Generalidad y singularidad en la masa

Generalidad y singularidad en la masa

Por Juan Bautista Ritvo
Uno de los defectos básicos de la filosofía política actual, la que se opone al capitalismo neoliberal y al consiguiente sometimiento de la política a las leyes del mercado, consiste en que cuando esboza alguna idea de comunidad posible, nada de lo que afirma tiene correlato en la experiencia.
Hanna Arendt, cuya reflexión inició este movimiento, y quien poseía un talento que ninguno de sus sucesores posee, hacia de la revolución norteamericana de 1776, un ejemplo de dialogo político instaurado en un espacio de libertad, público e inviolable.
¿Es necesario decir que la llamada “Guerra de Secesión” estadounidense, la sangrienta conflagración que instauró la unidad definitiva del Estado y que culminó con el arrasamiento del sur, fue la segunda y definitiva etapa de la revolución norteamericana? Arendt juzgaba jurídica y moralmente la revolución de 1776. Así, el contraste entre ambos momentos era sin duda notable.
Hace años que asistimos a una feroz estetización de la política que consiste en forjar una suerte de deber ser que nada debe a lo que efectivamente es. Ahora bien, un deber ser que desconoce al ser, también desconoce las contradicciones, las negatividades, las tensiones que exigen resolución y que habitan a cualquier instancia socialmente determinada.
Si el ser no es ni uno ni completo y aquí hablar de “ser” es apenas una convención para designar la realidad que se opone al mero deber ser-, es en sus fracturas, en sus bruscos desplazamientos, en sus rupturas, que hay que bucear la posibilidad de un deber ser que no sea mero ensueño impotente: asi como el sueño posee su dignidad, el ensueño es pura complacencia. No se puede hablar de disenso sino sobre el fondo del consenso generado por las identificaciones masivas; no se puede hablar del diálogo que se enfrenta polarmente a la violencia sin reconocer que no hay diálogo que no sea agonal -es decir, lucha-, y lo agonal viene envuelto en la violencia de la cual se diferencia como el nadador del agua que es su auxiliar y su enemigo, su amante y su tumba.
Entonces ¿solo hay política de masas, en el sentido freudiano de la expresión, que conlleva necesariamente la segregación?
La pregunta tiene algo de tramposo, porque deja suponer que la noción de masa es simple y estática. En realidad, una masa se constituye en un juego agonal y por lo tanto retórico entre el liderazgo y la masa: el líder lo es si se anticipa y da forma a los anhelos masivos, y en esa medida es amado, pero múltiples circunstancias anudadas en la coyuntura, hacen que los liderazgos se quiebren y que el que fuera líder se tome objeto aborrecido, o a la inversa. (Con la historia reciente, cualquiera puede ejemplificar a gusto estas nociones).
Del otro lado, los grupos masivos se enfrentan a otros grupos masivos en un conflicto muy complejo de fuerzas y las transfusiones, mezclas, travestimentos, arman mallas muy densas.
Y además en el interior de cada masa política, las disputas internas y las rupturas de los consensos son notorias hasta el hartazgo. Las políticas de masas despiertan pasiones que las instituciones deben conjurar si quieren subsistir, como hace años decía con tanta lucidez como plasticidad un Roger Caillois ignorado por los nuevos bárbaros.
Pasión: no podemos desconocer lo que Freud y Lacan llamaban “afectos” -en exacta inversión de los hábitos léxicos de la psicología que llama emoción a lo que ellos llaman afecto, con un nombre que es más conforme a la etimología-, y antes que nada, el afecto por antonomasia, la angustia, y desde luego el reverso entrañable del amor -el odio-, ambos a una, amor y odio, inseparables de la puesta en escena de la masa.
Mas tampoco podemos desconocer una tensión muy particular que evoco en el título de esta nota. Si hablo de generalidad es porque la masa se articula en torno a la función que Freud denomina “Ideal del Yo”, la que por constituirse de forma narcisista, es bien monótona y tiende a organizar a los agentes como elementos intercambiables entre sí. Pero la generalidad que disciplina la singularidad de cada cual, es un corsé que muchas veces explota y deja a los sujetos sumidos en una incómoda coexistencia con ese Otro que se caracteriza, como el dios judío, como el dios cristiano, por ser mudo: su palabra, a diferencia de la palabra del líder vivo, es la palabra que le fuera atribuida por la actividad hermenéutica del sujeto.
La singularidad, en todos los casos, es ordinal: un sujeto es primero con respecto a otro que es segundo y así por el estilo. La generalidad masiva, siempre sometida a unos pocos que ofician de singulares en los momentos críticos, es pura cantidad indeterminada.
No obstante, quien públicamente oficia de mera generalidad, conserva en otros órdenes su singularidad. Semejante tensión, al menos que yo sepa, nunca ha sido explorada, salvo quizá por el último Sartre, el de la Crítica de la razón dialéctica, aunque bajo presupuestos diversos.
Desde luego, la línea fronteriza entre generalidad y singularidad es menos nítida, más complicada, de lo que dejan entrever estas pocas líneas, que se limitan a esbozar una oposición que reclama mayores desarrollos. Las pasiones atraviesan oblicuamente generalidades y singularidades y engendran torbellinos que a veces terminan en la disipación de las relaciones y otras en sus recomposiciones, pero no hay duda que lo que sabemos de las instituciones y de las estructuras, de las omnipresentes contradicciones de clases, manifiestas hasta en los usos lingüísticos y en los gestos y actitudes corporales, se enriquece de un modo notable e imprescindible con la consideración de esas pasiones a la vez totalmente evidentes -y así se disimulan, a la vista-, y difíciles de aprehender coneeptualmente.
Una lógica de las pasiones, en el sentido que intento acotar, es capaz de dar cuenta de esa línea de fractura en la cual las identificaciones se descristalizan, los consensos se vuelcan en disensos y algo nuevo, radicalmente nuevo, emerge en la vida política.
Novedad que no habría que endiosar como la endiosan los cultores de una política sin Estado, que es una política sin política, como el famoso cuchillo sin mango y sin hoja, puesto que muchas veces es el preludio al horror. Tampoco desdeñar; la descomposición de las masas suele ser un momento fecundo en el cual asoma, en caliente y por breves momentos, la utopía de la reconciliación.
Ciertamente, más larde o más temprano, esos momentos son absorbidos por nuevas relaciones masivas; pero queda su huella. Huella del sueño humano, no del ensueño narcisista.
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