El canto del cisne de la literatura

El canto del cisne de la literatura

El exitoso film de Woody Allen

Por Leopoldo Brizuela
Mundo raro. Miles y miles de argentinos han visto ya Medianoche en París , se han extasiado ante las imágenes de esa ciudad casi demasiado bella, se han enternecido ante las torpezas de su protagonista, tan inepto para la vida real, y se han sacado ceremoniosamente el sombrero ante cada uno de los grandes escritores que pueblan las aventuras de su vida imaginaria. “Pero, ¿cuántos de los que aplauden la película se bancarían un yerno, un hijo así?”, me pregunta un amigo novelista, a la salida del cine. “Más aún, ¿cuántos se animarían, ellos mismos, a ser novelistas?” Mi amigo, también novelista, es un amargo. Pero es verdad que si las grandes tragedias nos sacuden haciéndonos experimentar sentimientos extremos, lo propio de las buenas comedias es que, bajo esa superficie dulzona con la que la mayoría prefiere quedarse, contrabandean algo más; en este caso, una desesperada y brillante reflexión sobre el destino de la poesía.
Ya hace tiempo que la película está en cartel, pero quizá valga la pena recordarla para explicar a qué me refiero. Gil Pender, un joven guionista de Hollywood, viaja a París en compañía de su novia y sus futuros suegros, muy americanos y muy millonarios. Gil, como tantos jóvenes que sueñan con ser grandes novelistas, ya ha estado en París, y volver es comprobar lo que no ha hecho de su vida. Las tensiones en la pareja, larvadas hasta entonces, estallan, digamos, por diferencia de itinerarios. La novia y la futura suegra hacen todo lo posible para que París no los sorprenda: tours por sitios históricos, tours por museos y tours de compras, y Gil los impacienta improvisando recorridos de homenaje a su propia juventud y a los escritores americanos expatriados tras la Primera Guerra Mundial, los que huyeron del american way of life para inventarse a sí mismos.
La novia y los suegros quieren comer en restaurantes carísimos o retozar en spas, pero Gil, cada vez más frecuentemente, los planta para volverse al hotel a retocar el manuscrito de una primera novela trunca. Sólo el absurdo de las situaciones, la agudeza disparatada de las réplicas, vuelven soportable la violencia que empieza a enfrentar a la futura familia con el antihéroe. Y es probable que Medianoche en París se hubiera convertido en una comedia mucho más negra y más convencional si Woody Allen -de quien podrá discutirse si es un gran artista, pero no que de su oficio sabe tanto como Dios- no hubiera introducido un deslumbrante pase mágico.
“Permítete perderte y encontrarás”, parece ser el conjuro de los maestros de aquella “generación perdida”. Muy bien: una noche en que Gil, al salir de un restorán de lujo, borracho como está, decide despedir a su novia y volver solo al hotel confiando más en sus intuiciones que en la Guía Michelin; justo cuando unas campanas tocan las doce y él, dándose por vencido y extraviado, se sienta en los peldaños de un callejón o encrucijada, de pronto ve aparecer, como un premio otorgado por la ciudad, un viejo y lujoso automóvil que, durante tres noches, vendrá a buscarlo para llevarlo a otra dimensión. ¿Cómo definirla? ¿Es el París de antaño, simplemente? Los escenarios festivos de las siguientes secuencias – ruidosos cafés donde Gil departe con Dalí y los surrealistas; fiestas donde bebe champán con Zelda y Scott Fitzgerald, y hasta el mismísimo Moulin Rouge con Toulouse Lautrec included – no deberían confundirnos: esa otra dimensión que Gil conquista no es otra cosa que la literatura verdadera. Y más que divertirse, Gil quiere aprender. Por eso enseguida pone su vida a consideración del despiadado Hemingway, y la segunda noche, cuando ya se pierde voluntariamente para poder encontrarlo, trae bajo el brazo el manuscrito de su novela, que someterá a la crítica de Gertrude Stein.
Para algunos, este segundo plano de Medianoche en París es lo más flojo de la película. “¡Alta cultura para la gilada!”, resume mi amigo el novelista a la salida del cine. “¡Y los espectadores, cómo pican?! Se creen muy cultos porque reconocen a Hemingway o a Djuna Barnes, pero ni ebrios ni dormidos se dispondrían a leer sus libros, a escuchar la desesperación del canto del expatriado. Y es que, mi viejo – concluye-, como siempre, la gente no quiere hacer el bien, quiere sentirse buena; no quiere hacer el arte, quiere sentirse artista.”
Yo le digo que, por lo menos en un punto, no tiene razón. Para mí, esa imagen de París que pinta la película es la que Gil lleva en los talones, persiguiéndolo como una moveable feast , una inagotable reserva de vida. Una versión de París esquemática, idealizada y dulzona, sí, pero ni más ni menos estrecha que la mitología personal de cualquier artista. Pero hay algo más importante: con ese “cuento de hadas”, Woody Allen (el Allen escritor, me atrevería a decir, más que el Allen realizador de cine) logra cifrar una angustia que quizá ninguna generación como la suya puede sentir tan claramente: que la literatura, tal como la entendió la humanidad durante siglos, parece en vías de extinción.
Porque en eso sí mi amigo tiene razón: “«¡Pobre Gil!», dicen los espectadores. «¡Pobres novelistas!», deberían decir. La gente espera de uno cualquier cosa: que estudie, que trabaje, que se case, cualquier cosa salvo que se dedique a inventar novelas”. Esto es así: el deseo de escribir aun hoy se considera extravagancia o desatino, y construirle un “cuarto propio” es una hazaña durísima y a ciegas. “Si la pasión por la literatura no se te pasa con la adolescencia -detalla mi amigo-, padres, amigos y profesores tratan de convencerte de que, por lo menos, la tuerzas convirtiéndote en profesor o crítico.”
-Y cuando empezás a publicar -agrego yo-, son esos mismos críticos y profesores los que toman la posta de disuadirte.
-Qué le vamos a hacer -dice mi amigo-. Ganar guita envalentona.
Por supuesto: que aún surjan novelistas no quiere decir que la literatura, ese vicio gratuito, haya ganado la partida contra la lógica mercantil; ni siquiera que logre vencer al fin cada batalla. Al contrario: desde hace por lo menos dos décadas, los escritores importan ya tan poco que todo lo que son y hacen se ha vuelto, en gran medida, invisible. Por eso nadie parece enterarse, ni cuando lo muestra Woody Allen, que si hay todavía personas que escriben novelas es porque, secretamente, a medianoche, emprenden el viaje que se han ganado al París de Hemingway, o a la Rhodesia con Doris Lessing, o la altamar apátrida de Joseph Conrad, o incluso el país de los muertos de Juan Rulfo. Nadie se entera de que son esos grandes maestros los que les recuerdan que peor les iría si, habiendo querido empezar a escribir sobre su incomodidad en el mundo, ahora los abatiera su incomprensión. Y que no hay literatura verdadera que no surja de una vida distinta.
Ahora bien. Medianoche en París hace alusión a una batalla nueva, que esta vez amenaza más radicalmente a la humanidad. Esa buhardilla parisina en que, al final de la película, Gil elige vivir, ¿qué es si no la vieja representación de la intimidad donde el hombre, alejándose del público gracias a la conquista de la escritura, pudo cantar para sí mismo, y contestarse? ¿Y que parece más precario en estos tiempos de Internet que la propia intimidad?
¿Para qué escribir un libro que a lo sumo venderá dos mil ejemplares cuando en una red social se pude escribir, en un solo día, para cinco mil amigos?, nos acosan ahora. ¿Para qué escribir un relato de tantas páginas si el mundo se ha acostumbrado a leer sólo brevísimos textos online ?
A los que tienen la edad de Woody Allen, e incluso a los que tenemos veinte, treinta, cuarenta años menos, estas presiones no harán mucho más que deprimirnos un rato. Seguiremos escribiendo, porque sabemos que ni el diálogo con cinco mil amigos virtuales puede reemplazar ese “diálogo del yo con el yo” del que habla Hanna Arendt, del que surge lo sorpresivo, es decir, lo más típicamente humano, y seguiremos escribiendo porque, por lo demás, queremos que la literatura sea una opción diferente. Pero, ¿qué escritor puede formarse en esta alienación? ¿Qué poesía podría surgir de un tiempo que cambió la búsqueda de la soledad creativa por la obsesión de “estar conectado”?
Mi amigo dice que todo esto no es más que un lamento de viejo, incapaz de imaginar las nuevas formas que tomará, desde ahora, la poesía. Ojalá. En ese caso, volveré a escribir para agradecerle a Woody Allen el haber hecho de nuestra plañidera protesta cotidiana el más encantador y divertido de los “cantos de cisne”.
LA NACION