Por qué estamos tan distraídos

Por qué estamos tan distraídos

Por Mori Ponsowy
Hiperactividad improductiva. Ese fue el diagnóstico del psiquiatra cuando me quejé de mi creciente incapacidad para concentrarme. El nombre del padecimiento no me molestó tanto como saber que no había ninguna pastilla para curarlo y que lo único que podía hacer era insistir en focalizar la atención.
Días después, una amiga me dijo que ese diagnóstico le parecía una estupidez. “Hiperactividad puede ser -opinó-, pero improductiva, no.” Intenté convencerla de lo contrario contándole que escribir me cuesta cada vez más.
“Termino un párrafo y reviso los e-mails . Intento avanzar en otro, pero uno de mis contactos en Skype me llama y cuando vuelvo a la nota que estaba escribiendo, he olvidado la idea que se me acababa de ocurrir -le dije-. Además, cada vez leo menos.”
Sólo esto último pareció asombrarla: “¿No leés en Internet?”, preguntó. Iba a contestarle, pero me dijo que acababa de llegarle un correo que estaba esperando y nos tuvimos que despedir.
Me quedé pensando. ¡Claro que leo en Internet! ¿Quién no lo hace? No sólo eso, sino que seguramente gracias a la Red hoy se lee muchísimo más que en los años 70 y 80, cuando la principal fuente de entretenimiento era la televisión. La vastedad de contenidos que ofrece Internet permite mucha mayor libertad de elección que la tele. Desde juegos para los más chicos y partidas de póquer on line para los grandes, hasta diccionarios y libros enteros de la literatura universal están al alcance de un clic en cuestión de segundos. Basta con conectarnos y un universo aparentemente inagotable de millones de bits se despliega ante nosotros. La facilidad para encontrar cualquier cosa que estemos buscando, sumada al vértigo de la sorpresa inagotable convierten a Internet en una tierra seductora, irresistible.
Millones de personas pasamos, hoy, la mayor parte de nuestro tiempo de lectura en Internet. Como si hasta ahora hubiéramos vivido en la tundra desolada, quienes nacimos antes de la existencia de la Red nos hemos visto habitando, de pronto, una densa selva amazónica. Su hechizo es tal que quizá hoy leamos aún más que en el pasado. ¿Cuál era mi queja, entonces? Tratando de responder esto, sentí que lo que realmente me molestaba no era leer menos, sino la manera en que leo ahora. Leo en la pantalla con el mundo desplegado frente a mí y es como si estuviera sentada en Times Square intentando leer a Heidegger: no me puedo concentrar; las luces caleidoscópicas de un océano de neón me distraen; empiezo leyendo El ser y el tiempo, y, sin darme cuenta, un rato después estoy mirando el último video de Lady Gaga en YouTube.
Estaba por llamar a un par de amigos para averiguar si sufrían del mismo mal, pero inmediatamente cambié de idea: ¡mejor investigarlo en Internet! En segundos, comprobé mi hipótesis. Hay artículos en diarios, revistas y blogs en los que gente de todas partes se queja de lo mismo. Nicholas Carr, un columnista de The Atlantic Monthly , lo describe así: “Antes me resultaba fácil sumergirme en un libro o en un artículo extenso. Ahora con frecuencia mi concentración empieza a desviarse después de dos o tres páginas. Me agito, me impaciento, pierdo el hilo y al fin busco hacer alguna otra cosa. Siento como si estuviera obligando constantemente a mi cerebro desobediente a regresar al texto”.
Después de leer los testimonios de otros, de pronto mi queja se presentaba clara y precisa. Lo que me pasaba era que mi habilidad para pensar, leer o escribir sobre un tema específico por un tiempo prolongado se había marchitado. Incluso cuando investigo en Internet, rara vez llego al final de un texto y mi lectura es en diagonal, como si me hubiera graduado con honores en un curso de lectura veloz. Corroboré esto, de nuevo, en la Red: un grupo de investigadores de University College, en Londres, afirma que la mayoría de los cibernautas dedica menos de sesenta segundos a cada sitio y que la conducta más común es saltar de un lugar a otro y leer, a lo sumo, una o dos páginas de un artículo antes de abandonarlo.
La esencia de la Red parece ser la interrupción y la rapidez. Con el tiempo, como pasamos tanto tiempo navegando, nos hemos vuelto tremendamente impacientes y, en consecuencia, los medios tradicionales -presionados por sus departamentos de marketing- han tenido que hacer sus contenidos cada vez más cortos para satisfacer nuestros nuevos hábitos. A partir de marzo de este año, The New York Times dedica la segunda y tercera página de su edición en papel a resumir las noticias más importantes del día.
El cambio ha ocurrido a nivel mundial y, por supuesto, también es evidente en el diario que usted está leyendo ahora. Entre el año de su fundación, en 1870, y al menos hasta 1890, LA NACION publicaba folletines como “El Capitán Cornabute”, de Julio Verne, y notas de opinión de escritores como Rubén Darío y José Martí de hasta 20.000 caracteres; cien años después, la longitud promedio de las notas de opinión había disminuido un 35% hasta rondar los 13.000 caracteres; hoy, la longitud de esos artículos es de alrededor de ocho mil quinientos caracteres; es decir, de nuevo un 35% menos, pero ahora eso ha ocurrido en sólo veinte años. Como se ve, la tendencia a sintetizar noticias y artículos no nació con la invención de Internet, pero sí se ha acentuado geométricamente desde entonces. Por lo general, esto es aún más marcado en los periódicos tabloides. Es importante señalar que este cambio no obedece sólo a la necesidad de los medios de adaptarse a las nuevas tecnologías, sino también a las necesidades del público, que cada vez tiene menos paciencia para llegar hasta el final de una nota.
La vida online se caracteriza por un estado de permanente distracción. Todo cuanto requiera una concentración detenida nos impacienta. La lectura profunda, las palabras largas, las oraciones complejas y la argumentación minuciosa se tornan cada vez más anticuadas. La información prevalece sobre el análisis y la inmediatez, sobre el pensamiento. Como siempre, algunas cosas se ganan y otras se pierden en el camino. Se gana la posibilidad de acceder a un universo de datos y, por otro lado, se va perdiendo la costumbre de sumergirse en las ideas, siguiendo razonamientos que avanzan con rigor desde los enunciados iniciales hasta llegar a las conclusiones. Lo que se pierde, en suma, es el gusto y la costumbre por el pensamiento complejo y la argumentación.
La argumentación y el pensamiento racional requieren tiempo para exponer, analizar, comparar, deducir y, por último, concluir. En este sentido, la lectura detenida y profunda se asemeja mucho a la estructura del pensamiento. Comprender realmente un texto supone haber dialogado con él con el mismo cuidado con que lo haríamos con un maestro admirado. Leer de ese modo exige sopesar las ideas del otro, descubrir sus falacias y analizar sus aciertos hasta llegar, finalmente, a ideas propias acerca del mundo que nos rodea.
Ese tipo de lectura no es el que nos caracteriza mientras surfeamos en la Red. Esto se debe no sólo a la sobreexcitación que la pantalla nos provoca, sino también a que Internet es un negocio, además de una herramienta prodigiosa. Cuantos más links visitemos, mayor es la cantidad de información que compañías como Google recolectan sobre nosotros para después llamar nuestra atención con publicidad de productos que nos interesen. A esas compañías no les conviene que los usuarios leamos detenidamente y, por eso, nos seducen con miles de cartelitos y nuevas alternativas. Se trata de una relación inversamente proporcional: a menor concentración del cibernauta, mayor ganancia económica para ellas.
Además de una visita al archivo de LA NACION, hice gran parte de la investigación para esta nota en Internet, de modo que lo dicho hasta aquí no pretende ser un lamento por los tiempos idos, sino, más bien, la expresión de un deseo. Ojalá que los lectores no olvidemos que el pensamiento y la argumentación necesitan tiempo y que no todo cabe en capsulitas. El mundo es demasiado complejo como para ser explicado en un eslogan. Ojalá, también, que la mejor prensa escrita, aún incorporando las nuevas tendencias tecnológicas, no lo olvide y conserve secciones destinadas al análisis y al pensamiento.
He dejado al psiquiatra y me parece que empiezo a superar mi “hiperactividad improductiva”. En comparación con los meses anteriores, he podido escribir esta nota en tiempo récord. Lo único que tuve que hacer es esconder el cable de conexión a Internet detrás de las valijas que guardo en la parte de arriba del armario. Para llegar ahí tuve que subirme a una escalera y, como no tengo una, fui a pedírsela al vecino. En este momento, siento un cosquilleo en el estómago. Es que en cuanto llegue al punto final de esta oración iré a buscar la escalera y volveré corriendo a sacar de su escondite al cable que pondrá, de nuevo, el mundo al alcance de mi mano.
LA NACION