en su momento había recibido buenas criticas. El autor de Indecision , además, es Benjamin Kunkel, un tipo que me había llamado la atención por ser uno de los fundadores de n+1 , una de las revistas culturales mas interesantes de los últimos años, y también porque Kunkel se mudó hace un par de años a Buenos Aires, desde donde escribió una larga nota sobre el Bicentenario para n+1 en la cual, quizá siguiendo el mandato de su apellido, admitía su simpatía por el peronismo y la presidenta Cristina Kirchner.
Todo esto lo pensé en una ráfaga de segundo, pero ésas son precisamente las ráfagas que buscamos los arqueólogos de libros viejos y no tan viejos. Agarré el libro (traducido por Destino al castellano en 2007 como Indecisión ), entré a Strand y pagué el dólar correspondiente. Una hora antes, en Borders, no había podido tener ninguna de esas ráfagas. Quizás esa incapacidad, más que sus derrotas contra Amazon y el avance del libro digital, haya decretado su fin. No la voy a extrañar.
LA NACION