Como para empezar

Como para empezar

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme. Aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela y el recurrente Había una vez son quizá los comienzos de los libros que acompañan a la mayoría desde que adquiere el hábito de la lectura o, al menos, siguen resultando familiares aunque hayan quedado dormidos en alguna biblioteca.
Así, he aquí un manojo de principios de medio centenar de obras con presencia vigente en el mundo de la literatura, reconocidas como creaciones clásicas, populares, best sellers y algunas galardonadas con el premio Nobel. Conviene echarles un vistazo, tanto para sacar a relucir sapiencia en una reunión recitando apenas el principio de la obra (nadie lo dejará seguir, claro) como para tomar nota si se está escribiendo un libro y todavía falta la frase inicial, esa de la que depende todo lo que siga.
Al parecer, el poema épico fantástico más antiguo del mundo, con un origen que presume en la Mesopotamia, el Cantar de Gilgamesh , comienza así: “El fue quien vio el fondo de todas las cosas, conoció todos los países del mundo”. Mientras que el chino Tao Te King , cuya autoría se atribuye al filósofo Lao-Tse, se inicia así: “El sentido que puede expresarse no es el sentido eterno”. Por su parte, el poeta Ovidio, nacido en Sulmona 45 años antes de Cristo, inaugura el Ars amandi con este párrafo: “Si alguno de vosotros, romanos, desconoce el arte de amar, lea mis versos, instrúyase con su lectura y entréguese al amor”.
Siglos después, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe, en 1513, con 26 capítulos dedicados a Lorenzo de Médicis. El primero de ellos refiere: “Los Estados y soberanías que han tenido y tienen autoridad sobre los hombres, fueron y son o repúblicas o principados”.
Otro pensador político, el francés Jean-Jacques Rousseau comienza su obra El c ontrato social con un deseo: “Quiero averiguar si, en el orden civil, puede haber alguna regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres tal como son y las leyes tal como pueden ser”.
En tanto, en la primera página de Gargantúa y Pantagruel , Rabelais escribe: “Amigos lectores que este libro leéis, despojaos de toda afección, y, al leerlo, no os escandalicéis: no contiene mal ni infección, aunque tampoco mucha perfección”.
La edición de Robinson Crusoe , escrita por Daniel Dafoe, cuya traducción al español fue realizada por Julio Cortázar, comienza así: “Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena familia, aunque no del país, pues mi padre, oriundo de Bremen, se había dedicado al comercio en Hull, donde logró una buena posición”.
Y la obra más conocida de Thomas Edward Lawrence, Los siete pilares de la s abiduría, advierte en el primer párrafo: “Parte del mal descrito en este relato era tal vez inherente a nuestras circunstancias”.
En Canto a mí mismo , el poeta Walt Whitman encabeza sus versos de esta forma: “Yo mismo me celebro y a mí mismo me canto y mis pretensiones serán las tuyas, porque cada átomo mío también te pertenece”.

Otras opciones
Al principio del prólogo de El ocaso de los ídolos , Friedrich Nietzsche señala: “No es poca hazaña conservar la serenidad en medio de una ocupación tan sombría y repleta de responsabilidades”. Mientras que John Stuart Mill comienza su ensayo Sobre la libertad con este párrafo: “En un mundo donde los derechos humanos no hubieren sido nunca pisoteados los unos a los otros por lo que creen o por lo que son, este consejo no tendría razón de existir”.
Albert Einstein comienza su T eoría de la relatividad afirmando: “Seguramente querido lector, que cuando niño también tú hiciste conocimiento con el soberbio edificio de la geometría de Euclides, y recuerdas, quizá con más respeto que amor, la imponente construcción cuyas escaleras fuiste subiendo gracias al cuidado de concienzudos maestros”.
“Era una radiante y fría mañana de abril y en los relojes acababa de dar la una”, es la oración con la que George Orwell comienza 1984 . Y Aldous Huxley, en N ueva visita a un mundo feliz, escribe a modo de confesión: “En 1931, cuando fue escrito Un mundo feliz , yo estaba convencido de que se disponía todavía de muchísimo tiempo”.
Ernest Hemingway comienza su novela Islas en el golfo con una descripción: “La casa estaba edificada en la parte más elevada de la estrecha lengua de tierra que se extendía entre el fondeadero y el mar abierto”. Mientras que Jorge Luis Borges comienza así El Aleph: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el interesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.

Dije que no
Eduardo Mallea, autor de La barca de hielo , inicia su novela de esta forma: “Dije que no”.
Por su parte, Domingo F. Sarmiento en la introducción a Facundo escribe: “Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te encuentres a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo”.
El premio Nobel español Camilo José Cela en su cáustica obra Rol de c ornudos explica al comienzo: “En el Lothus-Matra, el libro sagrado de los sidonios que, por lo común, tan mal ha sabido leerse e interpretarse, se dice que al hombre le florecen los cuernos cuando comete el pecado de pensar”.
Otro premio Nobel, Pär Lagerkvist, utiliza esta frase para dar comienzo a El enano : “Mi estatura es de sesenta y cinco centímetros”.
Y por último, Julio Cortázar en Casa t omada, que pertenece a Bestiario , editado por Sudamericana en 1976, arranca: “Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (lo que a las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia”.
Alejandro Schang Viton
LA NACION