25 Sep Biografía de mí mismo
Por Paula Ancery
a biografía es un género especialmente peligroso porque es el único en que Madame Bovary c’est moi está prohibido y, sin embargo, ¿cómo evitar, cada vez que uno escribe, escribirse un poco? Simplemente, muchos no pueden evitarlo.
Es sabido que Dostoievsky, además de padecer una serie de penurias económicas muy crudas, sufría una adicción que ficcionalizó en su novela El jugador : era ludópata. Uno de sus biógrafos, cuyo nombre omitiré por caridad, cuenta cómo una y otra vez las incursiones desafortunadas del gran artista en el casino lo obligaban a empeñar los aritos de su mujer. Sabía que lo que estaba haciendo era autodestructivo, sentía por ello una vergüenza y una culpa infinitas, pero como era adicto no podía evitarlo.
Un día, después de una de esas visitas al casino que lo habían dejado completamente en bancarrota, Dostoievsky -que era un hombre muy religioso y, lo que es más, muy místico-, salió desesperado a buscar consuelo en una iglesia. Hasta que no estuvo adentro, no se dio cuenta de que había ido a un templo de otra confesión: una sinagoga. Y aquí me interesa la conclusión que saca su biógrafo español: “¡Hasta Cristo le abandonaba!”, se conduele. “Quería refugiarse en los brazos de Jesús, y se encontraba rodeado de quienes le habían matado.” Que no le fueran a este biógrafo con cuestiones de matices acerca de que el propio Jesús era a su vez judío. Sospecho que ya era bastante que no apostrofara al propio Dostoievsky por no ser católico, apostólico y romano. “Quería leer la historia de la vida de un genio -pensé-, y lo que estoy leyendo es el antisemitismo de este gallego que la escribió.”
Si es por hablar de Cristo, también leí una “biografía” de él. Estaba escrita como un estudio acerca de qué bases históricas había para considerar que había existido un personaje tan real como Napoleón o Julio César, que se llamaba Jesús, que era hijo de un carpintero, que se tenía a sí mismo por el Mesías y que había muerto crucificado, ya fuera que aceptáramos o no el dogma cristiano. El autor tomaba como fuente documental el Nuevo Testamento, por supuesto; pero también, todo lo que ha podido reconstruirse acerca de cómo era aproximadamente la vida en aquellas comarcas, en aquellos años. Y de nuevo hubo una parte en que me pareció que el autor hablaba más de sí mismo que del objeto de su investigación.
Decía que una prueba muy contundente de que el personaje histórico Jesús había existido era que había muerto prácticamente solo, después de haber convocado a doce discípulos y, lo que es más, multitudes, en ocasiones, como el sermón de la montaña; que si creyéramos que el Antiguo Testamento se escribió exclusivamente a los fines propagandísticos, no habría nada menos marketinero que esa muerte casi en soledad.
Tendría que haber habido una multitud acompañando su vía crucis o, mejor, tratando de impedir su muerte. Vamos, tendría que haber habido una revuelta. Era esto lo que hubiera dejado a Jesús bien parado desde el punto de vista de la eficacia de su prédica. Pero no. Ante el primer peligro de ser capturados y martirizados a su vez, huyeron casi todos, lo que creaba serios problemas no sólo para el propio Jesús, sino también para el uso propagandístico de su historia. Esto, para el biógrafo, era una evidencia muy fiable de que la historia no era apócrifa. El no formulaba juicios acerca de la Inmaculada Concepción ni de la resurrección, pero decía: un hombre así no podía sino terminar de esta manera.
Volví a decirle para mis adentros: “Estás hablando más de vos mismo y de tu concepción de la humanidad que del objeto de tus indagaciones”. Para él, un verosímil de la condición humana es que la gente abandona en circunstancias desgarradoras incluso a seres que ama o que venera. Es probable que el autor tenga razón. Pero lo que es indudable es que estaba hablando más sobre sí mismo, y de las esperanzas que había dejado de cifrar en el género humano, que de la figura histórica de Cristo. Eso no lo dice alguien que no haya sido repetidamente desengañado. Tampoco cualquiera se pone a pensar que, en caso de que los textos de los Evangelios fueran pura invención, lo serían a efectos propagandísticos.
“Cuando yo hablo, siempre digo lo que quiero decir”, empezaba Lacan, provocativamente, uno de sus seminarios. Oscar Masotta, que fue uno de quienes lo introdujeron en la Argentina, sabía muy bien que a menudo las palabras nos dicen mucho más de lo que nosotros decimos con ellas; que es rarísimo, si no imposible, decir exactamente lo que uno quiere decir. Su Sexo y traición en Roberto Arlt no es una biografía, sino un ensayo que en cierta forma le contesta a otra biografía disfrazada de ensayo: Roberto Arlt, el torturado , de Raúl Larra.
Pero para el evento de presentación de Sexo y traición , Masotta escribió un texto increíble que en las ediciones de hoy podemos leer como addenda . Relata la crisis en que él mismo -Masotta- cayó a raíz de la muerte de su padre. Casualmente, es difícil hablar sobre Arlt sin hacer mención de la figura de su padre y al modo como éste lo atacaba y lo humillaba, a su vez ficcionalizado en El juguete rabioso .
Masotta, según relata en el momento de presentar Sexo y traición , teme padecer esquizofrenia; ya curado, definirá su enfermedad como “una mezcla de histeria y de neurosis de angustia”. Y descubrirá: “La enfermedad había puesto al descubierto la ligazón con mi padre, y la ligazón de esa ligazón con el dinero? El dinero existe y vale. Y esa prostituta, como le dice Marx, fue el «lugar» donde me hice adulto porque supe lo que era la vergüenza.” Es Masotta quien habla, no Silvio Astier.
En el mismo texto en el que anota que durante 14 años fue un lector cautivado de autobiografías, Masotta refiere la única salvaguarda que tenía durante su enfermedad, en su miedo de haberse convertido en un loco, un “farsante”: “Ahí estaba ese trabajo sobre Arlt, y el trabajo no era una farsa”. Este añadido al final de Sexo y traición se llama “Roberto Arlt, yo mismo”.
LA NACION