16 May Combate a la muerte vestido de enfermero
Por Alejandra Rey
Lo preparó, lo miró largamente, cargó su cuerpito escuálido y maltrecho de cinco años en los brazos, lo sostuvo fuerte mientras los médicos le daban la bienvenida con palabras tiernas y lo depositó en el quirófano helado. Antes de que lo durmieran y de pie junto a la madre, que acariciaba las manos y besaba los ojos tristes de su hijito enfermo, él también se despidió de su pequeño paciente. “Te espero a la vuelta, papito”, le dijo.
Tomás murió una hora después, mientras los médicos de la Fundación Favaloro luchaban contra la gravísima cardiopatía que lo había condenado desde su nacimiento a una vida amarga, y él, Jorge Fernández, enfermero de terapia intensiva pediátrica, se sentó sin hablar, junto con un colega que había estado con Tomás en las últimas horas, muy cerquita de esa madre desolada, y los tres, en silencio, velaron al niño muerto durante toda la noche, carcomidos por una tristeza última, sin poder creer que ya no lo escucharían llorar.
Ahora, frente a sus pájaros, sentado en la galería del patio de su casa, en Matheu, partido de Escobar, Fernández, el “Gordo Jorge”, como todos lo llaman, se quiebra por primera vez en dos horas de charla, al recordar a Tomás, a su madre y aquella noche en que el chiquito dejó de sufrir para siempre. “Es duro ver morir a los chicos. Ese nene me había llegado muy hondo, acá -y se señala el pecho-, y cuando me dijeron que no había salido de la operación me partió al medio.”
-¿Usted cree en los milagros?
-Por supuesto. Donde yo trabajo milagros hay siempre. Me acuerdo cuando entró una beba de dos meses a la unidad que venía para un trasplante cardíaco y, aunque no lo creas, hizo seis paros durante la operación. Lo recuerdo a Julio haciéndole masajes en el pechito. Y la sacó. Esa nena tiene ahora cerca de dos años.
Julio, a quien el “Gordo Jorge” hace referencia, es el doctor Julio Trentadue, médico de la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos de la Fundación Favaloro, y quien escribió a “Historias con nombre y apellido”, casi pidiendo perdón “por molestar”, para hablar de Jorge, sin que el hombre supiera nada.
Decía el correo electrónico: “el Señor Fernández es un hombre extraordinario que ama su trabajo porque ama a los niños, sobre todo a aquellos que sufren los más variados atropellos que se le ocurren a sus enfermedades. Fue combatiente en Malvinas y parece que no le alcanzó con tanto sufrimiento por ahí y sospecho que, como se debía una victoria, se dedicó a una especialidad épica para poder emocionarse con cada chico que sale adelante en batallas que no envidian nada a las que él pasó por aquellos años.
“Todos su compañeros, que son los míos, son gente muy especial, pero hay que ver a este gordo inmenso emocionarse con el alta de alguno de esos bebes que tantos darían por perdidos. O contener como nadie, con el corazón, a los papás que flaquean en su lucha. Contar su historia puede ayudar para que mucha gente se inspire en ella para seguir el ejemplo del Gordo Jorge, al elegir una profesión que necesitamos todos”.
Jorge no va a ahorrarnos nada de su pasado increíble durante la nota, lo va a contar todo con una voz casi inaudible, pausada, con pocos contrastes, sentado en el sillón frente a la enorme pajarera donde atesora jilgueros, canarios, especies extrañas, que lo escuchan llegar y cantan a la vez. Ese es su pasatiempo: los pájaros.
Su trabajo: cuidar y ayudar a curar a chicos, que a veces llegan con un hilo de vida.
Su historia: la de un hombre que vivió todo lo imaginable, desde balas hasta discriminación por ser morocho, y que juega a la mancha con la muerte desde que tiene 19 años.
Porque a esa edad Jorge fue a la Guerra de Malvinas. Le faltaban 10 días para dejar la colimba que hacía en el Regimiento 10 Mecanizado, en Pablo Podestá. Ya tenía la libreta firmada para irse en la última baja, pero el destino lo cacheteó con una frase pronunciada por su amigo Mario Soares. Dijo en broma: “Ahora nos queda una semana y la guerra…”
Pocos días después la profecía de su amigo plantaba su bandera implacable y este cocinero del casino de oficiales, sin instrucción de combate, se fue llorando de Podestá, porque no tuvo a quien despedir: los militares, en esa embriaguez bélica sin sentido que condujo a tantos a la muerte y a otros a la vergüenza, no dejaron que los parientes visitaran a los chicos de la guerra.
Y así fue como Fernández desembarcó en Puerto Argentino dos días después, helado de frío, de miedo y de bronca, y caminó los seis kilómetros que separaban por entonces el aeropuerto del pueblo, con una bolsa enorme al hombro, donde estaban las armas que jamás pudo disparar.
Jorge pasaría en una trinchera cerca de Puerto Argentino toda la contienda hasta que fue tomado prisionero por los ingleses y, si bien allá cayeron pocos amigos, casi todos los demás se suicidaron con el tiempo, están locos, son alcohólicos o, como él mismo relató, “están vivos, pero no son de acá, de este mundo”. Soares, el agorero que atrajo la gran desgracia, está entre estos últimos.
“Recuerdo bien el 25 de mayo de 1982. Estábamos buscando comida entre la basura de las calles de Puerto Argentino porque, por suerte, por el frío, lo que desechaban los kelpers se conservaba. ¡Eramos cartoneros en la isla! -dice, y se ríe- porque estábamos muertos de hambre. Y encontramos tirado algo que parecía comestible. Entonces a un compañero, Sinchacay, pobrecito, se le ocurrió hacer un fueguito para calentar lo que habíamos encontrado y para calentarnos nosotros también, porque estábamos mojados. Pero en Malvinas no hay palitos como acá, allá todo es turba, y Sinchacay vio a lo lejos una goleta de madera encallada en la orilla que era de madera y fue a arrancarle algunas. Nunca volvió -sacude la cabeza, como negando-, se ahogó, la corriente se lo llevó. Yo lo vi. Vi cómo se iba y nadie pudo hacer nada.”
Silencio. El calor y el silencio pesan en ese patio bonaerense y la nostalgia de este hombre bonachón, que tiene tres hijos, que nació pobrísimo, que acumula un vocabulario rico y técnico, aumenta a cada momento. Y sigue: “Había un pibe blanquito en el regimiento, me acuerdo, todo prolijo, que se negaba a estar conmigo porque, qué sé yo, me veía morocho. Y decía ?con éste no voy´. Sí, creo que había cierta discriminación, pero te aseguro que cuando caen las bombas todos somos iguales.
-¿Volvió a verlo?
-No, se suicidó.
Y es en vano. El trago de agua que ofrece Silvia, la mujer de Jorge Fernández, no alcanza para pasar tanta amargura. Y él, que de amarguras sabe muchísimo, hace que no se da cuenta de los ojos como platos de esta cronista y del fotógrafo, y apunta: “Lo peor de todo fue el bombardeo final. Un día y medio nos bombardearon sin pausa y nosotros, con la cara contra el piso, tragando agua y bichos, sólo rezábamos. Era lo único que nos quedaba”.
-Perdone la obviedad, pero ¿en qué pensaba?
-En que si me faltaba uno de los miembros me pegaba un tiro, no volvía. Hubo un caso, un pibe que había perdido los miembros inferiores y estaba mal herido. Y que llamó a la casa para decirles a los padres que tenía un amigo inválido que no tenía dónde ir, que si ellos lo aceptaban. Los padres le dijeron que no y se mató, porque el inválido era él.
-¿Para usted la guerra era necesaria?
-No, era una locura. Los ingleses eran soldados grandes, bien equipados, entrenados, que encima nos hacían sentir unos boludos. Por ejemplo, nosotros íbamos de noche a minar una bahía muertos de frío y ellos nos estaban mirando con visores nocturnos, y se habrán reído pienso yo. Teníamos tres enemigos en la guerra: Gran Bretaña, los Estados Unidos y Chile.
-Y los militares.
-Sí, claro. Parece que estaban ensañados con mi familia. Mirá, yo estaba en el frente, a mi hermano lo perseguían los militares por la militancia y a una prima hermana la habían hecho desaparecer.
Sonríe. Y sigue: “Tomábamos agua de los charcos cuando estuvimos prisionero, comíamos bichos y encima, cuando volvimos, los milicos nos mantuvieron aislados en El Palomar”. Era, dice, para que no hablaran con nadie del hambre, de los estaqueados, de las muertes, del frío y del desamor.
-¿Qué hizo después? ¿Estudió enfermería por lo que vio en Malvinas?
-No. Fue porque mi hijo mayor murió.
Es verdad. Fernández no ahorra nada.
Y cuenta que fue en 1986, cuando volvió de Brasil que su hijo murió.
Luego de Malvinas el “Gordo Jorge” sólo quería olvidar. Y para hacerlo se subió a un colectivo con la oculta esperanza de llegar a Venezuela para alejarse de todo lo que había visto. Pero la mala mecánica de algunos hermanos latinoamericanos quiso que el micro quedara varado en Brasil, en un pueblo cercano a Manaos llamado Santarem, donde “luego de un estudio de mercado” (lo dice y se ríe a carcajadas) compró 20.000 kilos de ajo y los vendió toditos.
Jorge estuvo allí tres años y vendió ajo, trabajó en lo que viniera, admiró el paisaje espectacular, hizo amigos locales y algunos enemigos sin patria que llegaban al Amazonas atraídos por la fiebre del oro, sin otro documento que un arma, preferentemente, de fuego. El “Gordo Jorge”, a quien los ajos le habían dejado algún dinero, logró asentarse en forma momentánea y compró un barcito “de morondanga, una lanchonette, como se dice allá”, donde vendió comida y bebidas, sobre todo bebidas, aunque él no toma ni una gota de alcohol.
Contó que una tarde vino un tipo y se tomó hasta el pulso. Era un garimpeiro , un buscador de oro, que se puso pesado conforme la luna llena se alzaba en la espesura y Jorge, ante la evidente borrachera, no quiso servirle más bebidas porque “yo sabía cómo terminaban esas cosas, me la pasaba atendiendo con ojos en la nuca porque el ambiente era tremendo, todos andaban calzados, se peleaban por cualquier cosa y chupaban hasta morirse. Y el tipo dale que te dale haciendo quilombo, molestando y sacando el chumbo y apuntándome para que le diera otra copa”, cuenta. Esa noche hubo tiros. Y se volvió a Buenos Aires.
El año 1986 fue bueno, contó, porque trabajó, se casó y Silvia, su mujer, quedó embarazada. “Pero cuando la interné para que naciera el nene, a los muchachos de la clínica se les pasó el parto -ironiza- y al tercer día de internada, sin que nadie la atendiera, mi mujer empezó con fiebre muy alta, hizo una infección y el bebé, que pesaba casi cuatro kilos y venía bien, se murió. Quisieron tomarme el pelo y me cambiaron el diagnóstico, creyendo que yo era un ignorante porque soy morocho. Pero le hice hacer la autopsia a mi hijo y eso no miente: varios tuvieron que renunciar. Lo dejaron morir. Por eso estudié enfermería. Hacerles juicio no me iba a devolver la vida de mi hijo. Pero ayudar a otros, de alguna manera sí.”
-Y se buscó un trabajo durísimo.
– (Piensa) No sé. No creo. Entiendo que no es fácil, pero mirá: hasta los 30 años los pacientes son “casos”, pero cuando pasás esa edad, te volcás más a contener a los papás de esos chicos, al grupo familiar.
El “Gordo Jorge” tiene varias virtudes, que despunta sin que él mismo lo sepa: la charla amable y cariñosa, los silencios justos y una memoria extraordinaria. Por eso recuerda a cada uno de los pacientes que ingresaron, que salieron, que no salieron, que a veces vuelven. “Yo creo que algunos de los chicos que ingresan en la unidad saben de antemano que van a morir. Y es muy triste, porque tanto ellos como nosotros sabemos que a veces no tienen posibilidades de supervivencia, pero igual estamos junto a ellos, los calmamos, los cuidamos, cuidamos a la familia. Porque nunca se sabe qué va a pasar, por ahí…”.
Y suspira este veterano de la guerra más malparida de la historia argentina, pierde la mirada en el interior de su jaula y retoma: “Me acuerdo de Juana Capozzuca, que fue el primer trasplante de intestino, estómago y páncreas que se hizo en el país. La operación salió bien, le dieron el alta después de un mes de internada, pero volvió con una infección que no podíamos determinar y estaba gravísima. Un día la vimos repuntar y nos pusimos felices, pero murió. Se murió -se quiebra, nos mira-. Fue muy triste”.
Silencio en el patio. A todos se nos partió el alma. Y Jorge lo advierte. Porque él advierte todo lo que pasa a su alrededor. Por eso de estar atento en forma constante a lo que pasa, a los sonidos de las máquinas que dan vida y esperanzas, por eso de cuidar vidas ajenas que dependen de sus suaves manos, de la mirada a tiempo y cómplice, de la vigilia y el alerta.
Entonces relata, como para suavizar: “El secreto acá es tratar a los demás como a vos te gustaría que te trataran. Eso es vital. Me acuerdo siempre de Matías, un chico de 13 o 14 años que estuvo un año internado a la espera de un trasplante y se bancó cinco operativos. Y cuando te digo operativos, es que llega la noticia de que hay un órgano, la familia se alegra, el paciente, si es consciente, también; se lo prepara para la operación con una tremenda esperanza y el órgano no llega o no es compatible y eso es demoledor para todos, una enorme frustración. Y tenés que contener a los padres y explicarles todo. ¿Sabés lo que es estar un año internado? Bueno, Matías se me descompensó un día y empezó a agravarse y a agravarse, hasta tuvimos que intubarlo; creímos que se moría. La verdad, te confieso, es que pensamos que ya no había chances y nos preparábamos para lo peor. Y de pronto, a las dos horas apareció un órgano. ¿Te imaginás la felicidad que sentimos cuando vimos que era compatible, que el pibe tenía una oportunidad? Ahora estudia medicina”.
Y sigue, didáctico: “Acá no hay nada mecánico, cada paciente es un mundo -dice-. Mirá, si el chico está mal y pide por la mamá, la mamá está, aunque sea terapia intensiva, con todos los recaudos, por supuesto, pero está. Muchos padres acompañan a su hijo hasta el quirófano y se quedan con él hasta que los duermen. Así se tiene que trabajar. Son personas. Personas que están mal, que lo saben. Personas que saben que el trasplante es la última esperanza”.
Y filosofa: “Cuando veo cómo está la salud pública me da bronca, porque estamos lejos de lo que hacemos en la Fundación Favaloro. Ojalá ustedes pudieran ver cómo trabajamos ahí, lo que son los médicos, el equipo…
-Y gente como usted.
-Yo no importo. El paciente importa.
-¿Habló alguna vez con un psicólogo?
-No, hablo con amigos y con mi mujer y mis hijos.
-¿Y nunca le vienen recuerdos de Malvinas? ¿Sus fantasmas están bien?
-Sólo una vez, en el 95. Me empezó a pasar que cuando escuchaba el sonido de los aviones me ponía nervioso, me angustiaba. Y recordaba inmediatamente a un amigo que estaba al lado de mí cuando nos bombardearon toda la noche y terminamos rezando a los gritos.
-¿A quién le rezaba?
-No sé a quién, pero le pedíamos no morir.
JORGE ALBERTO FERNANDEZ
ENFERMERO Y VETERANO DE MALVINAS
Quién es: tiene 48 años, está casado con Silvia y son padres de cuatro hijos (uno murió al nacer). El mayor está en tercer año de la carrera de arquitectura en la Universidad de Buenos Aires.
Qué hizo: fue combatiente en la Guerra de Malvinas y cobra una pensión como veterano. Estudió enfermería en la Universidad Abierta Interamericana y se especializó en cuidados intensivos pediátricos. Vivió en Brasil durante tres años, luego de volver de Malvinas. Para sobrevivir vendió 20.000 kilos de ajo. Se fue de Brasil, luego de una pelea con un buscador de oro. Es uno de los enfermeros más queridos de la Fundación Favaloro, lugar donde trabaja.
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