El día que empezó el fin de la hegemonía de EE.UU.

El día que empezó el fin de la hegemonía de EE.UU.

Por Lionel Barber Director
En la mañana del 11 de septiembre de 2001, las perspectivas de Estados Unidos parecían tan brillantes como el cielo azul que se veía sobre Lower Manhattan. El precio del petróleo Brent era de u$s 28 el barril, el gobierno federal tenía superávit presupuestario y la economía comenzaba a recuperarse (aunque de manera imperceptible) tras el derrumbe de las puntocom. La nación más poderosa de la Tierra estaba en paz.
Diez años después, el precio del crudo está en torno a u$s 115 el barril, EE.UU. proyecta para 2011 un déficit de presupuesto de u$s 1,58 billones (el más grande de su historia); la economía sigue en graves problemas tras el crac financiero de 2008; y las fuerzas militares y los servicios de inteligencia continúan en guerra, combatiendo la insurgencia y el terrorismo islámico desde Afganistán a Pakistán, desde Níger a Yemen.
El almirante William Mullen, jefe saliente del Estado Mayor Conjunto, ha dicho que la deuda nacional es la más grande amenaza para la seguridad del país. La reciente decisión de Standard & Poor’s de rebajarle la calificación crediticia a EE.UU. parece confirmar el sostenido debilitamiento de la superpotencia. Aunque no exista una narrativa lineal que vincule los ataques del 11 de septiembre a la grave situación económica actual de EE.UU., el costo ajustado por inflación de la “guerra global contra el terror” que se inició tras los ataques es de más u$s 2 billones, lo que equivale al doble del costo de la guerra de Vietnam.
La respuesta del presidente George W. Bush al atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono fue lanzar dos guerras, contra Afganistán e Irak, adoptar un tenaz unilateralismo a expensas de las alianzas y la legislación internacional, y promocionar de manera casi evangélica la democracia en Medio Oriente. Las políticas de su administración fracturaron alianzas en Europa y produjeron la abrupta caída de la posición de EE.UU. en el exterior.
Del lado del haber, hay que decir que EE.UU. hasta ahora no ha sufrido otro ataque terrorista en su territorio. Otros no fueron tan afortunados. Los atentados con bombas en Bali (2002), Madrid (2004) y Londres (2005) no son iguales en escala al del 11 de septiembre, pero causaron varios cientos de víctimas. Al-Qaeda ha declinado, pero no está totalmente fuera del panorama. Docenas de discos informáticos rescatados del escondite de Osama bin Laden en Pakistán, sugieren que podría estar planeando otro atentado espectacular, tal vez para coincidir con el aniversario.
Por otra parte, el despertar árabe de este año debilitó la teoría de que Medio Oriente, a excepción de Israel, es congénitamente incapaz de adoptar la democracia. Uno por uno, los autócratas de la región, desde Zine el-Abidine Ben Ali en Túnez a Hosni Mubarak in Egipto, han sido derrocados por los que protestan pidiendo dignidad, libertad y trabajo.
Es cierto que la caída de Muamar Gadafi fue precipitada por una rebelión armada con ayuda de los aviones de la OTAN, pero el presidente Bashar al-Assad, de Siria, podría ser el próximo en sentir el aliento caliente de las protestas callejeras árabes.
Tras los ataques al World Center, pareció producirse un alineamiento geopolítico comparable a los de 1815, 1945 ó 1989. EE.UU. logró una coalición contra el terrorismo que incluyó a rivales como Rusia y China.
La respuesta militar fue igualmente efectiva. Tras identificar a los que habían perpetrado los atentados, EE.UU. realizó una brillante campaña improvisada para derrocar a los talibanes en Afganistán. Fuerzas especiales estadounidenses, combinadas con señores de la guerra y un abrumador poderío aéreo quebraron en semanas el régimen de Kabul. Aunque los líderes huyeron, la red Al Qaeda fue atacada incesantemente.
Pero en un año, EE.UU. había perdido su ventaja moral. El error de Bush fue dejar en claro que el cambio de régimen en Irak era sólo el primer paso para lidiar con lo que describió como un “eje del mal” que incluía a Irán, Corea del Norte y potencialmente otros adversarios de los que se sospechaba que apoyaran a terroristas. La preocupación creció con la publicación de una doctrina revisada de seguridad nacional en 2002, que abandonaba conceptos de la Guerra Fría como contención y disuasión. En cambio, se hablaba de acción militar preventiva, cambio de régimen y un nuevo tipo de operaciones que justificaban la tortura y negaban a los sospechosos de ser terroristas los derechos previstos por la Convención de Ginebra.
Por lo tanto, EE.UU. combatió en Irak sin el apoyo de aliados tradicionales como Canadá, Francia y Alemania, sin el respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU y sin evidencia concluyente de que Saddam Hussein tuviera armas de destrucción masiva que fueran una amenaza inmediata.
Pese al foco en la lucha contra el terrorismo, EE.UU. tenían en cuenta las tendencias geopolíticas. En 2008, el país firmó con la India un acuerdo de cooperación nuclear civil. Esta sociedad estratégica entre Washington y Nueva Delhi no sólo ofrece un contrapeso al auge de China, sino también al de Pakistán.
En cambio, las relaciones chino-estadounidenses no representan mucho más que una adaptación incómoda. Beijing ve a Washington (en el mejor de los casos) como ni amigo ni enemigo, mientras EE.UU. ha comprendido tardíamente al desafío que presenta China a su dominio en el Pacífico.
En última instancia, el evento geopolítico más significativo de los últimos 10 años no se produjo en los campos de batalla sino en el sistema financiero. La crisis bancaria global tuvo su origen en una regulación que fracasó en su objetivo y en los incentivos para que los bancos le vendieran hipotecas a estadounidenses pobres, sin capacidad de pagarlas. Lo que se sumó al gigantesco apalancamiento del sistema. Estas distorsiones fueron creadas, en parte, por los desequilibrios globales producidos por el hecho de que en EE.UU. vivieran del crédito barato, y los exportadores y ahorristas chinos contribuyeran a un vasto superávit de cuenta corriente.
Gracias a la mano de obra barata, China exportaba deflación al resto del mundo y financiaba el déficit de EE.UU. reciclando su propio superávit en bonos del Tesoro. Ahora, tres años después del inicio de la crisis, la economía mundial quedó cabeza abajo. EE.UU. está disminuido, Europa marginada y Asia, por ahora, en alza.
Tomados en conjunto, los mercados de acciones asiáticos representan ahora 31% de la capitalización de mercado global, por delante del 25% de Europa y a un paso del 32% de EE.UU. El año pasado, China superó a Alemania para convertirse en el mayor exportador y los bancos chinos ya están entre los más grandes del mundo según su capitalización de mercado. Además, los países en desarrollo se han convertido en impulsores de la economía global. Del cemento a los huevos, China lidera el consumo, y acaba de aventajar a EE.UU. para convertirse en el mayor mercado de autos del mundo.
Por otra parte, el voraz apetito de commodities de China está creando nuevas rutas comerciales, especialmente con emergentes como Brasil. América latina, una región que en otros tiempos era conocida por su inestabilidad, ha salido de la crisis prácticamente ilesa. La pobreza está declinando, las clases medias se expanden y los mercados de activos están burbujeantes.
En cuanto al legado de 9/11, Gerard Lyons, jefe de economistas de Standard Chartered Bank, señaló que las tres palabras más importantes de la última década no fueron guerra al terror sino hecho en China. Y agregó que, si las tendencias se mantienen, las tres más importantes de esta década serán propiedad de China.
EL CRONISTA