28 May Freud, el mito en disputa
Por Ana María Vara
Para comprender un libro es necesario situarlo en su contexto: entender de qué conversación forma parte, qué se propone decir, a quiénes se dirige. En términos lingüísticos, un libro es como un largo turno de habla, precedido por la intervención de unos participantes, respondido por otros, escuchado con atención o de soslayo por unos cuantos. También es una presentación pública de su autor, que al escribir construye una personalidad (una “persona”: etimológicamente, una máscara) y demanda cierta forma de reconocimiento de su auditorio. El crepúsculo de un ídolo. La fabulación freudiana , de Michel Onfray, es una larga diatriba contra el creador del psicoanálisis, que se propone como el desenmascaramiento de un mito. Más importante que lo que dice es que lo diga en Francia y en voz muy alta un intelectual reconocido a regañadientes por la academia. Incluso después de irrumpir en escena con títulos como El vientre de los filósofos , en 1989, Onfray siguió siendo profesor de Filosofía en un colegio secundario. Dejó ese puesto en 2002, tras consolidar una propuesta teórica consistente, apoyada en una notable producción que alcanzó tiradas de bestseller. Se ocupó entonces de crear la Universidad Popular de Caen. Debe repararse en el calificativo “popular”, que designa instituciones educativas de tipo alternativo, pensadas para ofrecer oportunidades a sectores tradicionalmente excluidos de los estudios superiores. La de Caen no tiene requisitos de ingreso, no cobra aranceles y no da diplomas.
La academia respondió con virulencia: reseñas indignadas, flamígeras, algunas decididamente indignas, ocuparon las páginas de la prensa general y especializada. ¿Por qué tanto odio? , compilado por Élisabeth Roudinesco, profesora de historia en la Universidad París VII y referente mundial en el estudio del psicoanálisis, recoge una parte sustancial de esa reacción. Recorriendo las páginas de ambos libros, el lector oscilará entre la reflexión, la repulsión y la carcajada: sorprende que todavía pueda hablarse de Freud con ese grado de encarnizada crítica y apasionada adhesión.
Todo comenzó en 2005, con la publicación en Francia de El libro negro del psicoanálisis , editado por Catherine Meyer y en el que participaron decenas de autores. La recopilación ataca el psicoanálisis en cuatro frentes: revisa las falsedades y mitificaciones en torno al trabajo de Freud (su práctica clínica, las “falsas curas”); cuestiona su eficacia como terapia; analiza la legitimidad de sus practicantes (algunos muy famosos no eran médicos ni psicólogos); critica la inaccesibilidad de ciertos archivos y el silencio de los medios sobre estas cuestiones. Onfray reconoce que El libro negro y la agitada respuesta que suscitó en la academia despertaron su interés por volver a pensar a Freud. Podría decirse, sin embargo, que esa polémica apenas fue un desencadenante. El libro negro se cruzaba con un gran proyecto del francés: escribir una contrahistoria de la filosofía occidental, rescatando autores olvidados por la tradición dominante, a la que describe como “un linaje idealista y espiritualista compatible con la visión judeocristiana”. Dado que Onfray clasifica a Freud entre los filósofos, desbancarlo como representante sumamente influyente de esa tradición parecía una tarea, más que previsible, obligada.
El crepúsculo de un ídolo es un largo trabajo, con una argumentación cuidadosa y docuemntada, que entronca con El libro negro y potencia su mensaje. Fundamentalmente, por la posición enunciativa de Onfray, quien escribe con el mismo fervor con que leyó a Freud en su adolescencia: parece increparlo desde el lugar del hijo decepcionado porque su padre, finalmente, no está a la altura de la admiración que le profesaba. No es trivial que el libro comience con el relato de las primeras lecturas de Freud por un Onfray quinceañero, apenas salido de un orfanato católico donde padeció asaltos pedófilos. Nietzsche, Marx y Freud fueron los tres “amigos” -así los llama- que liberaron al joven de las amenazas del infierno, las humillaciones de un hogar pobre, la indignidad del acoso: representaron “tres faros en la alta mar azotada por los tormentos de la adolescencia”. Ahora bien, este anclaje vital no es caprichoso: es la actitud razonada de alguien que entiende la filosofía como “un arte de pensar la vida y vivir nuestro pensamiento, una práctica para guiar nuestra barca existencial”.
Onfray presenta dos tesis fundamentales: que Freud es un filósofo vitalista, en la genealogía de Schopenhauer y Nietzsche, “pensadores que lo marcaron a tal punto que él negaba toda influencia con una vehemencia sospechosa”. Y que el psicoanálisis es un traje cortado a su medida: como sólo refleja su inconsciente, “es una disciplina verdadera y justa sólo en lo concerniente a Freud”. La biografía del creador del psicoanálisis constituye, entonces, un foco central de El crepúsculo de un ídolo . Onfray revisa distintos episodios de su vida, en relación con el desarrollo de su pensamiento. La palabra “incesto” surge inmediatamente: no hay tal complejo de Edipo universal, que afecte a todos los niñitos, sino que es Freud quien estuvo efectivamente enamorado de su madre y odió a su padre como a un rival. La misma palabra reaparece al hablar de la relación de Freud con su cuñada, que vivía bajo el mismo techo y con la que realizó varios viajes dejando en casa a su esposa. Y otra vez, al comentar el vínculo de Freud con su hija Anna, que se convirtió en su colaboradora siendo adolescente y a la que psicoanalizó por casi diez años.
Otras fuertes acusaciones tienen que ver con la temprana construcción de una “leyenda”, que Onfray busca demoler con el rescate de una dedicatoria a Mussolini, el análisis de la relación de Freud con sus discípulos, el rastreo de la biblioteca negada. En cuanto a la megalomanía, el autor francés esgrime un arma poderosa, provista por el propio involucrado. En el artículo “Una dificultad del psicoanálisis”, publicado en 1917, Freud se compara con Copérnico y Darwin, al colocar su teoría como la culminante de una serie de tres afrentas al narcisismo humano, que sacaron al hombre del centro del universo, lo vincularon con los animales y quitaron al yo el lugar de “amo de su propia casa”: la mente. La comparación con Napoleón en el momento de la autocoronación que propone Onfray no parece muy exagerada.
¿Por qué tanto odio? , el libro de Roudinesco, clarifica algunos aspectos y oscurece otros. “Frente a este álter ego enviado al infierno, el autor se ve a sí mismo como un libertador que ha venido a liberar al pueblo francés de su creencia en un ídolo del que anuncia su crepúsculo”, comenta, acertando al describir el gesto de Onfray, más que cuando analiza sus palabras. Roudinesco califica al libro de “libelo” y sugiere que podría buscar sólo intereses comerciales. Algunas páginas más adelante, Christian Godin, profesor de filosofía en la Universidad de Clermont-Ferrand, dice que El crepúsculo de un ídolo está lleno de “barbaridades” y vincula la propuesta filosófica de Onfray con la ideología neoliberal, afín con las “terapias de la felicidad por encargo y la farmacia”. El también profesor de filosofía Franck Levièvre cree que comprar el volumen es “vender el cerebro a Coca-cola”. El psicoanalista Roland Gori sigue en esa línea y lo compara con un reality. Los calificativos resultan más elocuentes en su calidad y cantidad que es su contenido.
Sin dudas, el ataque de Onfray es cruel y poderoso, como cargas de explosivos colocadas en los cimientos del psicoanálisis. Hay que decir, sin embargo, que lo debilita el hecho de que se apoye en una visión idealizada del trabajo intelectual, contra la que contrastan las realidades mundanas de la construcción de una teoría, siempre hechas de retazos, en corrección, por un hombre, Freud, que debe ganarse el sustento con su consultorio, mientras la vida avanza a los tumbos en una Europa convulsionada.
En este sentido, lo más perturbador de El crepúsculo de un ídolo está fuera del libro, después del libro. Es inquietante que representantes de una escuela de pensamiento tan de ruptura como el psicoanálisis cierren filas de manera instantánea, como guardia pretoriana del emperador. Freud tiene un lugar consagrado en la historia del pensamiento occidental, en el que dejó una marca indeleble, más allá de cuánto se lo pueda discutir. Incluso sus observaciones sobre el inconsciente están siendo recuperadas por las neurociencias, que obviamente no leen el psicoanálisis literalmente. La pregunta es, entonces, ¿por qué tanto celo en su defensa? Ciertamente, Onfray parece presentar un “caso” ante la opinión pública francesa. Pero no psicoanalítico, sino judicial, al mejor estilo de Émile Zola: la hipersensible respuesta de la academia termina de convertir su gesto en una crítica al sistema.
LA NACION