Perros bajo una lluvia solitaria

Perros bajo una lluvia solitaria

Por Silvia Hopenhayn
La palabra perro es casi parte de la condición humana. En la literatura, son muchos los títulos que la incluyen. Desde novelas muy antiguas y ejemplares, como El coloquio de los perros , de Miguel de Cervantes (el célebre diálogo entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección, de la ciudad de Valladolid), hasta las más actuales Perros que cantan , de Colum McCann, y Los perros negros , de Ian McEwan (en alusión a las crisis depresivas de Winston Churchill que él mismo llamaba “mis perros negros”), pasando por La ciudad y los perros , de Mario Vargas Llosa.
En la Argentina también hay perros que hablan de los hombres en títulos de libros. Los preciados galgos de Sara Gallardo o los nueve perros de Silvina Ocampo. Entre los más recientes, El niño perro , de Miguel Vitagliano; No sé si casarme o comprarme un perro , de Paula Pérez Alonso, y una obra recién publicada, de atisbo policial y poético, Perros de la lluvia (editorial Norma), de Ricardo Romero (1976).
Esta novela, hecha de seres retaceados y una ciudad en ciernes, renueva el sentimiento de soledad. La unión entre los personajes es nimia, y al mismo tiempo, única. La acción, que cumple la función de un despertar, de una aceleración, transcurre intermitentemente en distintos lugares de Paraná: en sus calles céntricas, en el recorrido del colectivo 10, en el monasterio salesiano, en el cementerio municipal (donde ladra, ronco, el perro Duque), dentro de los túneles, en la vieja estación de trenes. Lo que ocurre se parece a un policial, en clima e inquietud, aunque se desliza hacia la novela existencial. Pero de las existencias actuales, líquidas, demoradas. A tono con Radiohead o Luis Alberto Spinetta. Como la de Angel, el batero con alma de Jedi, Veracruz el bibliotecario, Nazareno y Vicente, los cuidadores del cementerio; personajes “que hablan sin apuro, como si pensaran en voz alta”.
Al igual que los policiales que Romero publicó en el sello editorial Negro Absoluto – El síndrome de Rasputín (2008) y Los bailarines del fin del mundo (2009)-, Perros de la lluvia tiene uno de los mejores últimos comienzos: “Fue como un mareo. De repente, al doblar una esquina céntrica, con la tormenta enroscándose y tardando sobre el cielo de la ciudad, con el trueno limpiando los ruidos de la calle, Baltasar escuchó sus propios pasos. Eran pasos largos, de una sonoridad dura. Eran pasos que nunca había escuchado. Bajó la mirada y vio sus pies calzados con unas zapatillas náuticas escandalosamente blancas. La luz de esa sofocante tarde de diciembre tenía una elocuencia de milagro. Sus pies quedaban muy lejos de sus ojos y eso le daba vergüenza”.
De esta forma sonora ingresamos en esta novela, que sintoniza con el “ruido blanco” (voz del azar, sonido aleatorio) de la noche.
La Nación