El ocaso de la cultura del trabajo

El ocaso de la cultura del trabajo

Por Diana Cohen Agrest
Durante el siglo pasado, los ideales que forjaron la Argentina fueron encarnados por las corrientes inmigratorias que veían en el estudio un instrumento de movilidad social y, en el trabajo meritocrático, la actividad que prestaba su identidad a la persona de bien. Ese ideario, sin embargo, no era privativo de las profesiones liberales. Cualquier oficio solía ser animado por la aspiración a la excelencia; si se era zapatero, hacer buenos zapatos; si se era maestro, saber enseñar. El trabajo confería identidad, se era lo que se hacía.
Esa dignificación necesitó del devenir de la historia que desmitificó el trabajo estigmatizado por un pecado de origen: al fin de cuentas, Jehová maldijo a Adán sentenciándolo a ganarse el pan con el sudor de su frente. Profundizando esa marca primordial, la etimología de “trabajo” se asocia con el latín tripalium , un instrumento de tortura hecho con tres ( tri ) palos (en singular, palium ) en los cuales se amarraba a los esclavos para azotarlos. Y tan equivocados no estaban, porque desde siempre, tras una jornada extenuante, hombres, mujeres y niños regresaban a sus hogares como si hubiesen sido apaleados.
El estigma que unió al hombre con el trabajo perdura todavía en la docena de acepciones que suelen recoger las definiciones de diccionario, prodigalidad que nos revela que definir el trabajo por su rasgo esencial es una tarea casi imposible.
Si lo definimos por el esfuerzo, lo cierto es que no todo lo que requiere esfuerzo es un trabajo: correr una maratón deja exhausto al corredor amateur y nadie pone en duda que es un esfuerzo enorme. Pero no es un trabajo. Y si lo definimos como una ocupación retribuida, la réplica espontánea dice que, según esa definición, el ama de casa o el esclavo no trabajan, cuando en verdad lo hacen en demasía.
Y ni hablar si lo definimos en términos de tiempo y espacio: antiguamente, el obrero vendía su fuerza de trabajo al patrón, quien le imponía los límites temporales y espaciales porque el obrero se comprometía a trabajar de sol a sol en la fábrica o en el taller. La fragmentación del mundo laboral parece relegar ese escenario ante la irrupción de los llamados “trabajos móviles”, donde no importa tanto cuándo ni dónde se trabaja, con tal de que se realice la tarea.
Es cierto que la flexibilidad se promociona como un dispositivo que permite que el trabajador tenga mayor poder sobre su vida porque tiene la libertad de elegir cuándo y dónde cumplir con los objetivos prefijados. Pero su otro rostro menos benévolo muestra que la flexibilidad laboral hace del futuro un espectro impredecible, y así como se licuan las horas y el lugar de trabajo, se pierde el sentido de pertenencia y de identidad que un trabajo tradicionalmente ofrecía. Un síntoma semejante del desarraigo son los empleos temporarios, que alimentan desde los trabajos no formales hasta, en el sistema público mismo, los interinatos docentes fomentados por el sistema abusivo de las licencias eternizadas de los titulares.
Prosiguiendo una tradición acuñada en la Grecia clásica, muchos sostienen que el rasgo presuntamente distintivo del trabajo es el que diferencia la ocupación voluntariamente elegida de la que se hace por necesidad. Mientras que el obrero fabril trabaja por necesidad, el artista, por mencionar sólo un ejemplo, elige ser artista. Pero parece ser que la vocación es una pasión con la que los dioses bendicen a quien tiene la suerte o la habilidad de vivir de ella. Porque quien más, quien menos, además del pago justo, desea descubrir un sentido en lo que hace. Por cierto, no es sencillo, pues la retribución económica no siempre va de la mano con la vocación: los médicos rurales o los maestros de frontera seguramente encuentran un sentido en su trabajo que difícilmente encuentre el agente de bolsa.
Ya en la sociedad soñada por Marx en La ideología alemana, de 1845, el trabajo se concibe como la posibilidad para la realización vital de cada individuo. Según escribe, la gente elegiría libremente hacer lo que desea hacer cuando lo desea hacer, pues mientras “en todas las sociedades anteriores (el hombre ha sido) cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo si no quiere verse privado de los medios de vida, en la sociedad comunista -prosigue Marx- la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico”. Tiempo después renunciará a ese idílico escenario: mientras que en el joven Marx el reino de la libertad se descubre en el trabajo auténtico, no alienante, en cambio, el Marx maduro de El capital reconoce que, puesto que se trabaja para satisfacer nuestras necesidades, el trabajo nunca puede ser libre.
Lo cierto es que no se logró crear otra categoría social en torno de la cual organizar la sociedad en Occidente. Mientras que antes, hacer era hacerse a través del trabajo, nuestra identidad social parece dirimirse en el acceso a los bienes que el mercado ofrece. Pero el sentido de acceder a un bien no radica tanto en su uso o disfrute (porque en cuanto se lo posee, inmediatamente se está pensando en el próximo bien a alcanzar) como en la satisfacción de “pertenecer” (ilusoriamente o no) a determinado segmento social.
El consumo indiscriminado no es el único mecanismo social que opera a contracorriente de una revalorización del trabajo como una fuente legítima de construcción de la identidad. Tras el nacimiento del capitalismo, la jornada laboral llegó a su pico aproximadamente en 1850 cuando el operario recibía un jornal. Cuando se introdujo el salario por horas, una carga horaria mayor significaba una retribución proporcional. Poco interesaba a las patronales de entonces extender en demasía la jornada laboral, porque las últimas horas de trabajo, con obreros cansados, no eran tan productivas como las tempranas.
Hoy la carga horaria se redujo a la mitad, aunque la producción se quintuplicó. Según un reciente estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), mientras los belgas adoran el dolce far niente , los japoneses, los coreanos y los mexicanos encabezan, en ese orden, el ranking de quienes consagran más horas diarias al trabajo. Aunque es sabido que una mayor carga horaria no implica necesariamente una mayor productividad. El contraejemplo de la jornada extendida es Alemania, donde los trabajadores tienen menor carga laboral, pero su alto nivel de especialización y competitividad darían cuenta de este cisne negro que produce más en menos tiempo.
En lo que nos toca, estamos tan lejos de Alemania como del karoshi , la muerte en Japón provocada por exceso de trabajo que levanta una ola de juicios de familiares del muerto, quienes demandan una compensación por parte del empleador. Pero aunque estamos a salvo del karoshi , tras el desmantelamiento de la industria en los 90, el transitorio “milagro” sojero -ilusoriamente considerado un motor sustentable de la actividad económica- eclipsa el índice de desempleo real ocultado con la inclusión de los planes sociales en los guarismos de ocupación laboral.
La incapacidad de crear nuevas fuentes de trabajo genuino es apenas una de las falencias enmascaradas tras los beneficios colaterales de una agenda cortoplacista que no toma en cuenta sus consecuencias directas en las condiciones sociales: desocupación, exclusión y marginalidad.
Tal vez uno de los contrasentidos de nuestra sociedad destemplada es que mientras la amenaza de la precariedad laboral ensombrece la posibilidad de insertarse en formas de organización productiva, y mientras se promueven políticas asistencialistas que perpetúan la dependencia de los más desfavorecidos y profundizan la desigualdad social, se atrofia, en un mismo gesto, la generación de una riqueza sustentable arraigada en una genuina cultura del trabajo.
LA NACION