25 Oct Del limbo a la venganza
Por Leonardo Tarifeño
En la época de la historia en que se toman más fotografías, hay una, sólo una, que muy probablemente nunca saldrá a la luz: la del rostro destrozado de Osama ben Laden, abatido en Pakistán por efectivos de la Armada estadounidense. “Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”, escribió Susan Sontag en su clásico Sobre la fotografía (1973); al negar la difusión del retrato del terrorista muerto, Estados Unidos parece querer apropiarse de Ben Laden para siempre. El senador republicano James Inhofe vio 15 fotos del cuerpo sanguinolento y las calificó de “espantosas”. El director de la CIA, Leon Panetta, advirtió que su divulgación podría tener un efecto “incendiario”, pero que “tarde o temprano” se debería darlas a conocer. Y el presidente Barack Obama dejó entrever que la idea detrás del rechazo a exhibirlas es la misma por la que se arrojó el cadáver al mar, es decir, para no darles herramientas de culto a los talibanes, jihadistas y demás fanáticos del Eje del Mal. Pero si Obama y los suyos están convencidos de haber hecho justicia, ¿por qué temerle a la evidencia incriminatoria que registra la cámara? En un tiempo donde Wikileaks impone el hoy brumoso límite de los secretos del poder, ¿es preferible conservar un archivo digital de altísimo riesgo a entregarlo – photoshop mediante- a la prensa? Y el reclamo de la sociedad global por ver el cadáver ¿responde a una exigencia de libertad informativa o al voyeurismo de la violencia constitutivo de la “realidad-horror” ya denunciado por Michela Marzano en La muerte como espectáculo ? Las preguntas son muchas, pero todas giran alrededor de una: ¿qué tiene esa imagen para que la Casa Blanca -en teoría, la principal interesada en demostrar la desaparición física de su mayor enemigo- se resista a mostrarla?
La prohibición que afecta a la foto política más deseada del mundo avanza en paralelo a la difusión de otra, tomada por Pete Souza, en la que Obama, el vicepresidente Joe Biden, Hillary Clinton y un pequeño grupo de colaboradores observan la cacería de Ben Laden en tiempo real. Ésa, y no la ausente, es la imagen oficial con la que se da por terminada la búsqueda y captura del cerebro de los atentados suicidas contra las Torres Gemelas. En ese tenso paisaje de funcionarios alertas, lo de veras importante no es lo que se ve, sino lo que no se ve. O mejor dicho: lo que parece importarle a quien divulga esa toma es que el mundo observe quiénes son los que pueden ver. El poder de matar y el de ver se hermanan y complementan. Sólo aquel que mata, o que ordena matar, tiene derecho a ver. La ética de la visión que construye este mensaje no va en contra de la “realidad-horror” (como podría presumirse con la decisión de ahorrarle al mundo la divulgación de imágenes “espantosas”) sino que la privatiza. Cabe suponer que la foto de Ben Laden con la cabeza hecha pedazos tiene todo para transmitir una idea más próxima a la venganza que a la justicia, y reemplazarla por un cuadro de funcionarios preocupados pone a cada uno en el lugar de la conveniencia política: por un lado, los responsables, con la seriedad que imponen las difíciles circunstancias; por el otro, el terrorista, eliminado de la faz fotográfica, borrado como tal vez esos mismos políticos quisieran borrar el que fue el peor ataque a tierras estadounidenses. La manipulación de la foto que quizá nunca veremos es una manipulación de la realidad, una puesta en escena narrativa cuyo momento inaugural es la suplantación del retrato del cadáver por la foto de Pete Souza.
A estas alturas de la historia de la cultura digital, cuando grupos de talibanes suben a Internet videos de decapitaciones y el bombardeo fotográfico con imágenes de catástrofes bélicas se ha vuelto cotidiano, la trivialización de lo obsceno ha creado un espectador impávido e inconmovible, blindado a todo tipo de espantos. Con semejante público del otro lado de la escena, podría ser que el gobierno de Estados Unidos haya optado por ocultar la foto del cadáver de Ben Laden porque su horror, único e irrepetible, es capaz de romper la gélida familiaridad que el observador contemporáneo mantiene con lo atroz. Y porque gracias a ese impacto puede asumir que lo peor no es la foto, sino la historia previa que conduce hasta ella. Ante esa imagen, feroz y clandestina, la captada por la cámara de Souza tranquiliza y sugiere que el horror privatizado es asunto de un grupo de conjurados, que ven por nosotros porque sufren por nosotros.
La pregunta por el contenido de la última foto de Ben Laden es incontestable, ya que quienes la conservan en el mayor de los secretos no están dispuestos a compartirla. Mientras tanto, una duda todavía más incómoda sobrevuela su misterio: sin la foto del terrorista muerto, ¿entendemos mejor la realidad? ¿La ausencia de la imagen fortalece o debilita la interpretación de lo real? ¿Oculta o, a su manera, revela? Hace casi cuarenta años, Sontag ya recordaba que para la fotografía “sabemos algo del mundo si lo aceptamos tal como la cámara lo registra. Pero esto es lo opuesto a la comprensión, que empieza cuando no se acepta el mundo por su apariencia. Toda posibilidad de comprensión arraiga en la capacidad de decir no”. En la época de la historia en que se toman más fotografías, Ben Laden permanece en el limbo de quien muere sin ser retratado. Quizá forme parte de su última venganza que esa foto ni siquiera sea indispensable a la hora de decir no.
LA NACION