Estrategias que llevan a la derrota contra el narcotráfico

Estrategias que llevan a la derrota contra el narcotráfico

Por Juan Gabriel Tokatlian
El deber fundamental que tiene la Argentina frente al tema de las drogas y el crimen organizado es tener un diagnóstico preciso, franco y consensuado. Si el país pretende alcanzarlo es importante que sus dirigentes, funcionarios, analistas y comunicadores eludan cinco estrategias que, a pesar de ser usuales, se han probado nocivas: la negación, la confusión, la desatención, la consolación y la tergiversación. Probablemente, algunos ejemplos concretos ayuden a comprender la gravedad y los costos que se derivan de asumirlas.
Un caso emblemático de la estrategia de la negación ha sido México. En mayo de 1997, por ejemplo, se difundió un informe elaborado por el Grupo de Contacto de Alto Nivel mexicano-estadounidense en el que se afirmaba que los narcotraficantes mexicanos “no han logrado reflejar su poder económico en un poder político equivalente”.
Asimismo, se indicaba que “carecen de infraestructura y de organización necesaria para efectuar, por sí mismos, operaciones de magnitud internacional”. Por último, se aseveraba que “una organización mexicana difícilmente podría insertarse en esquemas culturales ajenos a los suyos con la facilidad con que lo hacen las organizaciones de otros países que conocen y fundamentan sus operaciones en su propio contexto”. Una década después, la letalidad del narcotráfico en México es elocuente. ¿Qué sucedió? En los noventa, el caso “descarriado” era Colombia: de allí que Washington le retirase la visa de entrada al presidente Ernesto Samper y sometiera al país andino a una inclemente política coercitiva. México, por el contrario, y debido a razones de política interna en Estados Unidos, era el caso “ejemplar”, a pesar de que el narcotráfico crecía a los ojos de todos, a uno y otro lado de la frontera. A México y a Estados Unidos les servía, por motivos distintos, negar la dimensión que ya tenía el crimen organizado mexicano.
La estrategia de la confusión ha consistido en asumir la existencia de dicotomías nítidas frente a las drogas. Una de las perspectivas más habituales es la que separa “países productores” y “países consumidores”. Bajo esta racionalidad, América latina sería un polo productor de drogas y Estados Unidos y Europa, los polos de consumo. Lo anterior ha disimulado que Estados Unidos se haya ido convirtiendo en el principal productor mundial de marihuana, que Holanda y Bélgica sean dos de los más grandes productores mundiales de éxtasis y que, en conjunto, los países de Sudamérica constituyan el tercer mercado mundial de consumo de cocaína. Divisiones semejantes se hacen entre “puntos de tránsito” y “núcleos de distribución”, entre “receptores y proveedores de precursores químicos” y entre “vendedores de estupefacientes” y “mercaderes de armas”. Este tipo de segmentación no ayuda a entender la complejidad del asunto de las drogas, su expansión y capacidad de mutación. Lo fundamental es comprender cómo opera globalmente el emporio de las drogas y cómo se despliega en cada espacio territorial específico.
A su vez, la estrategia de la desatención se ha manifestado en el desdén y la naturalización de ciertos procesos y medidas. Por ejemplo, bajo la racionalidad de la “guerra contra las drogas” se entiende que hay efectos indeseados y alcances indeliberados y, por lo tanto, se los incorpora en la implementación de aquella cruzada. Prevalece la decisión política -sea burocrática o ideológica- de continuar el curso de acción. Si se conciben paliativos es, primordialmente, para hacer más eficaz la acción punitiva. Se impone, casi siempre, un uso instrumental de la información y el aprendizaje logrado es insustancial: la “guerra contra las drogas” no se puede ni debe detener. Por ello, sólo un fracaso estrepitoso de la política vigente, un costo presupuestal astronómico para sostenerla o la configuración de una coalición sólida con suficiente poder para impugnarla podría alterar la continuidad de la cruzada antinarcóticos.
La estrategia de la consolación se caracteriza por proclamar, cada cierto tiempo, una gran victoria contra el narcotráfico a pesar de que el problema persiste, muta y se degrada. Por ejemplo, la extradición de nacionales ha sido un pilar importante de la política antinarcóticos en varios países de América latina. Con esta práctica se esperaba que los sistemas judiciales tuvieran una menor carga y pudieran fortalecerse. Se buscaba también que la colaboración jurídica redundara en efectividad respecto de la desarticulación del fenómeno de las drogas, y que la amenaza y el uso de este instrumento sirvieran como disuasivo para que ingresaran menos personas en el negocio. En la última década, el recurso a la extradición se convirtió en un hecho común en México, la Cuenca del Caribe y el mundo andino. En ese sentido, Colombia ha sido el país que en la historia contemporánea ha extraditado más nacionales. Sólo entre 2000 y 2010 el total de ciudadanos colombianos extraditados alcanzó la cifra de 1221; la gran mayoría de ellos a Estados Unidos. Sin embargo, la aplicación de la extradición ha sido, en materia de lucha antidrogas, bastante inútil. Los narcotraficantes no se han disuadido (siempre hay alguien que reemplaza al extraditado); la justicia no ha incrementado su eficacia (salvo simbólicamente); el emporio de las drogas no se ha reducido (sino que se ha readecuado); la violencia y criminalidad no se ha modificado (aunque se dispersó en términos geográficos); el consumo interno de sustancias psicoactivas ilícitas en los países que la aplican no ha decrecido (en varios casos aumentó) y el impacto sobre la demanda ha sido nulo.
Asimismo, la estrategia de la tergiversación se ha reflejado a través del involucramiento de las fuerzas armadas en el combate contra las drogas. Aquello que comenzó como una participación episódica y temporal en tareas que competían a la policía y/o a cuerpos de seguridad especializados se fue transformando en una labor constante y decisiva de las fuerzas armadas de la mayoría de los países latinoamericanos. Ante las exigencias de Washington y el interés corporativo de muchos mandos castrenses en la región, la militarización de la lucha antinarcóticos se volvió irresistible. En todos los casos en los que se manifestó esa militarización, los resultados fueron desafortunados en el terreno institucional, e improductivos en el combate mismo contra las drogas. Cada cierto tiempo, se anuncian victorias trascendentales gracias al despliegue represivo militar: al cabo de algunos años, comparando las situaciones históricas y las existentes, y ante la multiplicación de frentes de combate antidrogas, se aprecia que apenas se trataba de triunfos pírricos.
En este contexto, si la Argentina desea evitar esas cinco estrategias resulta clave asumir premisas sustentadas en evidencias específicas. Primero, es indispensable comprender el lugar del país en la actual geopolítica de las drogas para no caer en la tentación de negar lo que sucede ante nuestra vista. El hecho de que la demanda interna haya mostrado en años recientes niveles inquietantes; de que el Cono Sur (en especial, Brasil y Paraguay) se haya vuelto un escenario fundamental de despliegue del crimen organizado; de que la empresa de los narcóticos pretenda alcanzar mercados en auge (como Europa) a través de nuevos nodos de tránsito en Africa occidental (Ghana, Guinea, Nigeria) para lo cual la ubicación de la Argentina es estratégica, y de que mafias transnacionales, en sociedad con grupos delincuenciales locales, operen con facilidad en el país hacen de la Argentina un actor cada vez más gravitante en la dinámica de las drogas. En los próximos años ese papel crecerá de no adoptarse medidas certeras y eficaces.
Segundo, es importante no confundir lo que sucede en el país. Hace un buen tiempo que la Argentina no es sólo un punto de tránsito: hoy está atravesada por una lucrativa cadena productiva ilícita que involucra procesamiento, tráfico, distribución y uso de drogas; actividades vinculadas a los precursores químicos, al lavado de activos y a las armas livianas; manifestaciones de violencia múltiple; el asentamiento de bandas internacionales ligadas al emporio de los narcóticos; la corrosión de la justicia; el avance de la criminalidad nacional; la connivencia entre crimen organizado, fuerzas policiales y grupos políticos; el aumento de la corrupción pública y privada. La idea de que en materia de drogas hay un “afuera” caótico y agresivo y un “adentro” estable y controlable es errada y peligrosa.
Tercero, no es prudente desatender los efectos indeseados de ciertas políticas públicas o de su ausencia. En general se entiende que los tomadores de decisión no diseñan o ignoran algunas políticas con una intencionalidad negativa prefigurada. Sin embargo, es pertinente preguntarse si después de tanto tiempo de implementación de las mismas tácticas con los mismos resultados y de desconsiderar otras medidas más razonables no será hora de reestructurar la política antinarcóticos. Criminalizar más al usuario de drogas no resuelve el problema y tiene consecuencias sociales perjudiciales. A su vez, carecer de un sistema de radares para detectar el ingreso de aeronaves hostiles es incomprensible ante la envergadura del tema de los narcóticos en Sudamérica. En realidad, a estas alturas se trata de un error político significativo: es de esperar que la creación del Ministerio de Seguridad sirva para establecer una política integral y sólida en materia de drogas.
Cuarto, la Argentina no se puede consolar con el hecho de que sus problemas en el frente de las drogas sean menores que los de naciones como Brasil, Colombia o México. Ese tipo de consuelo lleva a reforzar la estrategia de la negación y, cuando el problema estalla en toda su dimensión, a buscar una salida categórica, rápida y milagrosa. Muchas evidencias en la región muestran que el consuelo temporal termina en tragedia definitiva. Todo lo que se haga, o se deje de hacer ahora, tendrá consecuencias.
Quinto, el país no debe quedar preso de la tergiversación. Involucrar a las fuerzas armadas en la lucha contra las drogas es la peor opción. El efecto de la participación militar en las acciones antinarcóticos ha incidido negativamente sobre las relaciones cívico-militares, en el estado de los derechos humanos y en los grados de corrupción a lo largo y ancho de América latina. El papel directo y activo de las fuerzas armadas no significó un avance en la eliminación ni incluso en la reducción de las drogas.
En síntesis, es crucial una mayor deliberación sobre los desafíos que ya generan el narcotráfico y el crimen organizado, y ésta es la antesala de un buen diagnóstico

LA NACION