10 Apr El faro de la paternidad
Por Miguel Espeche
Vale la idea del faro para asociarla a la de la paternidad. Mejor esa imagen que otras, menos generosas y más ligadas a ver a los padres como esclavos de una tarea sólo destinada a remontar inacabables cuestas o a vivir enormes sacrificios que jaquean a perpetuidad todo disfrute por la vida, homologando la parentalidad a una carga más que a una bendición.
Un faro ilumina desde un lugar bien visible de la costa. Desde allí ofrece referencia a los navegantes, quienes, cuando llega la noche, sabrán valorar su existencia y evitarán los peligros de la costa que se oculta en la oscuridad. Lo harán gracias a esa luz que, de manera regular y rítmica, señala un lugar, un punto referencial, para que los barcos usen sus velas y motores y tomen el rumbo más prudente y certero para alcanzar su destino.
La imagen es clara y energética. Habla de algo generoso y condensa una fuerza simbólica universal. Nadie construye un faro para hacer daño, sino, por el contrario, la idea de construir un lugar de permanente y confiable luz para guiar a los navegantes es, por decir lo menos, bienintencionada y redentora.
La imagen de una paternidad luminosa, plantada en un lugar de referencia y no tan jadeantemente supeditada a modas pedagógicas, modelos de éxito banales, demandas berrinchudas de los hijos y, sobre todo, miedo, mucho miedo, a fallar o a que algo malo suceda, puede ser útil para quienes están abocados amorosamente al arte de criar hijos en tiempos en los que es complicado encontrar amistad con los modelos educativos de antaño.
Las imágenes asociadas a lo paterno son muchas. Una parte importante de ellas suelen referir al sacrificio permanente, tal el caso, por ejemplo, de casi todos los monumentos a la madre que adornan las plazas de los pueblos del país, estatuas de mujeres con un rostro opaco y casi estoico, símbolo de una maternidad encomiable, por cierto, pero parcial a la hora de dar cuenta de lo que es una madre que, además, es mujer y tiene una vida.
En esa línea de lo “sufriente” como signo de ser buen padre o madre, la buena paternidad se asocia a un celo exacerbado, a la intención de evitar absolutamente toda frustración a los hijos y, sobre todo en estos tiempos, a la alarma y al miedo ante los peligros de la vida, por un lado, y la angustia por “fallar”, por el otro. De gozar de la vida como un elemento que educa a los hijos al ofrecerles un aliciente para crecer… ni noticias.
Los jóvenes dirían que, así vista, la buena paternidad es “un bajón”. Y no lesfaltaría razón. Tan “bajón” como aquel paradigma que, para mal de toda una civilización, quebró la amistad que existe entre el deber y el goce por la vida. Ese quiebre ubica en las antípodas lo que no debería estarlo (el deber, por un lado y el entusiasmo vital, por el otro). Con esa idea muchos padres dejan de verse como personas, dejan de participar del entusiasmo y el sano goce de vivir, y se dan a la tarea de cumplir su desangelado deber de adultos, mientras el pulsar de la vida parecería pasar por otro lado.
Por eso es linda la idea del faro y su comparación con la función de los padres. El faro es lo que es, e ilumina desde allí, sin hacer otra cosa que lo que le corresponde. Hay un vínculo con el navío (el hijo) que se gesta desde la confianza y el amor y no desde un “hacer” técnico que, además, es siempre insuficiente para garantizar buenos resultados. El faro no tiene que salir al mar para salvar del naufragio a los navíos, sino que genera el suficiente respeto y confiabilidad como para que el navegante le preste atención, le crea y, desde ese creer (“¡ojo con los arrecifes de la costa!”) actúe en consecuencia, usando sus propios medios, que los tiene, para tomar el mejor rumbo. El faro no suple los recursos que el barco tiene, sino que ofrece un referente para que esos recursos se desplieguen al máximo de sus capacidades.
Es habitual que aquellos padres que pueblan sus mentes con imágenes de bomberos, gendarmes o directamente soldados o grupos SWAT a la hora de vérselas, por ejemplo, con la adolescencia de sus hijos, suspiren aliviados cuando aparece en su paisaje interior la imagen del faro como representación de la función paterna que deben llevar a cabo. Pueden, así, dejar tanta adrenalina y temor de lado para dedicarse a criar, más que a temer y vivir alarmados o jaqueados por la crítica y la autocrítica inconducente.
Ese alivio tiene un interesante efecto: intensifica la luz que el faro irradia.
A estas alturas, ya deberíamos ver de qué está hecha la luz de ese faro parental que, en el universo oscuro y sin norte en el que a veces están los hijos, ofrece ese punto que ellos usarán para mover el universo.
Esa luz es, sin dudas, el entusiasmo por la vida. Por la vida en general, y, por sobre todo, por la propia.
No por las ideas y argumentos que abruman los oídos de sus hijos, no por utopías ideologizadas, no por palabras pontificias sin vibración, no por repeticiones de mandamientos que no atraviesan el propio corazón? sólo las ganas de vivir y el entusiasmo que irradia, tenga éste la forma que tenga. Será esa vitalidad, con la forma que tenga de acuerdo a cada caso y circunstancia, la fuente de lo que luego se convertirá en acción específica y eficaz para la crianza.
Por eso es tan importante que los padres estén bien, íntegros frente a lo propio, con el mejor amor posible en lo que a pareja respecta y si no la tienen, que no crean que esa soledad es suplida con los hijos, ya que eso es demasiado peso para ellos. Es importante que los padres estén bien alimentados en cuerpo y alma; es eso, y no la culpa inconducente, la alarma crónica y el temor, lo que los transformará en buenos y responsables (con habilidad de respuesta) criadores de hijos.
La luz del faro no es el bienestar burgués, tampoco la felicidad de aviso de gaseosa, sino que es la integridad y el coraje de hacer lo que hay que hacer cuando las cosas vienen mal, y el animarse sin culpa a vivir la felicidad cuando ésta es legítima y posible. Aunque cueste creerlo, muchos padres sienten culpa de estar bien, felices, porque no lo ven compatible con aquella estatua muchas veces vista en los pueblos, llenas de abnegado sacrificio pero sin ofrecer un entusiasmo vital que haga que los hijos deseen con todas sus fuerzas alcanzar el horizonte que representa el ejemplo de sus padres.
El sentido de la vida no lo dan los hijos a sus padres, sino que la cuestión es al revés. Los hijos traen su fuerza y su vitalidad, pero el rumbo y, sobre todo, la referencia para no perderlo, lo dan los padres que tienen luz que ofrecer. Por eso, si como padres no se tiene luz, la tarea es encontrarla, mejorando la propia calidad de vida antes que tratando de manejar y controlar la existencia de los hijos desde una mirada mecánica y temerosa.
Es mejor amar a los hijos que necesitarlos. Amarlos es darles luz, necesitarlos es pedírsela. La fuente de luz del faro no son los hijos, sino que viene del amor, de la convicción, de la vocación, de las ganas y el entusiasmo que cada padre se sepa conseguir en su mundo de pares.
Claro, conseguir todo eso no es fácil, pero sabemos que la vida no lo es. Y tampoco es fácil ser padres para vivir a merced del miedo y la pretensión de controlar la vida para evitar que sufran daños, cuando sabemos que cuidar no siempre es, justamente, controlar.
Dificultad no implica imposibilidad, y es bueno recordarlo a la hora de buscar la propia energía para ofrecer esa luz que impulsa y da referencia a los hijos que navegan hacia el mejor lugar posible.
La Nacion
El autor es psicólogo. Su último libro es Criar sin miedo