29 May Por un tiempo, Fukuyama tiene razón
Por Manuel Cruz
Regresa, imparable, la derecha al poder político en toda Europa y buena parte del mundo (me anticipo al sarcasmo: del otro poder, del económico, es obvio que nunca se fue), y trae consigo en su regreso una de las consignas que más dividendos parece haberle rendido en el terreno propagandístico desde hace medio siglo. Es la consigna -teorizada paradigmáticamente por Daniel Bell- del final de las ideologías, apenas maquillada en otras formulaciones análogas posteriores como gobierno de expertos o -uno de los últimos hallazgos publicísticos- gobierno de los mejores.
El objetivo último de la consigna es intentar justificar por enésima vez que la vieja distinción entre derecha e izquierda ha dejado de tener sentido, y que lo único que hay que reclamar a los responsables políticos es eficiencia para resolver los problemas que la sociedad en su conjunto (¿han reparado en cuánto se habla últimamente de transversalidad?) tiene planteados en cada momento.
Desactivadas -o desacreditadas- las ideas, especialmente las políticas, se abren paso los sentimientos, dispuestos a ocupar el lugar y la función de aquéllas. Desacreditados los corpus ideológicos tradicionales (como en otro momento era una determinada ciencia de la historia, o el convencimiento de estar del lado del sujeto histórico emancipador), que funcionaban a modo de robustos avales para nuestra acción, las certezas han sido desplazadas por las convicciones, y las pasiones o las identificaciones emotivas, incapaces de cumplir la función de herramientas para ayudarnos a interpretar el mundo, actúan a modo de consolador bálsamo contra las frustraciones que éste nos provoca.
De esto último -de la conciencia de la propia debilidad-, tenemos sobradas pruebas. Basta con pensar en los diferentes diagnósticos que se han presentado sobre nuestro presente y sobre el futuro que nos aguarda. De un lado, acaso el más publicitado haya sido el presentado a fines de la década de los 80 por Francis Fukuyama, diagnóstico que, a la luz de lo que ha terminado ocurriendo, acaso valga la pena recuperar.
Como en su momento Perry Anderson se encargó de señalar autocríticamente en su libro Los fines de la historia , buena parte de las críticas que el politólogo de origen japonés recibió se apoyaban en el malentendido de interpretar su propuesta en una clave equivocada. Fukuyama, a fin de cuentas, no hacía otra cosa que intentar articular discursivamente un conjunto disperso de opiniones, absolutamente generalizadas en la década de los 80, cuando la evidente crisis del socialismo real hacía que se extendiera como una mancha de aceite el convencimiento de que el modelo capitalista se había quedado sin alternativa.
El planteamiento del autor de El fin de la historia y el último hombre era susceptible de múltiples objeciones, pero probablemente su flanco más débil no era aquel por el que tanto se lo atacó (como si de lo que él presentaba como una descripción del estado de cosas existente se pretendiera una propuesta debatible, a la que simplemente se le pudiera oponer una preferencia contraria del tipo “pues yo no soy partidario de dar por terminada la historia”).
Por el contrario, el aspecto de su planteamiento que, desde la perspectiva actual, se nos revela más manifiestamente criticable tiene que ver con el estatuto de su diagnóstico. Como señaló tempranamente el filósofo italiano Gianni Vattimo, lo que ha llegado a su fin es el fin mismo de la historia: resulta autocontradictorio un diagnóstico acerca de la historia que se presente como transhistórico -en román paladino: como si él sí pudiera situarse por encima de la historia-, aspirando a certificar la imposibilidad de que seamos capaces de generar en el futuro un modo de vida distinto y superior al actual. Tal convencimiento vulnera la radical contingencia de la historia, incluyendo en este capítulo todos los diagnósticos que desde dentro de ella se puedan elaborar. Si me permiten una analogía a modo de resumen de la crítica, el diagnóstico del final de la historia resultaría tan autocontradictorio como la rotunda y tajante afirmación de que todo es relativo? excepto la afirmación misma de que todo es relativo, que ella sí -aunque no se termine de saber por qué- no puede ofrecer la menor duda.
Pero tal vez cupiera una relectura de las tesis de Fukuyama, que, en vez de afirmar la radical imposibilidad de concebir una mejor organización del mundo, asumió precisamente la radical limitación de nuestra perspectiva. Así reinterpretado, el publicitado final de la historia perdería su aspiración cuasi metafísica para transformarse en una prospectiva, mucho más modesta, que tal vez podría quedar formulada en términos parecidos a éstos: “Hasta donde alcanza la vista, no hay modelo económico alternativo al modo de producción capitalista ni forma de organización de la esfera política superior a la democracia liberal”.
Dos décadas después de esta formulación, inmersos por estas latitudes en medio de una crisis económica de incalculables consecuencias, apenas empezamos a atisbar los efectos de que el capitalismo se haya quedado solo. O, lo que es lo mismo, de que durante un tiempo -un tiempo en el que, por desgracia, todavía estamos, sin que nadie sea capaz de prever hasta cuándo- Fukuyama haya tenido razón
LA NACION