14 Apr Magia, la edad de oro
Por Hugo Caligaris
Dieciséis años después de su debut, retirado de lo que podríamos llamar servicio activo de la magia, Jean-Eugène Robert-Houdin (1805-1871) seguía administrando su propio teatro en París. Había ganado mucho dinero, había creado a Antonio Diavolo, un autómata de 90 centímetros que hacía piruetas en su trapecio de miniatura y dejaba al público con la boca abierta, había hecho flotar en el aire a su propio hijo y había inventado su truco más hermoso, “El naranjo fantástico”: pedía un pañuelo, lo convertía en polvo, echaba el polvo sobre un pequeño naranjo, el arbolito florecía, después daba naranjas verdaderas, el mago tomaba una, la abría en dos y de adentro de la naranja sacaba el pañuelo.
Sentado tranquilamente en un sillón, Robert-Houdin pensaba en los pasados años de gloria cuando llegaron los enviados de Napoleón III. El Segundo Imperio Francés reclamaba su ayuda para sofocar una rebelión de los morabitos en Argelia. Debía desalentar a aquel grupo de sacerdotes musulmanes a quienes sus seguidores atribuían poderes mágicos mostrándoles que él -y, por lo tanto, Francia- era más poderoso que ellos.
Por supuesto, Robert-Houdin aceptó la misión. Viajó para enfrentarse, solo, con los morabitos. Le pidió al más robusto que levantara un liviano cofre de madera, lo que el grandote hizo, la primera vez, sin problemas. Pero la caja tenía en la base una plancha de acero y, bajo el piso del lugar en que se desarrollaba el desafío, Robert-Houdin había ocultado un electroimán de considerable consistencia. Como un actor dramático, el mago anunció que él sabía cómo quitarle a su rival la fuerza, y que lo haría allí mismo. Accionado el imán, no había nadie en el mundo que pudiera levantar el cofrecito. El morabito se enfureció. Hizo esfuerzos sobrehumanos y en lo más intenso de esos esfuerzos fue “beneficiado” con una descarga eléctrica. Gritó y salió corriendo. Sin que mediara mucho tiempo, los insurgentes se desconcentraron.
Vista desde la perspectiva actual, la anécdota parece una apología horrible del colonialismo, pero en aquel momento ningún habitante de la Ciudad Luz tuvo reparos en recibir de regreso a Robert-Houdin como a un héroe.
Esto ocurrió en los años de oro de la magia, cuando la prestidigitación y el ilusionismo llenaban los teatros de todas las ciudades. Un enorme libro publicado por Taschen, Magic, 1400-1950, reseña, sobre todo, el período que va entre mediados del siglo XIX y mediados del XX. Tiene 650 páginas, 29 centímetros de ancho por 44 de alto y un peso que hace añorar la posibilidad de llevarlo de un lado a otro levitando. Contiene la más impresionante cantidad de fotos de época, programas de mano, afiches multicolores y reproducciones de marquesinas gigantes que nadie pueda imaginarse: más de mil imágenes. Los autores de los textos son gente del ramo. Uno de ellos, Mike Caveney, es un mago profesional que publicó cincuenta libros sobre su especialidad. El segundo, Jim Steinmeyer, inventó los mejores trucos de David Copperfield, el mago más exitoso de estos tiempos, así como los efectos especiales en las puestas de Broadway de Mary Poppins y La bella y la bestia. El tercero, Ricky Jay, es historiador, y la editora, Noel Daniel, es una graduada de la Universidad de Princeton que se especializó, en Londres, como directora de galerías de arte fotográfico. Lo menos que se puede decir de este libro es que se aprende mucho sobre magia hojeándolo y leyéndolo.
El caballito arrepentido
Las raíces de la magia llegan muy lejos. En el papiro egipcio de Westcar (1700 años antes de Cristo) se cuenta la historia del hechicero Djedi. El faraón Keops, que había oído hablar de sus prodigios, le preguntó si era cierto que podía devolverles las cabezas a los decapitados. “Sí, pero prefiero no cortarle la cabeza a ningún ser humano para demostrártelo. No me gusta tratarlos tan mal”, le contestó Djedi. Dado que no tenía los mismos reparos con referencia al reino animal, le probó al rey sus dones, sucesivamente, con un pato, un pelícano y un buey. Impresionado, quien era venerado por su pueblo como un dios se inclinó ante el mago y le suplicó a Djedi que tuviera a bien proteger en adelante a sus hijos.
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