05 May La crueldad de las despedidas
Por Cristian Grosso
“Prefiero irme cuando me piden que me quede, y no quedarme cuando todos piden que me vaya.” Eso explicó Pelé en 1977 cuando cerró su carrera en el Cosmos de Nueva York. Pero la realidad es más compleja que el enunciado. Será porque el reflector mediático un día deja de enfocarlas o por esos privilegios que de repente desaparecen, pero generalmente a las figuras les cuesta más aceptar el retiro. En muchos casos, la decisión es más sencilla para el futbolista medio que para el consagrado. ¿Cómo bajarse del gran teatro cuando todavía se habita el pedestal? Alejarse como Enzo Francescoli, Alberto Acosta, el Pato Fillol o el Beto Alonso, sólo por citar un puñado de ejemplos envueltos en títulos, récords o elogios, no es usual. Ni sencillo.
Para Palermo y Guillermo Barros Schelotto ya no se tratará de la despedida soñada. Lo mejor de sus carreras hace tiempo que quedó atrás y ahora deben transitar por un cierre espinoso. Traumático, tanto que el Titán se abrazó a la psicología para fortalecer su escudo emocional. El síndrome del día después merece respeto y atención. Alonso, mucho después del adiós, reflexionó aún con temblequeos: “Corrió tanto frío por mi cuerpo que parecía que estaba muerto”. José Yudica acentuó la desazón: “El día que dejé el fútbol empecé a morir un poco”. Jorge Valdano lo recordó con poesía: “Me retiré con el dolor de quien deja un amor”.
En ocasiones, el recorrido puede transitar del estrellato a casi el anonimato. O, al menos, al olvido. Aprender a convivir con esas nuevas sensaciones se vuelve un ejercicio más complicado que practicar hasta que caiga el sol una rutina de centros al segundo palo. Esa herida narcisista no se cura con un par de puntos de sutura. El ahora ex futbolista teme hasta perder su identidad. “Lo peor del fútbol es tener que dejarlo. Esto lo sabe cualquier jugador profesional. No lo piensa ni le preocupa mientras juega. Es más, ve el ocaso como algo lejano que les puede suceder a los demás y de repente se encuentra con una jubilación”, escribió Roberto Perfumo.
El futbolista es un hombre todavía joven cuando ya no sirve para lo único que sabe hacer. Para lo único que se preparó. Y, sin embargo, le queda más de la mitad de su vida por delante. “Demasiado pronto, ya está atravesado por la impronta de lo caduco”, como explicó el psicólogo deportivo Darío Mendelsohn.
Y especialmente en el fútbol argentino hay una parcela que ha retratado con singular crueldad el último paso de sus protagonistas. Envuelta en su espiral de derrotas, la selección socavó hasta la imagen de sus emblemas. Casi nadie puede lucir un cierre brillante en celeste y blanco. El repaso se vuelve desolador al detenerse en el acto final de cada uno. Para Simeone fue la caída con Inglaterra en el Mundial 2002; a Ruggeri lo despidió la derrota 2-3 con Rumania en la Copa de 1994; Kempes ya no jugó tras la eliminación ante Brasil en España 82; Ayala y su gol en contra con Brasil en la final de la Copa América de Venezuela 2007 resultó una lápida; Passarella nunca se imaginó que el 7-2 frente a Israel, estación previa a México 86, sería su adiós; Batistuta se marchó con el 1-1 ante Suecia, en Miyagi 2002; a Sorin lo sacaron Lehmann y los penales en el Mundial de Alemania 2006, y a Burruchaga el penal de Brehme en la final de Italia 90.
Caniggia recibió una roja en el banco, Fillol ya no tuvo oportunidades tras el agónico 2-2 con arremetida de Gareca ante Perú, Ortega correteó por un olvidado amistoso en Cutral-Có, y Maradona se marchó de la mano de una enfermera? Culpa, vacío, sadismo, desconcierto. Vaya si las despedidas saben causar dolor.
LA NACION