Ricardo Esper, experto en corazón y en sentimientos

Ricardo Esper, experto en corazón y en sentimientos

Ricardo Esper

Por Andrea Calderón
En la calle quedan rastros de sorpresa: gritos que se disparan y autos en doble fila que complican el tránsito. Detrás de la puerta de madera, una señora de ambo blanco no sale del temblor de su cuerpo: “¡Asaltaron al doctor!”, dice. Luego se pierde, sin más explicaciones, para darle con furia a una máquina de escribir.
El consultorio del doctor Ricardo Esper, en el barrio de Belgrano, es un refugio de música clásica, esculturas, diplomas y muebles victorianos. La sobriedad está sellada por un niño de tez morena que salpica sus lágrimas de un cuadro. “¡Qué se le va a hacer!” La voz de Esper viene acompañada de un suspiro y tres nuevos lamentos. A pesar de todo, “de que podría haberse encontrado con mi cadáver”, afirma, abre los brazos para dar la bienvenida.
El hombre, algo petiso, algo rígido, algo autoritario, cruza las manos sobre el escritorio y marca ese silencio que ejercen los médicos ante la primera consulta. Después, se sumerge en la anécdota, mutando en las mil y una versiones hasta llegar a ser quien es. Porque “el doctor” es una eminencia del corazón, pero no de ese que sangra dramaturgia shakespeariana, sino de aquel otro que marca el último parpadeo entre la vida y la muerte.
Títulos le sobran para erigirse en palabra autorizada: desde hace medio siglo se dedica a la docencia universitaria, presidió la Sociedad Argentina de Cardiología y la Fundación Cardiológica Argentina. En junio de este año fue distinguido con el premio Maestro de la Medicina 2010, junto con Jorge Neira –pionero de la medicina intensiva– y Eduardo de Santibáñes –cirujano destacado por su tarea en el trasplante de órganos–.
Más allá de eso, Esper guarda el orgullo de haber sido el “mocosito” al que Bernardo Houssay señaló, en segundo año de la carrera, como ayudante de Fisiología en la UBA. Después de un examen sobresaliente, Ricardo fue reclutado por el premio Nobel para integrar el equipo de investigación. Recuerda esos años como los más provechosos de su vida, y a Houssay, como quien, fuera de todo lugar común, predicaba con el ejemplo.
“Yo imitaba perfectamente su voz, a tal punto que daba órdenes por los intercomunicadores de los laboratorios y los demás obedecían. Eso me valió que un día me llamara junto a la plana mayor para repetir el chascarrillo. Se murió de risa y me dijo: «No lo haga nunca más». Era un hombre con un gran sentido del humor”, recuerda.
La sonrisa se le bifurca cuando recuerda los 15 minutos de descanso a la hora del té, rodeando el aura de Braun Menéndez. Con los amigos de la época, Cereijido, Malinov, Nacimiento, Ashkar o Drajer, se perdía en charlas de fútbol, religión y ciencia. “Esos profesionales eran tan capaces que sus argumentos eran casi incontrovertibles y sus conclusiones, lapidarias”, expresa.
Nada es fácil y nada es imposible. La frase, en Esper, suena al diálogo de un acto final aplaudido de pie. Tiene palabras que cortan el remate en respuestas de un dulce fundamento.
–¿Es creyente?
–Si no fuera creyente, no podría ejercer la medicina.
–¿Por qué?
–Pasteur tenía una frase que decía: “Un poco de ciencia nos aleja de Dios; mucha ciencia, nos acerca a él”. A medida que vas descubriendo los mecanismos del cuerpo humano ves una perfección tal que tenés que creer que hubo algo superior que lo pensó y lo concibió.
Hombre de infranqueable fe. Sentencias que arrastra desde la niñez, de ese crecer holgado en Pergamino, rodeado del afecto de sus padres, dos inmigrantes sirio-libaneses, y de sus tres hermanos. “Todos profesionales”, aclara.
El púber se hizo hombre en Buenos Aires, donde terminó el secundario. Imposible olvidar al doctor Nágera, el profesor de Anatomía que despertó su vocación docente. “Un hombre mayor, justo y categórico que sabía ubicar a los adolescentes”, recuerda. Porque para Esper, lidiar con la testosterona juvenil y la rebeldía “sin causa” fue siempre un desafío, ahora superado.
“Los chicos creen que tienen la verdad en la mano, que van a cambiar el mundo, y así tenemos montones de ejemplos revolucionarios. Además, muchacha, ninguna revolución sirvió nunca para nada”, lanza. Lo tenía que decir, como quien desnuda un secreto antes de tiempo.
Las ocurrencias del doctor Esper provocaban la carcajada del alumnado, aun cuando estuviera frente a la clase más aburrida: esa referida a las facies o a la revelación del semblante del paciente cuando presenta alguna enfermedad. Seis diapositivas Fuji con mujeres en traje de baño, para despertar el instinto, y la recurrencia a personajes de película como Alfred Hitchcock, el perfecto hipotiroideo, o los ojos de Bette Davis, típicos del hipertiroidismo.
–¿Qué fue lo más milagroso que le tocó ver?
–Todos los días veo milagros.
–Por ejemplo…
–La fe de un paciente cuando cree que se va a curar. Más de una persona a la que di por desahuciada vivió mucho más de lo que esperaba, 10 o 15 años más. El espíritu mueve al cuerpo y hace con él lo que quiere.
A la experiencia y a la fe, Esper les suma los 15 años de judo que practicó en el club River Plate. De la mano de Pedro Fukuma, su maestro, fue campeón argentino, sudamericano e interamericano en todas las categorías. Aprendió a ganar y aprendió a perder. También aprendió que la esperanza es lo último que se pierde y, trasladado a la medicina, que nunca hay que decirle a un paciente que su noche se apaga. Porque el paciente entiende, dice, y toma del médico lo que quiere escuchar. Entonces, Esper hace suya una de Séneca: “Nunca nadie es demasiado viejo como para no querer vivir un día más”.
–¿Cómo es lidiar con la vida y con la muerte?
–Imposible.
La obviedad se vuelve una caricia en ese hombre que mira profundo y se va despojando del traje de sabio. Porque al médico le duele la muerte, a pesar de que se saluden a diario en los pabellones del hospital. Pero de eso prefiere no hablar. Que solucionarle el problema a un enfermo le produce una enorme felicidad, que encontrarse con personas que lo recuerdan es siempre una alegría y que la boca abierta del alumno, cuando la idea le cerró, no tiene precio.
–Doctor, ¿por qué los sentimientos van a dar al corazón?
–Hay un sentimiento que es muy difícil de describir: la angustia, una especie de pata de elefante que oprime en el pecho. Los primeros que vieron eso fueron los griegos, que pensaron que los sentimientos estaban en el corazón, pero en realidad están en el cerebro. El corazón no duele, uno puede cortarlo con un cuchillo y no duele. El corazón es un motor de dos cilindros y no duele. La excepción está del lado del campo científico: lo que duele es el músculo cardíaco cuando le falta irrigación sanguínea; lo que duele es la ruta final que anuncia un infarto.
La conversación deriva en una teorización del amor, un hecho médicamente inexplicable. “¿Por qué tuve la suerte de elegir a una mujer que me ha hecho feliz toda la vida? No lo sé.” Cuando se refiere a Alcira, Ricardo rompe en un suspiro. Olvida hasta el asalto reciente.
LA NACION