02 Jun El truco de la retórica
Por Simon Kuper
Recientemente hice un viaje de negocios con ires miembros de las clases gobernantes/británicas. El período de charlas y bromas, tarde de noche, mientras bebíamos unos tragos fue, como era de esperar, excelente. A veces, sin embargo, teníamos que trabajar.
Cuando eso ocurría, mis compañeros aparecían sin prepararse y sin haber tomado notas,.. y les iba bien. No es raro, porque toda la educación que habían recibido eran lecciones sobre cómo arreglárselas sobre la marcha. Sabían que todo lo que hace falta para tener éxito es hablar bien, y eso es lo que hacen las clases gobernantes británicas: hablan bien.
Me refiero a la casta de británicos que asistieron a escuelas privadas y/o a Oxford o Cambridge antes de integrarse al sistema: políticos importantes, funcionarios del estado, abogados, pontificadores y la clase de banqueros mejor vestidos. Es la clase a la que pertenecen Tony Blair, David Cameron, Christopher flitchens, Anne Robinson y Simón Cowell: la gente que habla mejor inglés que el resto del mundo.
Hasta el examen de ingreso al sistema estatal británico examina mayormente la capacidad de hablar sin conocimiento. Las buenas notas no bastan. Uno también necesita desempeñarse en un ritual peculiarmente británico: la entrevista de Oxbridge (en alusión a las universidades mencionadas). Funciona así: uno tiene 17 años. Lleva puesto un traje nuevo. Viaja a una universidad de Oxbridge para la entrevista. Encuentra las habitaciones de los tutores. Tal vez le sirven jerez, algo que uno nunca ha visto antes. Después, uno habla.
Los tutores, tumbados en los sofás, sueltan preguntas despreocupadas sobre cualquier cosa que se les ocurra. Conozco a un postulante al que le preguntaron: “¿No cree que la plaza San Marcos de Venecia parece una filial de Barclays?” Si uno habla bien, le entregan el boleto de entrada al sistema.
Uno llega a Oxbridge sabiendo poco. Después de todo, uno probablemente rindió exámenes en sólo tres materias. En la universidad, sólo se estudia una cosa. Con frecuencia es literatura inglesa o historia o griego y latín… la clase de materias que hace que los padres de otras nacionalidades pregunten con ansiedad: “¿Pero de qué servirá eso más tarde?” Y tampoco se estimula a los adictos al trabajo.
Un familiar mío empezó su primera “supervisión” en Cambridge confesando que no había leído ni uno solo de los libros que figuraban en la lista de lecturas. “Buen Dios -dijo su supervisor-, yo tampoco. Los puse en la lista con la esperanza de que le echaras un vistazo a un par de ellos y me dijeras de qué se tratan.”
Los métodos de enseñanza de Oxridge recompensan al que habla bien. A los 18 años, posiblemente con resaca, uno lee su ensayo, penoso pero elegante. El tutor señala lagunas de conocimiento. Durante una hora, uno habla sorteando esas lagunas.
Tradicíonalmente, los británicos de élite abandonan su educación a los 21 años. Hasta hace poco, rara vez se molestaban en seguir estudios de posgrado. En consecuencia, saben muy poco, pero hablan muy bien, aunque sólo en inglés. C. E Snow, en su conferencia de 1959 “Two Cultures”, se maravilló de su ignorancia de las ciencias básicas. Winston Churchill, por ejemplo, había aprobado su errónea “directiva de bombardeo por áreas” en Alemania (dirigida a ciudades, población civil y centros industriales, cuyo propósito era “socavar la moral del enemigo”) basándose en un defectuoso estudio estadístico de su principal asesor científico, lord Cherwell. Por supuesto, Churchill era incapaz de verificar las cifras. Su punto fuerte era la retórica. No es casual que el premio Nobel que recibió fuera de literatura. Y no es casual que el rey que enfrentó la época de la guerra, Jorge VI, es conocido principalmente por su lucha -descripta en el film El discurso del rey- por hablar bien.
Los números siguen siendo un desafío para la clase gobernante británica. Esa clase considera la City una máquina mágica de producir dinero, cuyas demandas son concedidas porque el lord sabe que así funciona.
Hasta el ministro de Finanzas, George Osborne, no tiene ninguna educación en economía más allá de lo que pueda haber captado estudiando historia en Oxford.
En el debate público británico no se encuentra mucha gente capaz de realizar operaciones numéricas con eficiencia como ocurre en los casos de Warren Buffett, Bill Gates, Mark Zuckerberg o los ingenieros del gobierno chino. Los excelentes ingenieros y matemáticos británicos están encerrados en sus oficinas y salas de máquinas mientras los especialistas en retórica conducen el tren.
Los gobernantes británicos aún siguen debatiéndose por evaluar- las argumentaciones científicas sobre la energía nuclear o el cambio climático, escribe la historiadora Lisa Jardine. Cuando Tony Blair insinuó que “las armas de destrucción masiva” de Irak podían alcanzar a Londres en 45 minutos, el sistema político en general le creyó. Los estadounidenses educados suelen alabar a Blair por defender la posición bélica mucho mejor de lo que podía hacerlo el presidente Bush. Sí, Blair hablaba bien. Eso es lo que hacía. Cuando había lagunas en sus conocimientos, se arreglaba perfectamente para hablar sorteándolas con su retórica.
Blair tenía tan sólo una desventaja verbal, que compartía con Margaret Thatcher: carecía de sentido del humor. Pero en general, las clases gobernantes inglesas están formadas por oradores divertidos.
Para citar a Noel Coward, el dramaturgo favorito de esa clase social: “Desde que empezó mi vida/el único don que he tenido/ es el talento para entretener”.
Fue esa tendencia a entretener la que recientemente impulsó a Cameron a imitar un viejo comercial televisivo y gritarle “Cálmate, querida” a una parlamentaria laborista. Ningún otro líder occidental (salvo Silvio Berlusconi) se hubiera atrevido a hacerlo y a correr el riesgo de ser acusado de sexista.
Es cierto que la ignorancia a veces salva a los gobernantes británicos del error. Ignorantes y suspicaces con respecto a la filosofía, rechazan las ideas tontas que a veces atrapan a las élites francesas o alemanas. De todas maneras, gobernar un país basándose tan sólo en la elocuencia no ha resultado desastroso. Al menos, no hasta ahora.
LA NACION