07 Sep Recuerdos del futuro en La Richmond
Por Fernando Gonzalez
Quién haya ido a La Richmond sabe de lo que hablo. Entrar y tomarse un café en sus mesas de estilo inglés seguía siendo un placer en la ciudad de las hamburgueserías rápidas y los bares calcados que responden a algún franchising desangelado. Mozos de uniforme impecable, que jamás dejaron caer una gota de vino fuera de la copa. Diplomáticos leyendo diarios extranjeros; escritores borroneando sus futuras novelas; chantas con tiempo libre preparando su próxima mentira para atrapar a un nuevo incauto. Porteños tiñendo Buenos Aires y turistas empapándose de ese que se yo que Piazolla y Ferrer hallaron en sus callecitas.
El martes 9 de agosto, el periodista Andrés Sanguinetti reveló en El Cronista que La Richmond iba a dejar de ser La Richmond para pasar a ser un Nike Store. Uno de esos locales amplios con estanterías repletas de zapatillas, joggins y camperas deportivas de una de las marcas más reconocidas en la era del marketing global. La primicia del diario disparó una polémica entre los partidarios de mantener abierta la histórica confitería a cualquier costo y los dueños actuales que no podían sostener el negocio y preferían ponerle fin al emprendimiento a cambio de algunos millones de dólares.
En medio de la ebullición electoral, la dirigencia política se metió en la batalla. La Legislatura de la Ciudad sancionó una ley que declaró a La Richmond patrimonio cultural y exige a quien la compre que mantenga el rubro confitería y no se atreva a tocar el estilo de época que conservan los 1.500 metros cuadrados de construcción. En la madrugada del domingo, mientras los argentinos se preparaban para ir a votar en las primarias, los propietarios se llevaron sigilosamente buena parte del mobiliario y taparon los vidrios con papel blanco para entregarle el lugar a los futuros dueños. Sucedió lo previsible. El lunes, cuando retornaron los mozos y encontraron La Richmond cerrada, forzaron las cerraduras y la tomaron para que al menos les pagaran las indemnizaciones correspondientes.
Los propietarios y el gremio gastronómico negocian ahora un acuerdo para cerrar el caso y entregarle La Richmond a sus futuros dueños. ¿Se respetará lo dispuesto por los legisladores porteños? ¿Cambiará para siempre la piel de ese rincón de Buenos Aires? ¿Se le puede impedir a los empresarios concretar la venta y seguir adelante con un negocio deficitario en el que habían invertido dinero? Son dilemas complejos donde se cruzan argumentos atendibles de memoria histórica y de racionalidad presupuestaria.
Lo cierto es que La Richmond ya no será lo que fue. Ya no se respirará en sus salones el recuerdo de Borges, de Ma-llea, de Guiraldes o de Horacio Quiroga. Ya nadie pedirá el café Richmond con cacao, crema y Tía María. Ni se escuchará jugar al billar en sus mesas del subsuelo cercano. Hay que apurarse y buscar en la nostalgia tecno de Google para encontrar todavía la carta y las promociones de la confitería que empiezan a desvanecerse. Con sólo abrir el archivo correcto suenan los acordes de Henry Mancini en Moon River, la canción de Desayuno en Tiffanys. Y la música sola se encargará de decirnos que vamos camino a perder un nuevo encanto. Otro de esos tesoros a los que a la Argentina le cuesta tanto conservar.
EL CRONISTA