Rocinante y Babieca, los sucesores de Quirón

Rocinante y Babieca, los sucesores de Quirón

Rocinante en el suelo, tras la aventura de los molinos de viento. Ilustración de Gustave Doré.

Por Ariel Basile
Dice la leyenda que cuando el dios griego Cronos se enamoró de Filiria, la ninfa lo rechazó; pero, además, no se conformó con darle vuelta la cara: se convirtió en yegua para evitar su acoso y así no propinarle más desplantes.
Pero Cronos, al enterarse, ni lerdo ni perezoso tomó forma de caballo. Y siguió a Filiria hasta lograr sus propósitos. Era un dios obstinado este Cronos…
Fruto de la persistencia nació Quirón, un centauro, especie mitológica cuya singularidad residía en tener el torso y la cabeza de hombre, y el resto del cuerpo de un caballo.
A diferencia de sus semejantes, a quienes la mitad animal -que gobernaba por sobre las razones humanas- los tornaba huraños y hostiles, Quirón adoptó las virtudes de cada género y se caracterizó por su hospitalidad, inteligencia, sabiduría, buen carácter, pero también por su coraje y bravura.
De allí que, gracias a un discutible pasaje metonímico, él todo tomó los atributos de la parte: hoy, conceder a una persona el mote de centauro es poco menos que un título de honor.
No obstante las implicancias del mito en el presente, las historias de centauros permiten indagar el vínculo emotivo entre los hombres y los pura sangre, que se remite, al menos, hasta la Grecia antigua. Y en aquellas leyendas la simbiosis era explícita, carnal y feroz.
Desde entonces, el caballo, como ser animado y próximo a los afectos humanos, se infiltró en las representaciones del mundo. Y la literatura no escapó a su presencia. Primero, en forma de mitos. Más tarde, a través de otros Quirón. Tal vez menos fantásticos, aunque también colmados de valores simbólicos.
De los innumerables equinos que cobraron vida en páginas remotas, hay dos que ya tienen un sitio reservado en los anaqueles de la literatura universal: Rocinante y Babieca.

El cantar épico

“… por nombre el caballo Babieca cabalgaba, fizo una corrida, ésta fo tan extraña, quando ovo corrido, todos se maravillaban, des día preció Babieca en quant grant fo España…”.

Bien diferente del endeble Rocinante era Babieca, caballo de Rodrigo Díaz de Vivar, cuyas gestas heroicas están relatadas en el Cantar del Mio Cid, texto anónimo compuesto alrededor del año 1200, considerado la primera obra extensa de la literatura española y único cantar épico que se conserva casi completo.
Aún persisten dilemas en torno a su raza: varios especialistas indican que se trataba de un caballo andaluz blanco. Otros le asignan raíces en León, en la comarca de Babia, lugar del que se desprendería su nombre. Sin embargo, también convive la versión que hace derivar el nombre de la expresión Babieca, que en castellano antiguo significaba “feo, tonto, sonso, o inferior”.
Esta última hipótesis se apoya en otros textos donde se señala que el tío de Rodrigo Díaz, el Cid, le pidió a éste que eligiera un potro de sus establos. Consumada la decisión de su sobrino, el tío habría exclamado: “¡Mal escogiste, Babieca!”. A lo que el Cid respondió: “¡Babieca se llamará y será un buen caballo, conquistaré ciudades y reinos para mi rey!”.
Y así fue, nomás. Rodrigo Díaz se destacó en las campañas militares y envió ofrendas al rey por cada victoria conseguida. Se dice que tan bien estaba entrenado el caballo del Cid, que lo dominaba sin tomar las riendas y no frenaba su carrera cuando el héroe daba golpes.
Sin embargo, la mayor epopeya de Babieca la realizó con su dueño ya muerto: una vez fallecido Rodrigo Díaz, su esposa lo amarró a su caballo para que sus enemigos, creyendo que había resucitado, huyeran despavoridos.
La superioridad de Babieca respecto de su género fue tal que dejó el mundo a la extraña edad de 40 años, diez más que la media de los caballos. Bastante poco si se compara con los más de 800 que pasaron desde que se puede leer el poema.

En un lugar de La Mancha…

“… después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo”.

Cuatro días tardó el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha en bautizar a su caballo. Y en la raíz misma de su nombre se encuentra el absurdo: un rocín es un animal de mala traza, flaco, de figura marchita. Y así se inmortalizó, casi como un adjetivo: a más de 400 años de la aparición del Quijote, todavía se le dice Rocinante a cualquier equino enjuto.
Lejos de la altisonancia que pretendía el protagonista de la novela cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra, su compañero de andanzas estaba tan distante del ideal de bestia de porte como él mismo de aquellos caballeros andantes que intentó imitar.
Sin embargo, el tal Quijano dio cuenta en varios pasajes de su travesía de que Rocinante no cumplía con sus expectativas, momentos en que la realidad lo tomaba desprevenido y lo hacía descubrir las limitaciones del viejo rocín.
Para muchos analistas, de los infinitos que analizaron la obra de Cervantes, Rocinante reflejaba las pasiones y la animalidad del Quijote. Además, son pocos los que no reconocen al caballo como parte de una tríada de protagonistas que también incluye, por supuesto, al entrañable Sancho Panza.
El fiel animal, que también condensa a todos los caballos del mundo que revisten escasa alimentación y cuidados, entabló una intensa relación con su amo y jinete. La relevancia de Rocinante para Don Quijote y su derrotero se refleja con precisión en la aventura de los yagüenses. En ella, el caballero andante no dudó en pelarse, junto con Sancho Panza, con un numeroso grupo de gallegos para vengar a su rocín de una afrenta que le habían dado. Por supuesto, el resultado de aquel arrebato fue una paliza para ambos.
En otros pasajes es el caballo el que se carga el rumbo de la historia, llevando a Don Quijote a sitios desconocidos. Asimismo, la clásica escena de la ofensiva contra los molinos de viento es impensable sin la figura maltrecha del equino.

“Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras”,

pidió el hidalgo caballero a un cronista de ficción.
El ruego, sin duda, continúa relinchando.
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