08 May Papeles a la medida de Jean Reno
Por Fernando López
“Un director te puede pedir que pongas intensidad, emoción, vivacidad, ternura, pero no te puede pedir presencia. La presencia se tiene, o no. No depende de las condiciones actorales ni del oficio ni del empeño. Está en uno, y la cámara la descubre.” Quien esto dice desde lo alto de sus casi ciento noventa centímetros de estatura y a riesgo de sonar inmodesto es Juan Moreno y Herrera Jiménez, más conocido como Jean Reno. A esa condición, que algo le debe a sus rasgos físicos -la robustez de su figura, el porte viril- pero mucho más a la autoridad con que se planta en escena, adjudica el actor buena parte de la popularidad que ha ganado en treinta años de trayectoria en el cine.
Sin embargo, no repara en otros factores que pueden haber influido en este recorrido que lo ha llevado a ser el más internacional de los actores franceses. No es un duro hosco e impenetrable, como muchos de sus colegas: bajo el corpachón macizo y la dureza de su gesto guarda alguna sensibilidad, cierta solapada ternura. Seguramente, y quizá sin proponérselo, él mismo se encargó de humanizar la imagen. Muchas veces, abandonó a su típico personaje para asumir papeles emocionalmente más comprometidos, como en el episodio que compartió con Fanny Ardant en Más allá de las nubes (Antonioni, 1995) o lo llevó al terreno de la comedia como en Ruby & Quentin – Dije que te calles (Francis Veber, 2003), al lado de Gérard Depardieu.
No extraña su condición internacional: hijo de andaluces que huyeron de la dictadura franquista, nació en Casablanca en 1948, pero a los 12 años ya estaba instalado en Francia con su familia; allí asumió la vocación actoral de la que ya había dado señales en la infancia y apenas volvió de cumplir en Alemania con su servicio militar, fundó un grupo teatral. Desde 1979 hizo apariciones en films de Costa-Gavras ( Claro de mujer ) o Jacques Rouffio ( La passante du Sans-Souci , el último trabajo de Romy Schneider), pero su encuentro con Luc Besson resultó determinante: con él hizo los tres films que lo lanzaron a la fama: Azul profundo (1988), Nikita – La cara del peligro (1990) y El asesino perfecto (1994).
Para este último film, rodado en inglés y convertido en obra de culto en los Estados Unidos, aprendió el idioma que le facilitaría su ingreso en Hollywood. Sin abandonar su carrera en Europa, se unió entonces al equipo de Misión: imposible (Brian de Palma, 1996); combatió a Godzilla (Roland Emmerich, 1998), entró en el mundo del espionaje con Robert De Niro en Ronin (John Frankneheimer, 1998), fue tenaz investigador policial en El Código Da Vinci (Ron Howard, 2006) y se divirtió en los dos capítulos de La Pantera Rosa animados por Steve Martin.
Su figura es tan popular que hasta aparece en avisos comerciales japoneses. Pero nunca se aparta del clásico polar francés. Lo veremos pronto en El inmortal , donde encarna a un gánster retirado, mezcla de Bronson y Terminator, que debe volver a la acción, para vengarse de los autores de un ataque (22 disparos) al que logró sobrevivir.
Otro papel hecho a su medida.
LA NACION