Autobiografía explosiva

Autobiografía explosiva

Por José María Brindisi
Cuesta definir, si existen, los límites de una autobiografía. Pero lo que resulta indudable es que, más allá de la cuestión confesional, del ajuste de cuentas, del deseo y a menudo la necesidad de revisar la propia vida, y más allá de la excusa que suele demonizar a los editores (que están ahí todo el tiempo presionando a sus autores célebres para que se sienten y escriban, en particular si han tenido una vida signada por la polémica o el escándalo), lo cierto es que hace falta una buena cuota de jactancia para decirse a uno mismo y a los demás: “Aquí estoy, éste soy yo: conózcanme, que el viaje vale la pena”. Cualquiera que haya leído al menos tres frases sueltas de una entrevista a James Ellroy entenderá de inmediato que no carece en absoluto de esa característica, y quizá entonces se entienda la anomalía de que haya escrito no una autobiografía, sino dos. Por ahora.
La primera autobiografía de Ellroy, una de las plumas más explosivas de la literatura contemporánea, llegó demasiado temprano, antes de que cumpliera los cincuenta. Se llamó Mis rincones oscuros y tomaba como punto de partida el asesinato de su madre, en 1958, cuando él tenía apenas diez años. Un crimen que nunca se resolvió, al que dedicó una parte importante de sus días y que sin duda es la raíz de sus elecciones posteriores, en especial de su oficio. Una autobiografía zigzagueante, singular, casi una novela, en la que los sentimientos estaban pudorosamente escondidos bajo el manto protector de la ficción. En más de un sentido, A la caza de la mujer viene a subsanar esa falta, con el personalísimo modo en que Ellroy suele trabajar sus materiales, es decir: cuanto más sabemos, más tenemos la sensación de que la realidad se nos escurre entre las manos.
El título original del libro, The Hilliker Curse , enfoca claramente la cuestión. Y aunque el autor nacido en Los Ángeles pretenda valerse del apellido de soltera de su madre para distanciarse y hablar de ella a cada rato como Jean Hilliker, jamás permite que olvidemos que de eso se trata. La “caza” del título en castellano es, en definitiva, la manera en que cada momento, cada hecho, cada relación en la vida de Ellroy estuvo enfocada a recuperar la figura de una madre que se esfumó cuando él era sólo un chico. Ese fantasma, esa omnipresencia revive en todas las mujeres del mundo: aquellas de las que se enamora, con las que se acuesta, las que desea a la distancia, las que imagina. En qué medida es sincero, hasta dónde extrema sus obsesiones en favor de su literatura, es algo imposible de juzgar, y acaso no corresponda. Sin embargo, las cosas rara vez son únicamente lo que parecen; la verdad es que Ellroy siempre ha mantenido, junto con su discurso pendenciero y la incontrastable crudeza de sus historias, una relación estrecha y en esencia noble con las mujeres, incluso podría hablarse de una dependencia. Basta recordar a Bud White, uno de los protagonistas de L. A. Confidencial , aquel soldado en defensa de las mujeres maltratadas. Y otra vez con un pie en la realidad, las dedicatorias de sus libros marcan también el rumbo: a su primera esposa, a la segunda, a su pareja actual (con la que sólo lleva unos cuantos meses, pero: “Me dirijo a ella con la fe de un creyente de toda la vida”).
Hay un aspecto, con todo, determinante en cuanto al tono y a la sustancia de esta segunda autobiografía, y es lo que Ellroy llama La Maldición. Un par de meses antes de que la asesinaran, su madre se apareció con un regalo y de inmediato le preguntó -poco diplomática o poco inteligente- con quién deseaba vivir: si con ella o con su padre, de quien se había divorciado recientemente. El pequeño Ellroy había visto cómo su familia se desintegraba, y a pesar de las fanfarronadas de su padre, que entre otras cosas declaraba haber sido amante de Rita Hayworth, era evidente que se trataba del más débil de los dos. Ellroy hijo lo prefería por ello, y de a ratos se enfurecía con su madre: “La odiaba porque la deseaba de maneras inconfesables”, confesará sin embargo el mirón perverso y a la vez casto -en su fidelidad- muchos años después. La elección era obvia. El premio fue un cachetazo, que lo dejó boqueando y deseando secretamente la muerte de su madre. El sentimiento perduró. Su madre tuvo el fin que ya conocemos.
A la caza de la mujer es, entonces, la canción de amor abierta y definitiva de Ellroy, y a la vez el modo descarnado en que se desnuda y asume la lucha con sus fantasmas. “En aquel entonces era un Ellroy; hoy soy un Hilliker”, dice, convencido de que su pareja actual, la escritora Erika Schickel, lo ha arrancado de las sombras. A través de las páginas del libro, el autor de la reciente y harto premiada Sangre vagabunda -el cierre de la ambiciosa Trilogía Americana- se muestra con frecuencia no sólo como un asesino arrepentido, sino también como un salvaje que ha vivido demasiadas vidas y que ahora va en busca de la redención. No parece, hay que decirlo, una sobreactuación hipócrita, como la de tantos rockeros que ahora, agotados y temerosos de la muerte, se espantan ante la sola idea de que alguien tome cocaína. Más bien se asemeja al gesto introspectivo del Mike Tyson de los últimos tiempos, ese que no tiene empacho en mirar atrás y llamarse “cerdo, farsante”, y que sólo busca respeto. Ellroy no llega a tanto, cierto. Es un escritor que sabe que pudo haberse vuelto loco, y que reconoce en sus obras un modo de suturar las heridas del pasado.
El libro sirve para descubrir que Ellroy es, hasta cierto punto, apenas un bocón. ¿Pero hasta dónde es posible disculparle sus bravuconadas reaccionarias, hasta dónde puede considerarse adolescente a un sesentón como él?
Al margen, también permite acceder a los entreveros de una mente aguda, aunque no brillante, y tomar nota de cómo fue capaz de sobreponerse a las dificultades más extremas -la orfandad temprana, las drogas que lo tuvieron más de una vez al borde de la muerte, la cárcel- en parte gracias a la fortaleza con que fue construyéndose a sí mismo en la seguridad de su escritura. Los rasgos más interesantes de la personalidad de Ellroy ya se hallaban presentes, con toda certeza, en la adolescencia. De la excitación constante y enfermiza que lo empujaba a entrar en las casas del vecindario y husmear en los cuartos y las prendas íntimas femeninas, a la percepción posterior de que las mujeres y la gente en general le escapaban; de la práctica cotidiana de recostarse a cavilar en la oscuridad a la búsqueda desesperada de la fidelidad como tranquilidad, primero sólo imaginaria (“quería una imagen capturada para un consuelo y un sexo infinitos”) y luego real; de sus intuiciones y proyecciones casi proféticas, desde La Maldición hasta las mujeres que llegaban a confirmar lo que en cierta medida él ya esperaba y sabía. Exhibe todo el tiempo una mente a punto de erosionarse, que con el paso del tiempo parece haber encontrado las armas para sobrevivir, o dicho de otro modo: para estar un poco más en paz consigo mismo.
En paralelo, A la caza de la mujer revela determinados aspectos de la filosofía narrativa de Ellroy, así como las causas de cierta transformación en su escritura, algo más alejada de la emblemática sequedad que lo convirtió en uno de los padres, con el insuperable Elmore Leonard, de la nueva novela negra norteamericana (a la que suele denominarse hard boiled ). Como le aconsejó su segunda ex mujer, aquella que supo encandilarlo cuando le contó que se había acostado con cuatro hombres en una sola noche, utiliza un estilo menos riguroso y con más emoción, en lugar de sus “lunáticas lazadas de lenguaje”.
Aunque se trate de alguien acostumbrado a especular con las palabras y los sentimientos -como todo escritor-, aunque nunca deje de construir conscientemente su mito -como pocos-, su último libro se lee como un proceso de expiación profundo, abrumado, brutal, y jamás definitivo. A fin de cuentas: un Ellroy puro.
LA NACION