Anatomía de un crimen político

Anatomía de un crimen político

Por Alejandro Patat
l secuestro y asesinato de Aldo Moro, varias veces primer ministro y en el momento de su muerte presidente de la Democracia Cristiana, es uno de los hechos más traumáticos de la historia italiana reciente. Los cincuenta y cinco días de cautiverio, desde el 16 de marzo hasta el 9 de mayo de 1978, día en que fue ejecutado por las Brigadas Rojas, tuvieron en vilo a toda la población y dejaron la sensación de que la hegemonía política de la Democracia Cristiana, que gobernaba en Italia desde 1948, se había resquebrajado para siempre. Ese mismo 16 de marzo Aldo Moro se dirigía al Parlamento para formar un nuevo gobierno, conocido como “compromiso histórico”, que por primera vez debía sellar la alianza entre su partido y el Partido Comunista. El hecho de que el secuestro interrumpiera brutalmente esa tratativa y desechara para siempre aquella posibilidad demuestra que la muerte de Moro condicionó de manera tajante el complejo entramado de la política italiana.
En agosto de 1978, vale decir, cuando todavía la desaparición del político italiano conmocionaba a la opinión pública, Leonardo Sciascia (1921-1989) publicó El caso Moro . El libro había circulado en español hacía años en una versión traducida del francés, curiosidad que se suple con esta realizada directamente del original italiano. No se trataba de un libro de historia, sino de un lúcido ensayo de investigación que intentaba abrir un debate acerca de las responsabilidades del Estado en la búsqueda y recuperación con vida de Moro. El método de Sciascia es simplísimo: relee con extrema atención las cartas que el primer ministro escribió desde el cautiverio y los comunicados oficiales que el grupo terrorista daba clandestinamente a la prensa junto a esas mismas cartas, aduciendo que “nada debe ser ocultado al pueblo”. Los puntos esenciales de la articulada especulación de Sciascia son al menos cuatro.
Uno: para Sciascia, ya la primera carta dirigida por Moro a Francesco Cossiga, entonces ministro del Interior, no deja sospechas de que aquél pedía al gobierno, de manera bastante clara, una estrategia resolutiva “policial”. Además, según el escritor italiano, no era descabellado pensar que muchas de las sutiles frases de Moro escondieran verdaderas claves de solución al problema. El factor lingüístico, como se sabe, no fue tenido en cuenta por la policía.
Dos: cuando, transcurridas varias semanas de búsquedas inútiles y ante el despliegue de controles irracionales y el despilfarro de fuerzas y energías, las cartas de Moro a las autoridades del gobierno se vuelven más incisivas, hasta alcanzar el desprecio y la deslegitimación de los suyos, la Democracia Cristiana asume en bloque una acérrima posición reaccionaria, velada por una presunta cuestión moral, que consiste en no tratar con las Brigadas Rojas. Moro, en cambio, proponía lo contrario: un equilibrado intercambio de “presos políticos”.
Tres: para los democristianos, el discurso de Moro era el de un hombre sometido a una reclusión coercitiva que le hacía decir cosas que un estadista de su talla hasta ese entonces jamás habría pensado. De alguna manera, el gobierno lo consideraba ya muerto. Sciascia, justamente, analiza esta descarada posición y conjetura que los hombres del Gobierno no toleraban el cambio fundamental en el discurso de Moro: su progresivo abandono de la retórica vacía de la política en favor de un uso cada vez más concreto de las palabras. “Moro comienza pirandelianamente a abandonar la forma, porque ha entrado trágicamente en la vida.” Por otro lado, su lenguaje comienza a acercarse al de los brigadistas: “Moriré, si así lo ha decidido mi partido”. Frase que evidencia cómo, incluso para Moro, su muerte ya no era responsabilidad de las Brigadas.
Cuatro: como en el último acto de las grandes tragedias, las cartas de Moro revelan la verdad, esto es, su abandono y su sacrificio por parte del mundo político y, especialmente, de su partido. La estrategia de movilización policial nacional por todo el territorio (Sciascia apunta que una simple lectura de las cartas hubiera puesto en evidencia que estaba cautivo en Roma) fue una pura apariencia, una colosal escenografía barroca. Las últimas misivas a la mujer y a la familia son una obra maestra de la piedad cristiana, que Moro había evocado inútilmente para sí. El país no conocerá nunca el arriesgado y osado proyecto político de Moro. La Democracia Cristiana se desmoronará en breve tiempo.
Por otra parte, a partir del hecho histórico, Sciascia construye un interesante mosaico de la identidad italiana y del modo en que los italianos concibieron el Estado. Más allá de las notables asonancias entre la política y la mafia, consustancial a la literatura de Sciascia (que en una famosa entrevista pergeñó la frase “progresiva sicilianización del mundo”), Italia heredó muchas de las “formas culturales” del Sur. Porque, no hay que olvidarlo, Moro era meridional. Su tono pesimista no sería más que una vieja actitud italiana, de raíz profundamente católica, que dispersa lo nuevo en lo viejo y que asfixia toda posibilidad de cambio: “cambiar para que nada cambie”, como reza el famoso dicho de El Gatopardo de Lampedusa. Los meridionales, además, aportaron a la cultura italiana un verdadero culto de la muerte, como liberación del peso de lo existente. Moro esperaba morir, aunque explicitara lo contrario. Y, por último, dice Sciascia: “Tiene razón Moravia: en Italia la familia explica todo, justifica todo, es todo”. El sepelio de Moro, fue, como exigió él mismo, reservado a su familia, con expresa exclusión del mundo político, que lo había traicionado.
Más allá del contenido, apasionante, de este libro, su belleza reside en el estilo del que se valió Sciascia: una prosa límpida, punzante y precisa de derivación iluminista (es notoria su admiración por Cándido , de Voltaire), engarzada en una ideología que se inclina ante el prestigio cognoscitivo de la historia (según la visión de Tolstoi, no la de los grandes estudiosos), sin perder de vista que el alma humana, como enseña la cultura siciliana, es un laberinto de pasiones inextricable.
LA NACION