Los hermanos desunidos (2ª entrega de este blog)

Los hermanos desunidos (2ª entrega de este blog)

[Continuación de Los hermanos desunidos (1ª entrega de este blog)]
Por Pacho O´Donnell
PARA JUSTIFICAR LA INVASIÓN
Florencio Varela, emisario de los unitarios exiliados en Montevideo, debía convencer a las cancillerías europeas sobre la necesidad de invadir a su propia patria. Para ello necesitaba algún documento que reforzara la imagen sanguinaria que Juan Manuel de Rosas se había ganado con sus excesos. Su confección quedó a cargo del escriba José Rivera Indarte. Nadie mejor indicado. Su odio a Rosas era mayúsculo; había sido federal, miembro de la Sociedad Popular Restauradora y a su pluma pertenecía el “Himno a Rosas” (“Oh, Gran Rosas, tu pueblo quisiera mil laureles poner a tus pies…!”). Según los unitarios, cruzó el río, como tantos otros, asqueado por las tropelías del rosismo. Según los federales, debió escapar de Buenos Aires procesado por estafa y falsificación de documentos y no perdonaba que Rosas no hubiese hecho nada por salvarlo. En 1843 se le encargan las “Tablas de sangre”, inventario de las atrocidades atribuibles al rosismo. Los partidarios de don Juan Manuel, citando el Atlas de Londres del 1° marzo de 1845, en artículo reproducido por Emile Girardin en “La Presse” de París, afirman que la casa Lafone, concesionaria de la aduana de Montevideo, habría pagado la macabra nómina a un penique el cadáver. Cabe señalar que Lafone & Co. era propietaria de Punta del Este, también de la isla Gorriti, y se le había concedido en exclusividad la caza de lobos marinos en la isla de Lobos por trece años.
Juntó 480 muertes y le atribuyó a Rosas todos los crímenes posibles: el de Quiroga y su comitiva, Heredia, Villafañe, etc.; enunció nombres repetidos y otros individualizados por las iniciales N.N. Los métodos variaban: fusilamientos, degüellos, envenenamientos (uno con masitas en una confitería), etcétera. El informe que Varela llevó consigo inventariaba otros actos bárbaros que justificarían la intervención extranjera por motivos de “humanidad”: “Las cabezas de las victimas son puestas en el mercado público adornadas con cintas celestes”, los degüellos se hacían “con sierras de carpintero desafiladas”. Rivera Indarte, entregada ya al delirio, agregó como apéndice su opúsculo: “Es acción santa matar a Rosas”. En él se revela que “su hija ha presentado en un plato a sus convidados, como manjar delicioso, las orejas saladas de un prisionero”. También “ha acusado (Rosas) calumniosamente a su respetable madre de adulterio (…) ha ido hasta el lecho en que yacía moribundo su padre a insultarlo”. Y como si todo esto no fuera suficiente: “Es culpable de torpe y escandaloso incesto con su hija Manuela a quien ha corrompido”.

EL SECRETARIO SABE QUE VA A MORIR
Facundo Quiroga abandona la gobernación de La Rioja y se instala en Buenos Aires, donde desarrolla una intensa actividad política, seduciendo tanto a federales como a unitarios, con la idea de proponerse como la figura clave para la por todos ansiada reorganización nacional, en competencia con el autocrático gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.
Como lo señala Domingo Faustino Sarmiento, “sus hijos están en los mejores colegios y jamás les permite vestir sino de traje o levita, y a uno de ellos, que intenta dejar sus estudios para abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta que se arrepienta de su locura”.
Aprovechando el prestigio que Facundo, o “don” Facundo como le gusta hacerse llamar ahora, tiene en las provincias, pero también para alejarlo del centro de decisiones porteño, el Restaurador le encarga la misión de mediar entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que amenazan con enfrascarse en una guerra. Si bien al principio vacila, el 18 de diciembre de 1835 el riojano parte en su galera, no sin presagios: “Si salgo bien te volveré a ver”, se despide de Buenos Aires, “si no ¡adiós para siempre!”. A su lado, en el asiento, viajará su fiel secretario, el doctor José Santos Ortiz, Este el que le informa que Rosas ha enviado un chasque que ha partido pocos minutos antes que ellos. Tal noticia inquieta sobremanera a Quiroga, quien intuye que la misión de tal mensajero es denunciar su itinerario, acordado con don Juan Manuel. Esto explica el porqué de la ansiedad del Tigre de los Llanos, tal como después lo informaran los encargados de las postas, por contar con caballos frescos y muy veloces: no dar tiempo a que los anuncios de sus arribos permitieran la puesta en marcha del atentado que seguramente intuía.
La breve detención en Córdoba da tiempo suficiente a Santos Ortiz para enterarse de lo que se rumoreaba: el asesinato de Quiroga estaba ya decidido, sus asesinos seleccionados, las tercerolas compradas. Sólo la llegada prematura ha impedido el drama. Pero cuando la galera se aleja, difuminada por el polvo, los pronósticos arrecian: el asesinato tendrá logar en el viaje de regreso. El secretario se lo comunica a su jefe quien, en una actitud que nuestra historia aún no ha podido explicar, hace caso omiso a las advertencias e inclusive rechaza las escoltas que le ofrecen los gobernadores de Santiago y Tucumán, cuyos diferendos ha sabido resolver. Facundo tenía una enorme confianza en su capacidad de influir sobre los demás, había llegado a creer en las dotes mágicas que las imaginerías de la época le adjudicaban.
Antes de llegar a la posta de Ojo de Agua la diligencia es interceptada por un joven que se cruza en el camino y pide hablar con el secretario. Este le ha hecho alguna vez un favor importante, y él está dispuesto a devolvérselo, aun a riesgo de su vida. Todo se lo cuenta: Santos Pérez, un malandado con varias muertes en su haber, está emboscado en un paraje llamado Barranca Yaco, al frente de una partida armada hasta los dientes y con la orden de que nadie, absolutamente nadie, debía quedar vivo. Tal era la orden. El joven Sandivaras había traído un caballo a la rienda y se lo ofrece a Ortiz para que salve su vida. Habrá vacilado, seguramente, el secretario. Habrá mirado el caballo que lo tentaba con la supervivencia y habrá mirado a su jefe, aquel hombre por el que sentía una devoción rayana en la adoración. O que le inspiraba un temor tal que le impedía pensar en su propia conveniencia.
Por fin, cumple con su destino y con aquella sentencia de Marco Aurelio: ‘La vida es guerra. Y la estancia de un extraño en tierra extraña’.
El doctor Santos Ortiz trepa otra vez a la galera y se sienta junto a Facundo.

EL TINTERO DE LA MEMORIA
El ‘Ejército Libertador” franco-argentino avanzaba sobre Buenos Aires para acabar con la tiranía de Rosas. Su jefe, Juan Lavalle, ordena hacer alto. Con el pretexto de sosegar a algunas partidas federales se desvía al frente de un regimiento. Entra en Navarro el 22 de agosto de 1840 y se dirige a la estancia “La Almería”.
El general Iriarte, entonces su subordinado, anota en sus “Memorias” que Lavalle cae en una profunda melancolía. Durante cinco días se encierra en un hondo mutismo, sentado en el mismo escritorio donde doce años antes había firmado la sentencia de muerte de Dorrego. El mayordomo de la estancia, en señal de amistad, le regala el tintero en el que había mojado su pluma. Lavalle lo tomó en su mano desprevenidamente y, al reconocerlo, lo hizo trizas contra el suelo.

SAQUEO, VIOLACIONES Y MUERTE
Las jóvenes corrían despavoridas por las calles de Colonia del Sacramento, aullando de terror con sus ropas desgarradas. Los saqueadores arrasaban con todo lo que encontraban. El cielo parecía cobrar vida con el relumbre de los incendios. Ni siquiera la iglesia se libró de los desmanes, ya que en ella se celebró la victoria con orgías y borracheras.
Días después, la escuadra de mercenarios italianos, con sus talegos rebosantes de oro y plata, leva anclas y se interna en el Uruguay. Al llegar a Gualeguaychú repiten el saqueo. El pueblo estaba desguarnecido y fue fácil para los italianos, que actuaban las órdenes de la escuadra anglo francesa que en octubre de 1845 invadía las Provincias Unidas del Río de la Plata, desarrollar sin inconvenientes su cruel codicia y lujuria.
El jefe mercenario de esta horda salteadora era Giuseppe Garibaldi, que años más tarde se constituiría en el héroe de la ciudad italiana y prócer nacional de Italia.
CLAVES DE LA HISTORIA ARGENTINA. NOTICIAS