Cómo proteger a los chicos de la realidad

Cómo proteger a los chicos de la realidad

Por Loreley Gaffoglio
Restos humanos pulverizados y esparcidos en un manchón gris como lúgubre testimonio de una catástrofe aérea. La conjura de un centenar de furibundos tornados que acechan de improviso por la noche y arrojan parvas de escombros, llantos y muertes. El relato pormenorizado sobre el comportamiento de una mente depravada que aterroriza en las calles de Belgrano. El alboroto por escándalos sexuales con personajes famosos y los actos privados transformados en “alimento” público.
Todas esas noticias al alcance de los chicos anidan en sus cabezas con una decodificación común: la incertidumbre, la incomprensión y el miedo, producto de un bombardeo informativo que lejos está de ser inocuo.
Los especialistas advierten que las imágenes de catástrofes naturales, tragedias, terrorismo y las de contenido sexual pueden ser factores sumamente perturbadores en la psiquis en formación de los niños. Por su edad, advierten, los límites entre fantasía, imagen virtual y realidad se tornan difusos. Los chicos tampoco logran diferenciar la proximidad de la lejanía y, con ello, la ferocidad de todo acontecer imprevisto asume el poder de una amenaza directa a su mundo interno: ese espacio simbólico en el que incluyen a sus afectos primarios.
Menos aún pueden los niños escindir el hecho unívoco del de la repetición informativa con su eco incesante. Y así, desde su mirada “sesgada”, ciertos desastres naturales y sucesos aterradores pasan a ser ubicuos, como sucedió hace una década con sendos aviones que impactaban una y otra vez en las Torres Gemelas.
En tiempos en que las noticias más impactantes burlan cualquier barrera, la alerta de los especialistas foráneos y vernáculos se torna una advertencia de fuerte tono imperativo: es necesario proteger a los niños de la sobreexposición informativa, especialmente a los más sensibles y vulnerables, según advirtieron a La Nacion
La imágenes de alto impacto pueden afectarlos emocionalmente, de manera traumática, ya que se trata de sucesos que no logran elaborar, explican. Temores, nuevos miedos y hasta pánico; ansiedad, estrés y fobias; pesadillas, desvelos, sueño interrumpido u otros trastornos en el descanso pueden ser las consecuencias frente a la exposición de imágenes violentas de una realidad para ellos amenazante.
El bombardeo mediático del terremoto y posterior tsunami japonés, con su consecuente catástrofe, empujó, por ejemplo, al mayor estudioso en sobreexposición informativa y estrés postraumático en la infancia, Magne Raundalen, director del Center for Crisis Psychology, de Bergen, Noruega, a difundir una suerte de protocolo para que los padres pudieran gestionar este tipo de crisis.
Su objetivo apuntó a minimizar posibles secuelas psicológicas en el mundo emocional infantil, siempre frágil.
“Hasta los 10 años -afirma Raundalen-, los padres deben poner un escudo protector ante la penetración informativa de imágenes inquietantes. Y, por debajo de los siete, las noticias sobre desastres, tragedias o guerras deberían estar completamente vedadas.”
Raundalen y los especialistas locales coinciden en un punto crucial: los intentos, muchas veces estériles, por cerrar ese “grifo” inagotable de fotos, videos y noticias de último momento, que obliga a los padres a encender televisores y chequear Internet en cualquier situación.
Frente a ello, aconsejan que los progenitores o adultos a cargo hablen, expliquen y ayuden a interpretar con lenguaje claro aquello que el niño ve. Algo así como contrarrestar el poder “dañino” de las imágenes, con el poder “salvador” de las palabras y del habla.
“El niño es un lector permanente de la realidad y no precisamente de aquello que los adultos queremos hacerles creer que sucede”, explica la psicoanalista Miriam Mazover, directora de Centro Dos, un centro integral de salud mental.
LA NECESIDAD DE HABLAR
“La forma en que las personas elaboramos las cargas pesadas de la vida es hablando, poniéndoles representación a esos estímulos fuertes, ya que, al nombrar algo, se le quita su fuerza traumática. Como el chico no elabora porque no cuenta aún con el bagaje necesario de palabras para nombrar lo que ve, es necesario que sean los adultos los que aporten o les donen esas palabras”, afirma.
Mediante juegos, relatos o cuentos, o ensayando una explicación de los sucesos sin mentir ni ahondar en detalles innecesarios se puede abordar la realidad de forma contenedora para el chico, aconseja.
“El niño necesita sentirse seguro, contenido y protegido por los padres. Esa es una condición indispensable para su salud emocional -advierte Mazover-. Si la palabra no está, el chico no elabora. Y todo lo que no se elabora, se repite y luego puede transformarse en un episodio conflictivo y hasta en un síntoma.”
Las consultas por este tipo de cuestiones hoy no hacen un número para sopesar, reconoce, por su parte, el doctor José Sahovaler, especialista en infancia y tecnología. “Pero si en esa temática -dice- incluimos las imágenes de violencia desmedida y altísimo erotismo en un seno familiar donde todo se da por entendido y digerido, es más que probable que el niño se sienta internamente desamparado.”
En el caso de los prepúberes, de entre 10 y 12 años, otro punto para tener en cuenta, según Sahovaler, apunta a cómo los propios padres asimilan el acontecer exterior: “Si en la casa, cuando se ve el noticiero, impera un clima de pavor, el chico se va a hacer eco de ese clima familiar. Hay en su psiquis una asimilación interpretada entre lo que ve, lo que percibe de los demás y lo que siente”.
Eva Rotenberg, directora de Escuela para Padres, sostiene que el poder traumático de ciertas imágenes en el niño se debe a que su impacto trasciende lo que el niño puede entender.
“Son imágenes que a hasta a los adultos nos cuesta digerir. Pero en el niño potencian, además, las angustias de su vida real. Por eso -afirma-, es bueno también preguntarles qué entendieron con lo que vieron, deslizar que aquello tan traumático sucede lejos y que son pocas las posibilidades de que lo afecten a él y a sus seres queridos.”
LA NACION