El mito, verdad profunda

El mito, verdad profunda

Por Javier Goma Lanzon
En 1922, cuando pronunció la conferencia “Sobre la república alemana”, Thomas Mann inició una travesía espiritual que, años más tarde, culminaría en una larga novela sobre la saga bíblica titulada José y sus hermanos . Su escritura fue precedida de una asunción decidida y consciente de la función educativa y civilizatoria del mito. Con ello, verificaba en su persona y en su obra el gran giro que estaba experimentando la cultura de su tiempo. Conforme a la interpretación tradicional, la cultura había nacido al producirse en Grecia el paso “del mito al logos”, es decir, la sustitución de la mentalidad mítica y mágica por la racionalidad de la filosofía y la ciencia. En el siglo XX, se estaba describiendo el giro inverso: una crítica al “logos” occidental, que tenía mucho de vuelta al mito. Claro que el mito que se recupera entonces no es lo que un “logos” excesivamente seguro de sí mismo había imaginado que es: una aleación caprichosa de fantasías coloridas y sugerentes, pero completamente irracionales. Se descubre, por el contrario, que hay una verdad en el mito.
La naturaleza sigue unas regularidades que las leyes científicas explican: precisamente porque los hechos naturales se repiten, la ciencia puede ser predictiva. El reino natural se compone de sustancias minerales, vegetales, animales y también humanas, aunque la naturaleza no agota la totalidad de lo humano, porque el hombre presenta, además, un torso no natural: la libertad. Las creaciones de la libertad son únicas, imprevisibles, sorprendentes incluso para su autor, y esto presta a las realizaciones humanas, que se suceden sin sujetarse a un criterio uniforme, una dimensión temporal.
Solemos excusarnos a diario de mil menudencias pretextando que no tenemos tiempo, cuando, bien mirado, lo único que tenemos es tiempo, pues somos tiempo; no entidades repetitivas, sino fluyentes, ondulantes. Incurrimos en contradicciones, pues el antes y el después de nuestro decurso vital no coinciden. Más aún, somos una contradicción viviente: la naturaleza nos privilegia con una individualidad autoconsciente, pero nos castiga dispensándonos el mismo destino cruel que al resto de sus criaturas que no tienen conciencia de sí mismas. De ahí las aporías y los dilemas, y las tensiones que conforman el humano devenir. La identidad del hombre depende de la habilidad para crearse una narración creíble sobre el mundo que ilumine el sentido de la existencia y otorgue a su vida un papel digno y significativo dentro del conjunto.
La ciencia positiva merece máximo respeto, pero el positivismo -el imperialismo de la ciencia- se equivoca cuando asimila al hombre a la naturaleza, al aplicar un método que vale para las realidades repetitivas, pero no para las narrativas. No el tratado discursivo ni la ley científica, sino sólo el mito, que es un relato, hace justicia a lo inaprensible de la condición humana y sabe captar ese meollo enigmático de su ser. En términos de Wittgenstein, la ciencia dice, mientras que el mito muestra: hay, en efecto, algo en el hombre irreductible a conceptos bien recortados, pero dócil a su representación y patentización narrativa. Si se dice, por ejemplo, que Aquiles es al mismo tiempo el más afortunado y el más desdichado de los hombres, tal proposición es absurda para la ciencia, pero la antinomia se deshace si se despliega en una relación de antes-después (afortunado en Esciros, desdichado en Troya), o si comprendemos, como da a entender su mito, que la negatividad de morir joven le proporciona, paradójicamente, la gran gloria de ser el mejor de todos los griegos.
Esos cuentos folklóricos sobre héroes que realizan grandes hazañas o se enfrentan a monstruos legendarios no respetan la lógica, pero son racionales, bien que su racionalidad no es científica sino artística. Como el arte, los mitos seleccionan sus ingredientes de entre lo plural y fragmentario del mundo y, transformando el azar en necesidad, crean con ello la ficción de un orden significativo y unitario que integra lo meramente circunstancial de la experiencia humana en un todo comprensivo y legitimador. Por eso son siempre usados para explicar la fundación de una ciudad o de un pueblo, y por eso en el interior de nuestra conciencia flota también la mitología de nuestra identidad personal, satisfaciendo en nosotros la demanda de narraciones y colaborando con la obligada construcción narrativa de la realidad. Cuando los pintores del Renacimiento vuelven una y otra vez a los mitos grecolatinos y bíblicos, no lo hacen animados exclusiva ni primeramente por motivaciones estéticas, sino porque creen que en esas historias transmitidas por la tradición se halla involucrada una profunda verdad humana, no por indefinible menos verdadera.
Por último, el mito, destaca Mircea Elíade, asume siempre una función ejemplar. A diferencia de las novelas modernas, no le interesan las individualidades excéntricas o las situaciones inusitadas, irrepetibles; por el contrario, sus héroes son arquetipos que protagonizan historias paradigmáticas. Busca la identificación de la audiencia con situaciones existenciales esenciales y comunes en el hombre, pero amplificadas a un grandioso escenario cósmico. La novela moderna es una autoconciencia aristocrática que se expresa en nombre propio, en tanto que el mito, creación anónima, lo hace siempre en nombre de todos.
Este igualitarismo intrínseco al mito fascinó poderosamente a Thomas Mann al operarse la gran transformación en su vida. En aquella conferencia de 1922, se retractó públicamente de su refinada pero obscena apología del belicismo guillermino contenida en Consideraciones de un apolítico (1918) y abrazó la causa de la Constitución de Weimar y de la democracia. Paralelamente, abandonó los argumentos de sus novelas anteriores centrados en esos (son sus palabras) “burgueses descarriados” y durante los siguientes quince años consumió la madurez de su talento en la recreación del mito del José bíblico. Mann explica esta evolución espiritual en sus ensayos sobre Freud y en su autobiografía: “Di el paso de lo individual-burgués a lo típico-mítico”. Ambas transiciones, la política y la literaria, coinciden en lo sustancial, porque, para Mann, el mito es la representación artística de la democracia.
LA NACION