The Wall: la indestructible obra de Pink Floyd

The Wall: la indestructible obra de Pink Floyd

Por Sebastian Ramos
Cuando uno se aproxima a Londres no es difícil imaginar por qué Roger Waters eligió utilizar los ladrillos para enmascarar la metáfora sobre la alienación del ser humano en el mejor cuento musical de la historia del rock. Toda la ciudad muestra con orgullo sus ladrillos al descubierto, aquí, allá y en todas partes. Y si se arriba a Londres desde el sur, irremediablemente uno además se topará de frente con la certeza de lo mucho que se entrecruzan la cultura popular inglesa y Pink Floyd en esta ciudad. Allí está el Battersea Power Station para certificarlo, con sus cuatro chimeneas devenidas íconos desde la portada de Animals, tan londinenses como el Támesis mismo o los soldaditos vestidos de rojo del London Bridge. De allí que desde hace una semana Waters esté en esta ciudad para el tramo más emotivo de la gira que ha reconstruido la pared, ladrillo por ladrillo: The Wall en vivo, el espectáculo más ambicioso de la era rock, treinta y dos años después de haber sido concebido, sin sus compañeros de Pink Floyd, pero con la tecnología de su lado para poder representar mejor que nunca toda esa fantástica polaroid de locura extraordinaria con la que selló una época y marcó a toda una generación.
Aunque aquí y ahora, Waters, y The Wall especialmente, van por más. De hecho, el miércoles por la noche, el imponente estadio O2 Arena de Londres está desbordado de seguidores de aquella generación que creció alucinada por las texturas sonoras y la potencia lírica de esta pieza única, es cierto, pero también están sus hijos, que se acercaron para acompañar y para ser parte de un concierto a la altura de su leyenda: 15 millones de dólares puestos en escena, 424 ladrillos gigantes que cubren 70 metros de largo por 11 metros de alto de muro, aproximadamente 2 millones de personas que compraron sus tickets a precios globalizados alrededor de los Estados Unidos y Europa (próximamente, en América latina también -ver aparte-) y 26 canciones soldadas a mano, una tras otra, sin hendijas.
Chequeado los fríos números, sería justo advertir que esta representación ha perdido quizá la fuerza subversiva de su momento, pero también que aún mantiene la misma intención teatral de entonces para plasmar una obra sin fisuras en lo conceptual.
¿Por qué poner en escena hoy a The Wall después de tres décadas (entre 1980 y 1981 se realizaron solo 29 presentaciones en vivo del álbum, en apenas cuatro ciudades, las últimas antes de la separación definitiva de Pink Floyd)? Según el mismo Waters, para celebrar su renovada fe acerca de la humanidad, a pesar de todo. Sí, los años han cambiado su percepción del muro con el que en 1979 este músico británico decidió encerrarse y poder así escupirle a su público en la cara aquello de que no lo quería ver y que, por cierto, ni lo necesitaba. “Siento que es mi responsabilidad como artista expresar mi optimismo y darle coraje a otros para que hagan lo mismo. Como dijo un gran hombre: podrán decir que soy un soñador, pero no soy el único”, sentenció el año pasado en una carta abierta cuando presentó The Wall en su versión siglo XXI.
Por eso no extraña que la previa del concierto esté musicalizada precisamente por John Lennon e “Imagine” tenga un lugar de privilegio y suene justo antes de que se apaguen las luces y comience el show.
Dos horas divididas en dos partes de trece canciones cada una. Un concierto sin sorpresas: absolutamente todos los aquí presentes (23 mil personas por noche, en los seis conciertos en Londres) conocen qué tema viene detrás de otro. Un espectáculo que es la envidia de Broadway, en donde el protagonista, Roger Waters, ¿quién más?, actúa más de lo que toca y canta, poniéndose al servicio de un guión inapelable. Un guitarrista que se llama Dave pero no es Gilmour (Kilminster) y un cantante que se lleva el protagonismo en casi la mitad de las canciones (Robbie Wyckoff). Una pared que se construye y se destruye tan rápidamente que nadie puede dejar de sonreir.
Marionetas gigantes, animaciones de elevado contenido poético y la historia de una estrella de rock y sus excesos que hoy quiere resignificarse a través de un mensaje político en contra de las guerras religiosas y nacionalistas. Todo esto, esquivando la posibilidad de convertirse en un clon de sí mismo, como existen tantos alrededor del mundo llenando incluso estadios, interpretando al pie de la letra cada canción de cada album de Pink Floyd. Es mucho, incluso a veces parece una jugada demasiado arriesgada. Pero allí está Roger Waters dejando todo lo que tiene para ofrecer, actuando, cantando, interpretando al que fue y convenciendo a todos de que es él. The Wall, el primero y más osado espectáculo de rock de estadios, está otra vez erigiéndose alrededor del mundo, ahora, en su version apta para todo público. No es esto lo que esperabas ver? Waters, una vez mas, penso que te apeteceria ir al espectaculo para sentir el calido estremecimiento de la confusion.
LA NACION