Pantaleón Pantoja, el hombre casto que se enamoró

Pantaleón Pantoja, el hombre casto que se enamoró

Por Silvia Hopenhayn
La historia de Pantaleón Pantoja prueba la maleabilidad del alma. Quienes lo conocieron antes de su célebre y escandalosa misión militar en Iquitos lo tenían por hombre casto, estricto, e incluso de poca monta. Nadie lo hubiera reconocido después de realizar la campaña de los Servicios de las Visitadoras, a las órdenes del general Scavino a fines de los años cincuenta, en plena selva amazónica.
Eran tiempos de militarización del continente, había escuadrones deslizándose por las montañas, el desierto y los ríos, lidiando con guerrillas o al servicio de dictadores de distinta calaña. En particular en el Perú, donde gobernaba el general Manuel A. Odría, un anticomunista acérrimo, que de golpista se convirtió en líder popular -habitual en épocas de desazón- y se dedicó a construir edificios monumentales, desde estadios hasta hospitales.
Algunos dicen que el mismo presidente llegó a enterarse de las maniobras supuestamente inescrupulosas de Pantaleón en la Amazonia peruana. Pero hasta hoy, toda su familia y allegados coinciden en que dicha misión, por más que pueda considerársela una mancha oscura en la vida de este estrecho y peculiar hombre, también respondía a su ideal máximo: cumplir con la tarea asignada por sus superiores.

La casa
Pantaleón vivía tranquilamente en una casa del suburbio limeño, junto con su mujer Francisca (“la Pochita”) y su madre Leonor, que todas las mañanas lo esperaba con el desayuno: café caliente, tostadas con manteca y alguna mermelada casera. A las dos les sorprendió la noticia del ascenso. Su madre le dijo que de capitán se veía más “buen mozo”, epíteto que lo incomodaba aún más que el uniforme. Él pensaba que lo único que podía tener de bello era, precisamente, su vestimenta militar. Amaba estar uniformado, y con ese mismo amor se mostraba solícito con la Pochita cada vez que ella se esmeraba en planchar el pantalón y cuando cosía los galones, distintivo que se coloca en la bocamanga o en las hombreras para exhibir los grados. Pochita era de carácter alegre, y su ingenuidad contribuía con el exacerbado pudor -ella lo consideraba candor- de Panta o Pantita.
La mañana en que por primera vez se vistió de capitán, todos se levantaron temprano.

La misión
Lo esperaba un hombre calvo, de semblante severo y algo sarcástico, el general Roger Scavino. Pantaleón siempre había cumplido con las tareas que le habían asignado a lo largo de su carrera -se caracterizaba por hacerlo al pie de la letra-, incapaz de involucrarse en litigios o corruptelas. A lo único que se aferraba era a su cargo, cuartel y uniforme. Por eso casi llega al llanto cuando le asignaron la misión en Iquitos. No por el carácter poco puritano de ésta, sino porque implicaba una restricción del uso de las insignias y la prohibición de ingresar en las guarniciones militares. Así le dijo el general:
No quiero que ponga los pies jamás en la comandancia ni en los cuarteles de Iquitos. Queda exceptuado de asistir a todos los actos oficiales, desfiles, tedeum. También de llevar uniforme. Vestira únicamente de civil.
Su tarea era delicada y con alto riesgo de promiscuidad. Sin embargo, por su manera de organizar y ejecutar las órdenes, lo sórdido adquiría ribetes cómicos. Digamos que Pantaleón no comprendía cabalmente el alcance de su nueva responsabilidad militar. Escuchaba estupefacto al general. Había algo de severo y jocoso en lo que le decía. Según Scavino, “la tropa de la selva se andaba tirando a las cholas”, así nomás, de uniforme y en plena trocha. Los soldados del ejército peruano habían adquirido muy mala reputación, de “viciosos, canallas y miserables”. Para colmo, la sirvienta de un coronel, Luisa Cánepa, violada por un sargento, después por un cabo y finalmente por un soldado raso, terminó lanzándose al “puterío” selvático, bajo el nombre de Pechuga.
Scavino le aclaró a Pantoja que “en los caseríos amazónicos todas las faldas tienen dueño”, de allí que era de extrema delicadeza y urgencia implementar y gerenciar un Servicio de Visitadoras para Guarniciones y Puestos de Frontera y Afines (la sigla confidencial era Svgpfa) que debía organizar visitas de prostitutas en los cuarteles de Iquitos para los soldados destinados a la Amazonia. Saciarlos podía reducir el desbarajuste de los instintos que dejaba tan mal parado (o bien, según las circunstancias) al ejército peruano.
Pantoja recibió atónito la misión, y enseguida se esmeró en redactar sus cláusulas. Primero debía hacer un estudio de campo para evaluar los requerimientos mensuales de cada sujeto con el fin de “satisfacer las necesidades de su virilidad”. Había un test que fijaba las ambiciones de máxima en treinta coitos y las de mínima en cuatro, junto con la duración, con “ambicion máxima por prestación de dos horas y mínima de diez minutos”.
Pantaleón, que no tuvo otra opción que aceptar el cargo -ocultándoselo a Pochita y a su madre, hasta donde pudo-, dispuso de todo su rigor y exigencia para ordenar los servicios, llegando a un promedio mensual de 104.712 prestaciones para la V Región. Estableció que en la Casa Chuchupe habría unas dieciséis mujeres del plantel estable, y otras veinte que trabajarían irregularmente.
Según cuenta Mario Vargas Llosa, que fue testigo privilegiado de esta experiencia -allá ustedes si piensan que el privilegio es el del que testimonia o del que experimenta callado, o si el escritor llegó a experimentar lo testimoniado-, Pantoja siempre se mostró minucioso, insobornable y puntual. Su único momento de quiebre, al menos en su interioridad, fue la ruidosa operación de hemorroides. Súbitamente comenzó a sufrir calambres y retortijones en el vientre elefantiásico; en el momento de la intervención “un repentino escalofrío electrizó su espina dorsal”. El médico fue muy optimista en los resultados: “Consuélese pensando que después de esta experiencia todo lo que le ocurrirá en la vida será mejor”.

La pasión
Este buen augurio, y quizás la operación misma, aflojaron la estrechez de principios de Pantoja. Llegó a entablar una relación intensa con Olga Arellano Rosaura, llamada “la Brasileña”, la más popular y bella del regimiento de las visitadoras.
La Brasileña, nacida el 17 de abril de 1936 en el retirado caserío de Nanay, había frecuentado los lugares nocturnos de Iquitos: el Mao Mao, La Selva y el desaparecido antro El Vergel Florido. Sería largo trazar el itinerario vertiginoso de Olguita; la cuestión es que a fines de 1952 fue expulsada de Iquitos y se internó en la selva, convirtiéndose en la prostituta más codiciada, querida y poderosa. Su final fue trágico y de paso, se tragó el destino de Pantoja.
El diario El Oriental retrató con estremecimiento fidedigno todo lo acontecido durante el tiroteo en la Quebrada del Cacique Cocama en las vecindades de Nauta, en el que la Brasileña, casi por azar, fue herida mortalmente: “Prematuro y espantoso final, debido a balas traicioneras que, acaso hechizadas por su belleza como tantos hombres, la prefirieron a ella en su mortífera trayectoria”. Fue en su entierro cuando Pantoja, por primera vez en la misión, desatendiendo las órdenes recibidas, se apareció vestido con uniforme frente a la tumba de Olga Orellana Rosaura y hasta llegó a pronunciar palabras acongojantes, luego de colgar una orquídea en su nicho.
El gesto emotivo -y desafiante- le valió una vigorosa reprimenda, que se agregó a la inmensa preocupación en los altos mandos del ejército por el éxito de su misión, irrefrenable en su propagación por toda la Amazonia y alrededores. Según Pantoja, él había cumplido con su tarea; habían disminuido las violaciones y las enfermedades venéreas. Declaró adusto: “Construí algo que tenía vida, que crecía, que era útil”. Pero esos tres años de esfuerzo, dedicación y “crecimiento” debían ser sepultados en la historia militar del Perú.

El desierto
Lo obligaron a renunciar. Pantaleón Pantoja se negó. El ejército era su vida. Para colmo su mujer, la Pochita, lo había perdonado y lo esperaba con su pequeña hija Gladys (concebida gracias a la fogosa pasión que emergió en Pantoja durante esos tres años). Quiso presentar estudios detallados y estadísticas del Svgpfa. No hubo caso. El general Scavino, como el Tigre Collazos, estaba sorprendido. Ambos confesaron:
Nosotros creíamos que no mataba una mosca y resultó un pendejo de siete suelas, Pantoja. Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta.
Ante la duda, lo mandaron al desierto, como intendente en la guarnición de Pomata. Nada peor para un coronel o un general que un soldado que se hace notar. Se lo dijeron, como hienas: “En vez del río Amazonas, tendrá el lago Titicaca… En vez del calor de la selva, el frío de la puna… Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas”.
LA NACION