El adiós a Amy Winehouse

El adiós a Amy Winehouse

Por Leopoldo Brizuela
Ahora que han pasado semanas de la muerte de Amy Winehouse; ahora que ya casi acabaron los lamentos, los homenajes, las evocaciones; ahora, en el silencio, la imagen de su final parece querer decirnos algo nuevo.
Confieso que, por puro prejuicio, nunca había prestado atención a Amy Winehouse: me rechazaba lo excesivo de su imagen pública. Uno de esos caprichosos profesionales, me decía, que enarbolan transgresiones privadas como si se tratara de revoluciones. Hasta que, muy poco tiempo atrás, la extraordinaria cantante brasileña Cida Moreira cantó aquí, en Buenos Aires, un tema de Winehouse, “Back to Black”, traduciéndolo a un lenguaje musical más cercano. Despojándola de todo glamour , reemplazando los amables arreglos pop por un piano golpeado parca y locamente, Cida Moreira reveló al público el corazón desolado, sobrecogedor, de la canción, sugiriendo un verdadero compromiso entre sus versos desgarrados y la chica que la había compuesto. Cuando aquel mediodía de agosto leí que Winehouse acababa de ser encontrada en su departamento del norte de Londres, mi reacción inmediata fue pensar que esa “negrura” a la que había vuelto después del abandono de su amante se le había hecho demasiado imposible de soportar, pero también, que “su voz sabía más que ella misma” y que la tragedia de esa canción y de esa vida no podían explicarse simplemente por el abandono de un solo hombre.
Como quien se hunde en un misterio, empecé a leer cuanto encontraba sobre su vida y, cuanto más leía, más fuerte era la sensación de encontrarme con un destino que tenía de revelador lo que tenía de pavorosamente previsible. Una madre llamada Janis; un casi único disco extraordinario -cuyo éxito se vuelve en gran parte su enemigo, al colocarla en la asfixiante categoría de joven promesa-; la adicción a las drogas y al alcohol que ya está casi paródicamente presagiada en su apellido, y hasta un megahit en el que Winehouse se niega a hacer cualquier tipo de rehabilitación. Todo tan remanido que muchas necrológicas parecen haber estado preparadas meses antes de su muerte, y algunos periodistas, incluso, se limitan a reescribir por partes la biografía de las grandes divas del siglo XX, que pagaron con su muerte temprana el precio de la carrera. En fin. Es bastante obvio que Amy Winehouse, por elección, forjó su vida a ejemplo de las biografías de las cantantes que admiraba. Y en un tiempo en que, cada vez más, un artista no se define por sus obras, sino también por lo que se ve y se sabe de él, no le bastó cantar maravillosamente; debió mostrarse de modo que la consideraran una artista.
Pero lo más revelador está quizás en el modo en que su público recibió la noticia de su muerte; en la sorpresa que casi todos manifestaron y, más allá del dolor legítimo, en el modo como se las arreglaron para que esa sorpresa no les revelase nada nuevo, nada que hubiera podido sacar a Amy Winehouse de su prisión invisible. Durante el entierro, un representante aseguró que Winehouse extrajo su talento de su vida atormentada y descartó la posibilidad de que haya utilizado su talento para poder librarse del tormento; es decir, a pesar de él. Entre lágrimas, una periodista del espectáculo -¿cómo no?- echó culpas de la desgracia de Amy a cierto muchacho, por lo que descartó la evidencia de que si nuestra imagen del amor se forja en las canciones, estamos condenados a la desdicha, y a darle a la desdicha un rango definitorio. Y hasta un distante y joven periodista argentino despidió a Winehouse como “una más de todos nosotros”, “en el centro de la fiesta, rodeada de muchachos”, sin considerar lo mucho en que Winehouse se nos diferenciaba. Las devociones populares son así: se valen de unos pocos rasgos para consagrar un santito; unos pocos y ni uno más.
“Hagamos un mundo mejor para Alejandra”, dice un poema de Juan Gelman, escrito después del suicidio de la poeta Alejandra Pizarnik. ¿Cómo? La antigua tarea de la poesía es mostrar que todo mito tiene fecha creación (en el caso del mito que encarna Amy Winehouse, el romanticismo y su veneración por los seres marginales y trágicos), pero también, fecha de vencimiento: el momento en que, con la mercantilización masiva del arte, ese mito empezó a ser tolerado y usado para la perduración de una injusticia. Porque además, de este mundo moriremos un poco todos. Como los antiguos, necesitamos creer en mitos para conjurar el miedo, y recurrimos a las vidas “míticas” de los cantantes que admiramos. Pero, incapaces de recrearlos en tragedias que les den cada vez un sentido distinto y siempre más perturbador, nos alienamos en la repetición viciosa de un mismo modelo, de un único sentido. Por temor de que, si atendemos a lo que nuestro propio ser tiene de poético, nos toque una vida potencialmente trágica, nos retiramos a una vida a salvo de toda sorpresa, y en nuestra equívoca simpatía por los destinos de ciertos artistas suele yacer la nostalgia, y la reivindicación inútil, de lo que hubiéramos podido ser de habernos permitido extraviarnos.
Cuando mueren, lloramos lo que hemos matado en nosotros: la incapacidad de crear, de mirar poéticamente la tragedia humana.
LA NACION