25 Jun El hombre que fue a su vez un aleph
Hugo Beccacece
En la nota publicada el viernes último en adn cultura, Beatriz Sarlo se preguntaba cómo habría sido la literatura argentina del siglo XX sin Borges. Una pregunta atractiva, original, pero imposible de responder, porque para contestarla de modo acabado uno debería olvidarse de los efectos que produjo la obra de Borges en nuestra formación estética y literaria y, también, dejar a un lado el concepto mismo de lectura que él impuso. Algo irrealizable por razones estrictamente borgianas. Uno no puede alterar un detalle del pasado sin alterar todo el pasado, el presente y el futuro.
Otra pregunta posible es la del lugar que ocupa Borges en la literatura mundial. Veinticinco años después de la muerte del autor de Ficciones , aniversario que hoy se cumple, es casi un lugar común afirmar que integra con Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka el cuarteto de los mayores escritores del siglo pasado. Un detalle anecdótico: ninguno de ellos ganó el Premio Nobel.
Mitología de su tierra
Uno de los aspectos notables en el caso de Borges es que su obra haya surgido en un país de escasa tradición literaria.
A él le correspondió inventar una mitología de su tierra, de su ciudad natal, y dar un giro inesperado a la exigua literatura de su patria.
En estos últimos años, los estudiantes extranjeros y los turistas que llegan a Buenos Aires recorren itinerarios que él les señaló en sus cuentos y poemas.
El hecho de que hoy, para los amantes de la literatura, Palermo sea no sólo la ciudad de Sicilia, sino también el barrio porteño por excelencia es el producto de los versos borgianos. A la vez, expresó y adelantó temas de su época con un criterio universal.
Cuando la crítica Ana María Barrenechea escribió, en 1957, su tesis doctoral La expresión de la irrealidad en la obra de Borges , alguien señaló que ese trabajo de importancia fundamental tenía una imprecisión: la “irrealidad” era la expresión de lo real para Borges. Sus personajes viven para descubrir que son el sueño de otros, que todo lo que los enfrenta no es más que una pesadilla sin autor.
Esos textos son el fruto de una experiencia, no de una mera conjetura filosófica o de un ejercicio literario. Esa sensación de irrealidad, de súbito extrañamiento en la que se desvanece la vivencia del yo, es el núcleo de la sensibilidad de Borges, pero también del hombre contemporáneo. ¿Quién no ha tenido la impresión en algún momento de que otro u otros hablan, deciden y sienten por él?
Cuando Borges le dedicó a Estela Canto el cuento “El aleph”, introdujo en el relato un objeto mágico que permitía ver al mismo tiempo, concentrado en un punto, todo lo que en el mundo existe y existió, desde un grano de arena del Sahara hasta la batalla de Waterloo. Esa curiosa creación, rodeada de un halo místico, tiene un parecido notable con el clic de un mouse , que nos abre el universo infinito de Internet en una pantalla.
Por cierto, en el mundo virtual todo ocurre en forma sucesiva, pero la fantasía de la simultaneidad está allí, al alcance de los dedos de cualquiera.
Entre las múltiples reinvenciones de Borges quizá la más íntima haya sido la del lector en “Pierre Menard, autor del Quijote”.
La historia de ese oscuro escritor francés que se propone escribir de nuevo todo el Quijote con las mismas palabras, pero con otro significado porque esas palabras, aunque idénticas, han sido atravesadas por el tiempo, es quizás una de las reflexiones más profundas que se hayan hecho sobre la creación, la temporalidad y el yo.
Hacia el final de su vida, Borges se había convertido en una figura popular en la Argentina.
La mayoría del público que celebraba su nombre no lo había leído; sin embargo, él había alcanzado la estatura de un guía espiritual al que la gente escuchaba con deleite, reverencia y superstición porque ese anciano ciego había alcanzado la sabiduría y la sencillez por obra de una fabulosa inteligencia, enriquecida por su eterno enemigo: el tiempo.
En cuanto a los detalles biográficos, su nacimiento en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899; su adolescencia en Ginebra; su regreso al país; la amistad con Bioy; sus numerosos premios; sus pasiones fracasadas; el encuentro con la mujer que habría de representar para él la cifra final del amor, María Kodama, todas esas peripecias, todos esos nombres, podrían haber sido otros, porque, como él decía, en la historia de cada hombre están todos los hombres.
Y hoy quizá Borges mismo se haya convertido en el aleph , en ese objeto mágico que todo nos muestra en un eterno presente, como si, por medio de sus palabras, nos hubiéramos fusionado con Dios.
LA NACION