El amor: ¿bendición o condena?

El amor: ¿bendición o condena?

Por Jorge Ariel Madrazo
El salón, sumido en una luz rojiza, es más que apto para la intimidad sentimental. Al deslizarse por la pista las parejas cierran los ojos, acercan sus mejillas: ¿son presas de un ataque místico? No: sufren un éxtasis amoroso. Y aunque el cantante llegue a acusar: “No tengo derecho para dudar de ti / y no vivir feliz / pero presiento que no estás conmigo / aunque estés aquí…”, los bailarines estrechan aún más el abrazo. Esa desconfianza no los roza, su amor es eterno. Pero ¿será eterno? Una pregunta tan torpe como inútil. Más pertinente sería interrogarse: ¿Es amor lo que sienten esos hombres y mujeres? Dicho de otro modo: ¿Qué es el amor? Nos limitaremos aquí al amor con base sexual entre mujer y varón, aunque el tema también abarque otro orden de relaciones y, es obvio, muchos otros lazos afectivos. Incluyendo la amistad con enamoramiento, más común de lo que se cree.
Ese muchacho Ovidio
Si alguien creía tener la respuesta, ése fue Publio Ovidio Nasón (43 a. C. / 17 d. O), el gran poeta romano autor, entre otras grandes obras, de Ars Amandi, o El Arte de Amar. En sus 60 años de lujuriosa vida, sus tres esposas debieron compartirlo (juran las malas lenguas) con numerosas amantes. Sólo la tercera cónyuge parece haberle inspirado auténtico cariño, diz que un poco paternal y basado en la admiración al maestro. En cuanto a la primera, fue repudiada por él con el diclamen: «nec digna nec utilis», nada menos. Publicada en latín pocos años antes o después del nacimiento de Cristo, este lírico Manual amatorio derramaba consejos a los jóvenes deseosos de obtener los favores de alguna bella. Favores sexuales, está claro. Y sin discriminaren exceso entre una u otra candidata. Indiscriminación que
consagrado a asesorar sobre el cortejo y la conquista, y el segundo sobre cómo conservar a la dama, le siguió un tercero. En busca de ecuanimidad, lo tituló: “Consejos para que las mujeres puedan seducir a un varón”. Los tres libros tuvieron un éxito mayúsculo, pero ello no impidió que en el año 8 d. C. el emperador César Augusto desterrara a Ovidio a Tomis (hoy Constanza, en Rumania), donde murió sin lograr el augusto perdón. Quizás porque el poeta habría revelado los devaneos amorosos de Julia, hija del emperador. Tal vez para mostrar una faceta menos frivola, o -lo que es mucho más probable-, por las críticas y presiones recibidas, Ovidio daría a luz en el año 2 d. C. el poema Remedios de Amor, en el que recomendaba a ambos sexos evitar las cuitas propias de la pasión excesiva, o mal dirigida. Así, a los mancebos les sugería consagrarse a actividades absorbentes que les despejaran el alma (u otras partes menos etéreas); por ejemplo, volcarse al Foro o al servicio del dios Marte, porque el ocio es el padre de adulterios, de sufrimientos por desengaños, perfidias y de tantas otras malas yerbas que crecen en el jardín de Eros. Pero no vaya a creer el lector que aquellos tormentos sentimentales, con ser fuertes, pudieran equipararse a lo que en nuestra época llamamos profundas penas de amor,, Tales como el despecho profundo, el dolor atormentado y tortuoso que refleja este conocido poema del nicaragüense Ernesto Cardenal:
Al perderte yo a ti, tú y yo hemos
perdido: yo porque tú eras lo que yo más
amaba y tú porque yo era el que te
amaba más. Pero de nosotros dos tú pierdes
más que yo:
porque yo podré amar a otras
como te amaba a ti pero a ti no te amarán como te
amaba yo.

Un silogismo muy discutible. Una fanfarronada que no convence a nadie, pese al envoltorio poético. No, el amor no razonaba así en la Antigüedad. Se apoyaba en otros valores, la mujer (elogiada o no) era un objeto del que adueñarse. Es verdad que entre las tantas bellas frases de Ovidio, un poeta enormemente inspirado y culto que no vacilaba en poner como ejemplos las peripecias eróticas de diosas y dioses, una es muy repetida aún hoy: Sic ego nec sine te nec tecum vivere possum (“Ni sin ti ni contigo puedo vivir”). Así como antes había pedido paciencia al enamorado: Gutta cavat lapidem, non vi sed saepe cadendo (“La gota horada la piedra, no por la fuerza sino por la constancia en el caer”). Y también: Dulce puella malum est (“La mujer es un dulce amargo”). Pero a no engañarse: aquel amor estaba a miles de años-luz del sentimiento que inventaron los trovadores, o cantaron Goethe y Bécquer. Era un lazo de subordinación total. Esto no implica poner en duda que el sentimiento “eterno” ya desataba en esa época sus duelos, insomnios y hasta suicidios. Una que se suicidó fue la ninfa Enone. Vale recordarlo: durante el último año de la guerra entre Troya y Grecia, hacia el siglo XIII a. C, el héroe troyano Paris acudió a Enone en busca de auxilio. Es que Paris, matador a su vez del mítico griego Aquiles, había sido mortalmente herido con una flecha por el amigo de éste, Filoctetes. Flecha y arco míticos, pues Filoctetes los había heredado de Hércules. Enone, enamorada del troyano Paris, poseía una pócima con la que pudo haberlo curado; pero lo dejó morir para después suicidarse de pena. El enredo había comenzado diez años antes años antes, cuando Paris, hijo del rey Príamo, habiendo sido escogido para dirimir quien era la más bella entre las diosas Hera, Atenea y Afrodita, eligió a Afrodita (Venus), que en recompensa le otorgó el amor de Helena, la mujer más hermosa del mundo y por entonces esposa de Menelao, rey de Esparta. Tras obtener el amor de Helena con tan demagógica artimaña, la negativa de Paris a devolverla desató no sólo la ira de la ninfa Enonc, sino la famosa guerra greco-troyana. Uno de los que regresaron con vida fue Odisco, más conocido como Ulises, a quien aguardó por años su fiel así dicen Penélope.
Ya se ve venir la objeción ¿En qué se .diferenciaría, entonces, aquel amor de los antiguos, del sentimiento que mereció tal nombre con posterioridad? ¿Cuál sería el ideal a que se aspira hoy en la relación hombre-mujer? Que la cosa no es simple, lo demuestra la frase que estampó Sigmund Freud hacia el final de su vida: “La pregunta a la que no he podido responder, a pesar de mis treinta años de investigación del alma femenina, es: ¿Qué quiere-una mujer?”.
“La guerra del amor”
Mares de tinta, y no sólo de lágrimas, vienen fluyendo en torno del pathos amoroso. Es ahora un filósofo, Tomás Abraham, quien en su libro La guerra del amor nos recuerda el complejo trasfondo cultural-filosófico-epocal que diferencia a uno y otro momento en la historia de la humanidad. Hace mil años, en pleno Medioevo, señala Abraham, nacen los cantos de amor a la Dama y la primera literatura lírica en lengua romance. La voz y la letra entregan su corazón a una mujer emblemática, presencia carnal sobre un pedestal. Por eso es sublime. El amor nace con el canto a la clama distante… Fue una transformación de honda raigambre cultural-histórica, y no meramente sentimental. Se trataba de las tríadas contrapuestas: amistad-varón-filosofía vs. amor-mujer-literatura, dice Abraham. Y hace notar:
En la sociedad griega existía el amor entre varones, su función era política y pedagógica. El amor platónico (preconizado, por ejemplo, por Platón en El Banquete), fue una crítica a las formas de cortejo de los adultos a los adolescentes, a su embelesamiento senil en los gimnasios. Esta crítica forma parte de una historia doble, la del nacimiento del amor y del de la filosofía. La filosofía debía componerse como una erótica, un saber del amor -para ser amor al saber-. Eros es una inclinación y un impulso que exigen su transformación en “filia”, amistad. La erótica de la Antigüedad reunía la filosofía y el amor. Una ascesis pedagógica depuraba las pasiones del ciudadano ateniense.” El buen ciudadano no debía ser esclavo de sus pasiones, y éstas pasaban por el estómago, las riquezas y adulaciones, la ambición de gloria, y (también, cómo negarlo) por los paidekia, los muchachos.
Jenofonte (431 a. C. – 354 a. C), un militar, filósofo e historiador griego muy influyente en su tiempo, asignaba a la mujer sólo el papel de manejar bien los asuntos hogareños y dar órdenes a los esclavos. Fuera de ello, el escenario de su vida transcurría en las sombras. Bueno, debemos reconocer que en esto el progreso no ha sido tan espectacular a través de los siglos, salvo en las últimas décadas… Pero el rol femenino habría sido aún inferior en la antigua Roma: bajo la República romana, la mujer no era ni siquiera el ama de casa, era como una menor que el marido gobernaba como gobernaba a sus clientes [Paul Veyne, La Société Romaine]. Sin embargo, la respeta y le pega poco, basta un puntapié en el vientre al modo en que se lastima a un animal reproductor; no la golpea a palos como puede hacerse paternalmente con un niño. Este “respeto” -afirma Veyne, citado por Abraham- se debe a que la mujer no depende de su marido y sí de su padre, que no hizo más que prestarla, tanto a ella como a su dote. La mujer es una pequeña criatura sin consecuencias, y el casamiento no es el acto central de la vida. Los valores éticos-religiosos juzgaban duramente a la pasión amorosa, entronizando las virtudes de la amistad. ¿Cómo entender, entonces, las encendidas elegías de amor de los poetas romanos, que podían echarse entre lloriqueos a los pies de su Dama?
Ocurre que aquellas elegías eróticas, como fueron las tan incendiarias del eje poético Tíbulo-Propercio-Ovidio, hacían un guiño cómplice al lector. El enamorado se presentaba casi como un esclavo de su dómine, y hasta pretendía que sus lamentos lograran voltear la puerta de la amada. Pero en el fondo todo era una parodia, un juego. Podía hasta parecer una audaz transgresión a los cánones morales, de no ser que no se hablaba en serio. Cuánta diferencia con los trovadores de los siglos XII y XIII, esos herederos de los aedas ambulantes que idealizaban al extremo a la mujer, endosándole cualidades capaces de despertarles sentimientos que casi nunca se concretarían en los hechos…
Porque aquellos trovadores o cantautores medievales, a veces de elevada condición social e incluso guerreros, en su actitud ante la condesa o duquesa a la que pretendían adorar y a quien consagraban sus cansos (muchas veces compuestas en rimas y estrofas sumamente alambicadas), repetían frente a ella las relaciones de vasallaje habituales entre señores y subditos. Con esos trovadores nació el amor literario, llamado cortés no porque fuera muy gentil sino en alusión a las cortes o señoríos de Provenza, a cuya Señora se le rendía tan exagerado tributo aunque fuera casada y el trovador (solía ocurrir) no la hubiera visto nunca. La Dama así alabada era un ser perfecto, la antecesora de la Beatriz del Dante, de la Laura petrarquiana o de la Dulcinea del Quijote.
Atención: aquel devaneo amoro-so-literario, que ya había dejado de lado el latín -los trovadores escribían sobre tablillas de cera en la lengua común o Langue d’üc, o galaico-portugués, o catalán-era un cortejo tan elevado y sutil que en la mayor parte de los casos el nombre de la Dama era mantenido en secreto. Y además envolvía intrincadas luchas de poder dentro de la corté y hasta argumentos ideológicos (como la herejía catara) disimulados dentro de las dulces estrofas. Y a no confundir a aquellos cantores-literatos de condición caballeresca con los juglares, meros recitadores de baja extracción social, ataviados con ropajes chillones y que fueron una suerte de cronistas algo bufonescos, capaces de narrar todo tipo de hechos mientras rasgaban sus instrumentos de cuerda. Cierto es que alcanzaron enorme popularidad, tanto que a su arte se lo bautizó Mester de Juglaría. Un juglaresco castillo de naipes que duró hasta el siglo XV.
¿Un arte negado al varón?
Eva, la eterna Eva, gracias a un cuento del genial mexicano Juan José Arreóla se nos muestra encarnada en una tentadora muchacha dotada de bellos atributos y de una aguda conciencia feminista. Deseada por un joven que con ella estaba, “él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.”. Lo malo para el joven era la biblioteca misma, ya que “especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo…” Así, hasta que “afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wólpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento. «En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamen te. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose de ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que él se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.» La tesis de Wólpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con lágrimas en los ojos. Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.»
Un caso no muy diferente al de la muchacha de Arreóla, y al de tantas mujeres acaso ornadas con una lucidez demasiado implacable, fue el de la gran escritora austríaca lngeborg Bachmann (1926-1973), una idealista entregada a los sueños de la utopía y al amor y, al mismo tiempo, una descarnada realista que, para resumir cómo veía las relaciones más comunes entre hombre y mujer escribió: “El fascismo no empieza con las primeras bombas que se tiran… Empieza en las relaciones entre las personas. El fascismo es lo primero en la relación entre un hombre y una mujer”. La desconsolaba “la imposibilidad del amor en el tipo de sociedad de masas que Manhattan sintetiza”. Con mayor sutileza aún, agregaba: El amor es una obra de arte y yo no creo que muchos hombres lo puedan realizar. Yo no sé si he logrado hallar el genio del amor. Sí: miles de años de malos entendidos, de machismo bestial y de fingidos homenajes amorosos, no se saldan con facilidad. ¿Cómo unir cuerpo y alma satisfactoriamente? Por lo demás: ¿será tan ¡terrible aceptar que en muchas ocasiones pueden funcionar por separado, si se trata de algo libremente consentido? El cuerpo, aún hoy, para ciertos exagerados equivale al demonio, excepto que sólo se lo use para los fines de la reproducción. Es la eros-visión propia de una ortodoxia llevada al extremo, como ha sucedido en tantas épocas en que
predominaba el fundamentalismo puritano. Ello mal podía favorecer un encuentro sincero e igualitario entre los sexos. Hasta el tango ha recogido estos prejuicios, en esas letras en las cuales la única mujer pura es la Madre… En otros pasajes bíblicos más ejemplificadores se enfatiza la idea del amor en un sentido amplio, como derivado del amor primero, el que se debe a Dios: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Por su parte, sobre el amor hombre-mujer, el Eclesiastés ya ordenaba: “Observa la vida con la esposa que amas”. Y en su famosa Primera Epístola a los corintios, San Pablo ensalzó la virtud amorosa con estas palabras de cuño poético: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Casi nada… Pese a tanto anhelo de fusión trascendental entre los seres, por lo común el talón de Aquiles de las diferentes ortodoxias ha sido la poca voluntad para comprender, justificar y mucho menos aceptar sin escándalo la pasión amorosa. Ésta, aunque es un pilar importante para una buena relación sen timental -al menos, por un cierto período, luego del cual dará paso a otros estados más serenos y acaso más hondos- aún en nuestros días suele ser considerada la fuente de males como las separaciones, las infidelidades y la ruptura del juramento inicial: “Hast que la muerte nos separe”. El amor hacia una persona determi nada debería ser así, lo único ete no por obligación, en un univer; en el que easi todo es aleatorio ) cambiante. Ello no impide compartir con sincera ilusión, la definición que dio del amor el filósofo Leibniz, en una línea inspirada: «Amar es encontrar en la felicidad de otro tu propia felicidad». Dando varios y muy arbitrarios saltos hacia el Oriente, y quemando por ello etapas como en un rally vertiginoso, importa apuntar ahora el catalejo hacia el milenario sufismo islámico, que un poco en la-onda de Platón concebía al amor como el encuentro con la belleza consustancial de lo divino, y que estaría en todos los seres. A su turno, el Budismo reclamaba, en sus vertientes más divulgadas, la superación del deseo y del sufrimiento a través de una serie de estadios de creciente desprendimiento personal, que culminarían en la Iluminación, en tanto que en el vértice opuesto el denominado kama aludía al amor sobre todo sexual. Demás está recordar el prestigio de que goza la variante vulgarmente designada budismo tántrico, que en la versión ultrasimplificada “al uso” de Occidente propicia, como una forma de alcanzar lo divino, una compenetración amorosa-sexual muy lenta, casi pasiva, destinada a prolongar y ritualizar el deseo.
La dicha de dar
Se habló antes del kama. ¿Habrá un ser humano adulto que no haya oído hablar del Kamasutra? Atribuido al religioso indio Vatsiaiana, quien vivió y escribió en algún lapso entre los siglos III y VI d. C, este Manual sánscrito desarrolla en treinta y seis capítulos sus famosísimos “Aforismos sobre la sexualidad”, que tratan de casi todo: la importancia del sexo, las distintas clases de mujeres, los besos, caricias y juegos preliminares, incluyendo lo que Vatsiaiana juzgaba las ocho formas esenciales de hacer el amor, y las ocho posiciones amatorias básicas. Una
compleja combinación entre tales formas y posiciones, arroja un conjunto de sesenta y cuatro llamadas “artes”.
Pero el Kamasutra no se limita a este repertorio de técnicas y posturas sexuales, algunas de las cuales requerirían dotes de equilibrista o contorsionista. La correcta elección de una esposa, las maneras en que ésta debe comportarse y cómo actuar ante la esposa del prójimo, los mejores métodos para atraer y agradar, y hasta cómo convertirse en un probo ciudadano, son ítems importantes en este Libro legendario.
Más fundamental aún: para el autor de este Manual amatorio, el vínculo sexual -lo hemos dicho-era un sendero hacia la unión con la divinidad. Por ello, consideraba como un pecado ejercitarlo con frivolidad.
Lo cierto es que desde hace tiempo, ya sea en Occidente como en Oriente, las nuevas concepciones del amor en todas sus manifestaciones van dejando atrás tanto los vínculos meramente utilitarios u objétales, como las excesivas idealizaciones del amor romántico. Aunque todo viene siempre mezclado, como en botica. Celopatías, violencia verbal y física que hasta lleva al crimen, abandonos, obsesiones peligrosas y otras anomalías, coexisten con infinitos ejemplos de entrega, pasión sana, amor sincero. Amor que ha de basarse en una también sana auto-estima. Avalando a Ingeborg Bachmann, el célebre psicoanalista Erich Fromm concibió al amor como un arte; en otras palabras, el fruto de un aprendizaje y de una elección de vida.
En El arte de amar, Fromm enseña que cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana. Y puede representarse el sentido real del amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir. “En el acto mismo de dar experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso… Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.”
A quien le toque el sayo que se lo ponga. Eso sí: con amor.
EL ARCA