25 Jul El sombrío porvenir del sexo
En España las familias numerosas disfrutan de indudables beneficios. El ordenamiento jurídico no prevé para ellas, es cierto, deducciones en el impuesto sobre la renta o en la adquisición de una vivienda, pero sí articula algunas ayudas que favorecen su acceso no a bienes tan ramplonamente económicos como los mencionados, sino a otros de naturaleza intangible, delicadamente inmaterial. Quizá la más importante de estas ventajas sea el descuento a que tienen derecho en la entrada al zoo: puede variar de una comunidad autónoma a otra, pero en algunas puede llegar a alcanzar hasta un interesante 30%, siempre que, en taquilla, el cabeza de familia no olvide exhibir el carnet que acredite la condición que justifica esta generosa rebaja.
Imagino esas parejas jóvenes que dudan si añadir un hijo más a los que ya tienen, conscientes de las cargas que lleva aparejadas de por vida, y que, a la vista de los incentivos públicos -la evocación de una resplandeciente mañana familiar en el zoo-, se deciden al final a “intentarlo” con la mejor voluntad. Recuerdo muy bien una de esas jornadas con mi familia: corrían mis hijos con gran excitación de una jaula a otra, y yo, con expresión distraída, me detuve ante una en la que dormitaba una pareja de osos panda. Me vinieron a las mientes los documentales, regularmente emitidos en televisión, que airean el extraño comportamiento sexual de estos osos en cautividad y destacan la desolación del equipo técnico del zoo al comprobar cada día que esa pareja, traída con gran sacrificio de Asia, parece incapaz de copular y reproducirse, aunque aparentemente no tienen otra cosa mejor que hacer. Prefieren dormir o ramonear antes que practicar sexo. La cautividad inhibe insuperablemente en ellos la atracción sexual, incluso en período de celo. Me pregunté entonces, ante la pareja durmiente, si el problema del sexo en cautividad es exclusivo de los osos panda o si, en el género humano, podrían encontrarse situaciones que recuerden el escenario del zoo.
El matrimonio cumple importantes funciones evolutivas. Con su habitual derroche, la naturaleza puso un inmenso placer en la unión sexual para asegurar la conservación de la especie. Ya se sabe que la naturaleza más que madre es madrastra, pues no se preocupa por el bienestar individual del hombre, sino que sólo estimula lo que conviene a la especie -la reproducción en los días del apogeo biológico de la pareja- y abandona al citado individuo a la vejez y la muerte una vez cumplida la misión evolutiva. Como el acto sexual está tan gratificado por la naturaleza, todo el mundo lo busca; pero como muchas veces se verifica su finalidad biológica y nace descendencia, la sociedad inventó el matrimonio como institución práctica para el cuidado de la prole, en el tiempo en que ésta no puede valerse por sí misma. Esta era la idea, pero determinados acontecimientos han introducido algunas alteraciones en el esquema inicial.
Algunos antropólogos sostienen que el matrimonio es una institución creada cuando la esperanza de vida del hombre era de treinta años. Matrimoniaban pronto, con quince o veinte años, pero uno de los dos dejaba este mundo poco después, quizás él moría en la guerra o ella, durante el parto, y el supérstite disponía de algún tiempo, no mucho, para echar de menos al finado y venerar su memoria antes de seguirle con celeridad en el descanso eterno. Ahora la gente se casa -cuando se casa- más tarde, pero la esperanza de vida llega hasta los 80 o aún más, lo que supone cincuenta largos años juntos, y entonces… en fin, a algunos les sobreviene el síndrome del oso panda y el matrimonio se resiente.
Otro golpe que ha recibido últimamente esta histórica institución procede de la alianza urdida entre romanticismo y tecnología. El romanticismo nos ha convencido del carácter constitutivo de la felicidad: nada nos es exigible si contradice el imperativo de ser felices. Y por otra parte, tener hijos es para muchos un ingrediente importante de la autorrealización personal. Los métodos anticonceptivos extendidos en los años 50 y 60 del siglo pasado contribuyeron a liberar el sexo de la reproducción. Ahora, contratando vientres de alquiler y otras técnicas similares, la ciencia nos ofrece las oportunidades de una reproducción liberada de las promiscuidades del sexo. Pero, ay, esto podría tener desastrosas consecuencias evolutivas. ¿Han pensado nuestras eminencias científicas en ello?
Porque la naturaleza puso el placer como aliciente de la reproducción sexual, pero, en la medida en que el hombre escinde técnicamente la reproducción del sexo, cabe suponer que la madrastra responderá a esta provocación retirando su espléndida gratificación al acto sexual, por lo que hemos de temer que la especie humana sufrirá más temprano que tarde penosa mutación y los órganos involucrados en la reproducción, sobrevenidamente inútiles a esos efectos biológicos, perderán tamaño, virtuosismo y operatividad. ¿Es esto lo que queremos legar a las generaciones venideras? ¿Una humanidad capona y minimizada? Se produce el contrasentido de que conocidos sex symbols , como Ricky Martin o Miguel Bosé, que han conseguido fama y dinero por su capacidad de generar deseo entre sus fans, están contribuyendo a extinguir en la especie el sexo placentero al recurrir a técnicas que lo hacen inane para la evolución.
Bien está, por supuesto, preocuparse por el calentamiento global, los destrozos de los bosques en Amazonia o la rica variedad de flora y fauna en el fondo marino: sobradas razones hay para ello. Pero el porvenir del placer sexual es sombrío y alguien debía alzar su voz. Porque una cosa es que el oso panda en cautividad se muestre esquivo para la cópula, sobre todo si aumenta la esperanza de vida también para la pareja osuna, y otra que, incluso fuera de la jaula, se sienta definitivamente inapetente. Lo primero es un fracaso del matrimonio -lo que siempre es de lamentar-, pero lo segundo un cataclismo de la especie.
LA NACION