25 Jun En defensa de la modorra
Alejandro Schang Viton
Con el frío aparecen también los primeros síntomas del resfrío, achaques varios y, por supuesto, la pereza engendrada por el calor tímido que emana del calefactor o los tibios rayos de sol que se cuelan a través del vidrio, tras un almuerzo rico que invita a cumplir con la dichosa siesta. Y así no cuesta nada sucumbir a la familiar y poderosa modorra.
Conocida como la negligencia, tedio o descuido en realizar acciones, movimientos o trabajos, y perseguida por la religión cristiana como pecado capital y madre de todos los vicios, la pereza también fue confundida con fatiga crónica, autismo, síndrome de Asperger y algunas demencias. Pero cuenta con muchos defensores y practicantes de todos los tiempos y de todos los pueblos.
En el tomo XVI del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, editado en 1912, los autores sugieren que la derivación del concepto modorra está vinculada con la forma flamenca mold , que significa desfallecido, y también mencionan la raíz sánscrita mad , estar ebrio o sueño muy pesado. También en celta, mod es usado para determinar el aturdimiento que suele atacar al ganado lanar, “con el cual anda como cayéndose”.
Federico Sáinz de Robles, en su diccionario de sinónimos y antónimos, menciona con similar significado ocio, holgazanería, desidia, flojera y calma chicha, que es el estado del mar en que el aire está en completa quietud. José Gobello, en el Diccionario Lunfardo, considera el término fiaca como “falta o decaimiento considerable de fuerza”. También como “descuido en las cosas a que estamos obligados”. Y asegura que deriva del italiano fiacca , poltronería.
Por su lado, Roberto Arlt definió la pereza como “el deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo”.
En contra del trabajo
Siglos atrás, Herodoto, el padre de la historia, refería: “No podría afirmar si a los griegos les viene de los egipcios su desprecio por el trabajo, porque encuentro el mismo desprecio entre los tracios, los escitas, los persas, los lidios y en la mayor parte de los bárbaros”.
Y Platón en La República sostiene que “la naturaleza no hace zapatero ni herrero; semejantes ocupaciones degradan a la gente que las ejerce, viles mercenarios, miserables sin nombre”. El orador, político y filósofo latino Cicerón se preguntaba: “¿Y qué es lo que el comercio puede producir de honesto? Todo lo que se llame negocio es indigno de un hombre honrado”.
Para redondear la idea, se cree que cierta vez Sócrates sostuvo: “No es perezoso únicamente el que nada hace, sino también el que podría hacer algo mejor que lo que hace”.
En definitiva, aunque discutían seguido sobre el origen de las ideas, los filósofos antiguos estaban casi todos de acuerdo si se trataba de aborrecer el trabajo. Es comprensible si se tiene en cuenta que en esa época había casi cinco esclavos por cada ciudadano griego.
Más acá en el tiempo, en Apología de los ociosos y otras ociosidades , Robert Louis Stevenson reflexiona sobre la sabiduría del ocioso y destaca sus aspectos más positivos: “Mostrará siempre una gran comprensión hacia toda clase de gente y de opiniones. Y del mismo modo que no hay para él verdades sobresalientes, tampoco llegará a identificarse con flagrantes falsedades”. Más adelante, el autor de La isla del tesoro concluye que si una persona no puede ser feliz si no es permaneciendo ociosa, ociosa deberá quedar.
Un derecho, un don
Uno de los yernos de Carlos Marx, Paul Lafargue, médico de la Sorbona, nacido en Cuba en 1842, jefe del socialismo francés y primer diputado socialista en el Parlamento galo, publicó El derecho a la pereza en 1880, escrito en un estilo más cercano a Rabelais y George Bernard Shaw que al del padre de su señora. En sus páginas, Lafargue comenta que si por casualidad se descubre que alguien ha decidido echarse panza arriba y mirarse el ombligo por el resto de sus días, la hostilidad crece alrededor de él. “Que descanse un poco, está bien; que no quiera cansarse, eso ya es inmoral”, observa.
El premio Nobel de Literatura Bertrand Russell, en su Diccionario del h ombre contemporáneo, advierte que los hombres no sabrían con qué llenar su vida con sólo cuatro horas de trabajo en un día de 24. Y Jerome K. Jerome, en Divagaciones de un haragán confiesa: “La ociosidad fue siempre mi fuerte. No hay en ello el menor mérito por mi parte: es un don que Dios me ha dado. El universo de perezosos es infinito. Pero un haragán auténtico es algo muy raro. Lo más característico en él es el estar siempre terriblemente atareado. Ninguna gracia hay en el estar sin hacer nada cuando nada hay que hacer”.
Sobre los que se dejan llevar escribió Ernie J. Zelinski en su libro El éxito de los perezosos : entre las celebridades fiacosas menciona a Aristóteles, Abraham Lincoln, Albert Camus, Joan Miró, Thomas Edison, Jiddu Krishnamurti y Virginia Woolf. Y reserva un lugar especial para Albert Einstein, al que se le atribuye esta máxima: “El éxito en la vida se compone de un 33 por ciento de ocio, otro 33 por ciento de mantener la boca callada y el restante porcentaje de trabajo”.
LA NACION