Ana y el refugio de la escritura

Ana y el refugio de la escritura

Ana Frank

Por Osvaldo Quiroga
AMSTERDAM
“Me parece que lo mejor de todo es que lo que pienso y siento, al menos lo puedo apuntar; si no, me asfixiaría completamente”, escribió Ana Frank el 16 de marzo de 1944 en su diario. Y al ingresar en la Casa de Ana Frank, en Amsterdam, y después de subir la estrecha escalera que conduce al escondite donde vivió desde el 6 de julio de 1942 hasta el 4 de agosto de 1944, algo le dice al visitante que no está en un museo más, sino en el corazón de una tragedia íntima y a la vez colectiva, la de una nena que a los trece años descubrió que el mundo no era el de sus sueños y que la única manera de soportarlo era escribiendo su propia historia.
“Mi alma se partió como un vaso vacío”, escribió Alvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa, en “Apunte”, uno de sus poemas. Y es eso exactamente lo que ocurre cuando uno llega a la habitación de Ana y se encuentra con carteles e imágenes que narran parte de su propia vida construida en el encierro. Allí están las fotografías del actor alemán Heinz Rühmann y de las estrellas de Hollywood Greta Garbo y Ginger Rogers; en la misma habitación hay una tarjeta postal que retrata a la familia real holandesa en el exilio en Canadá y dos postales de la princesa Isabel de York (actual reina Isabel II) y de su hermana Margaret Rose. Son las imágenes que corresponden a una primera etapa de Ana en el refugio.
Durante su cautiverio ella crece y comienza a interesarse por la historia del arte y la mitología griega y romana. De ahí que en las paredes haya una imagen del dios griego Hermes, un autorretrato de Leonardo da Vinci, una reproducción de un cuadro de Rembrandt y un detalle de La piedad , de Miguel Angel. Ana ya no quiere ser una estrella de cine. Tiene quince años y la pasión por escribir la lleva a imaginar otro futuro. Ese cambio se advierte en las páginas de su diario. La niña encerrada en su pequeña buhardilla ha logrado que la escritura sea parte de su cuerpo. Se ha dado cuenta de que la experiencia de escribir alimenta la vida y puede llegar a ser tan necesaria como respirar. De esta forma sus textos, elaborados en el silencio del encierro, no sólo dan cuenta de su drama personal, sino que la trascienden a través de la precisión de su prosa y de los recursos de su estilo. La escritura para Ana es la forma suprema de la libertad. Ni la barbarie de los nazis ni las bombas que explotaban cerca de su casa ni las amigas perdidas pudieron detener en ella el deseo de escribir.
Tampoco el de amar. Peter van Pels es uno de los jóvenes que viven en el escondite. En 1944, poco antes de que terminara la guerra, Peter y Ana se enamoran. La muerte ya los rondaba, pero el 16 de abril de ese mismo año Ana escribe: “Grábate en la memoria el día de ayer, que es muy importante en mi vida. ¿No es importante para cualquier chica cuando la besan por primera vez?”. Quizá fue el único beso de amor que recibió. Porque días después las hermanas Margot y Ana Frank son deportadas de Auschwitz-Birkenau a Bergen-Belsen, donde mueren pocas semanas antes de la liberación. Peter, por otra parte, es obligado a abandonar el campo de Auschwitz y caminar hasta Austria, donde fallece el 5 de mayo de 1945.
La tragedia ha terminado para ellos, pero no la memoria, que comienza a hacer su trabajo y se cristaliza el 3 de mayo de 1960, cuando el antiguo escondite se convierte en museo. Lo impulsó Otto Frank, el padre de Ana, sobreviviente de Auschwitz que vivió hasta los 91 años y consagró su existencia a difundir el diario de su hija y a dar testimonio de la monstruosidad que vivió con su familia.
En estos días de nuestra visita llueve mucho en Amsterdam. Pero ni la lluvia ni el viento ni el frío se sienten después de haber visitado la casa de Ana, una nena que parece menuda en las fotos, dueña de una sonrisa tan tierna que enamora a primera vista y que sigue siendo el alma de algo que los nazis no pudieron destruir. Todavía pueden verse pequeñas marcas en el empapelado que indican las sucesivas estaturas de Margot y Ana. La última marquita de Ana data del 29 de julio. Seis días después un delator hizo que todos los habitantes de la casa de atrás fueran detenidos por los alemanes. Ana siguió creciendo, aunque ya no lo digan las marcas en la pared. Basta con abrir su diario. O empaparse de lluvia por los canales de Amsterdam y recordarla. Siempre recordarla.
La Nacion