La emotiva Despedida del Gigante de la Bombonera

La emotiva Despedida del Gigante de la Bombonera

Por Sebastián Torok
Son las 22.55. Los fuegos artificiales vuelan, cuando el superhéroe (vestido como tal, premio de una aventura solidaria) ensaya una simbólica vuelta olímpica, empapado en lágrimas, sudado de emoción. Parece ser el final de una historia de amor, la de Martín Palermo con el gol, la del gran artillero con Boca, la del Titán con la Bombonera. Allí es cuando, en realidad, el tiempo se transforma: no es el final, apenas el principio de la leyenda. El arco que da a la tribuna local, grabado su nombre en el travesaño, ya es suyo: le pertenece. El señor gol se merece el arco. El bronce es suyo. Las imágenes se suceden: videos emocionantes, lanzado al aire por sus compañeros, el abrazo familiar. La Bombonera, una noche de junio, fue suya. De nadie más.
La muestra precisa de la efervescencia xeneize por el ídolo tuvo su paso a paso, como si se tratase de capítulos de otra novela, única e irrepetible. Tanta locura hubo que el ómnibus que llevó al plantel a la Bombonera desde un lujoso hotel de Puerto Madero no pudo trasladarse por los caminos lógicos, ya que la gente quiso ser protagonista desde bien temprano, con su propia caravana militante. A las 18.20 salió del hotel y llegó a las 19.10, un trámite que suele tardar unos 20 minutos, a lo sumo. Aplausos, gritos, amor genuino expresado en más de una lágrima perdida en el viento, acompañaron el andar de un equipo de deslucida campaña, sólo motivado por la historia viva del gran artillero. Como si fuese un campeón. A las 19.14 ingresó en el vestuario por última vez. Ese vestuario que conoce como si fuese su cuarto. Ese olor, sabe Martín, ya no estará más impregnado en su cuerpo, sólo él sabe de epopeyas no tan lejanas, recostado sobre esos rincones que ya debe añorar. Pasó por una hilera mágica, escoltado por todos, en un vallado para la ocasión. Lloraba Martín. Las lágrimas que enjuagaban sus ojos fueron eso: gratos recuerdos.
Siempre cerca de su hijo Ryduan, miró cada rincón como si se despidiese de la historia misma. Tal vez, más de un gol habrá pasado en su evocación, más de una celebración aún debe andar dando vueltas. Se puso la camiseta con el 9 dorado, el único, el especial, diferente a todos. Miraba sin ver a sus compañeros que lo saludaban, cuando se calzaban, orgullosos, la cinta inolvidable: “Se va Palermo, 12 de junio de 2011”. Le costaba respirar, verdaderamente le costaba el acto reflejo esencial en ese momento en el que pisó por última vez el templo, la Bombonera, cubierta y feliz, como hacía demasiado tiempo no ocurría. Como en aquellos años de Libertadores. Tomando sorbos repentinos de agua mineral, con el corazón retumbando sobre su pecho, saltó primero en la cancha. Antes que todos los demás. Eran las 20.26. “Palermo, Palermo”, primero. “Palermo no se va”, después. “Muchas gracias, Martín Palermo; nos diste los goles, nos diste alegrías, lo que hiciste por Boca no se olvida en toda la vida”, más tarde, el himno para la gran ocasión. El canto de la multitud al ídolo que cuelga sus goles como si fuesen botines. Banderas, a montones. Lágrimas, como si se despidiese a un ser querido. “No alcanzan los aplausos para despedirte”, fue una. “Extrañarte siempre, olvidarte jamás”, resultó otra. Más y más: “De pie, hoy nace una leyenda”, “El mejor 9”, “Eternamente gracias” y decenas más que el espacio no permite relatar. Mil y una caretas en su imagen y semejanza: hasta con el flequillo rubio alocado.
Cuentan los memoriosos que sólo se puede comparar a la despedida de Antonio Rattín en 1970. Ni cuando se fue Diego Maradona ni cuando partió el Mellizo Guillermo, lo que se vive ahora, con la garganta disfónica y la voz entrecortada, sencillamente no se puede comparar. No hay punto de contacto con otros ídolos: no hay (ni habrá) otro Martín. Además, claro, hubo un partido. Pero fue una excusa. La errática campaña no iba a transformarse. Ni la trunca posibilidad de ingresar en la Copa Sudamericana iba a generar otro valor. Se quitó, entonces, esos fantasmas que lo envolvieron. Aquellos goles, aquellas lesiones, su manera inigualable de caer y levantarse siendo aún más grande. Y empezó a jugar. A los 13 minutos, por caso, una asistencia de Román Riquelme (su enemigo íntimo), fue capturada por un zurdazo con su estirpe. ¿Que no es sutil, que no es vistoso, que no es genial? Patrañas que se fueron diluyendo con el viento: otro envío de zurda desde lejos y hasta un intento de chilena en la etapa final demuestran no sólo su auténtica falta de miedo al ridículo: expuso, con el tiempo, que siempre es posible superarse. Hasta la excelencia…, en nombre del gol.
En el entretiempo, hasta Alejandro Toia, antes de lesionarse, tuvo tiempo de saludarlo. Todos (o casi todos, en realidad) los empleados del club ensayaron una gambeta para retratarse con Palermo. Una foto, otra foto. Una más. La sonrisa de siempre, con una mueca de tristeza. Celebró el gol de Colazo como si fuese propio: todos fueron a abrazarlo. Sufrió con el empate, tan cerca del final, como si fuese un puñal: es que para Martín no hay partidos despedida. Ni dignas derrotas. Ni siquiera en su adiós. Cantó el himno con Ciro, aceptó la armónica, volvió a quebrarse. Miles de fanáticos de pie. Se despidió de su casa, de su templo. Sólo hasta siempre…
LA NACION