No descorazonar al adolescente

No descorazonar al adolescente

Por Miguel Espeche
Lo llaman “el problema adolescente”, pero no: en realidad, los adolescentes no son un problema, sino que tienen problemas, además de otras cosas que los identifican.
Resulta agraviante decir que su existencia es un problema en sí mismo, como se suele repetir en diferentes ámbitos. Ellos conforman una parte de la humanidad que transita por una etapa que, se supone, empieza alrededor de los 14 años y termina… bueno, no se sabe bien cuándo termina. Antes se solía decir que la edad final de la adolescencia era más o menos la de 21 o 22 años, más allá de que hoy se vea a algunos de 30 portando todavía un título del que les cuesta despedirse.
Es de lamentar que, cuando se describe la vida de los adolescentes, sobre todo a nivel mediático, se apunte, única y metódicamente, a los conflictos y, sobre todo, al “descontrol” que, obviamente, existe en muchos casos y es visible, noche tras noche, en boliches y en calles del país.
Si pensamos en los rituales de pasaje de la niñez a la adultez, no hay dudas de que la noche es el terreno elegido por muchos chicos para vérselas con su “aguante”, elemento considerado esencial para ser “grande” y “pertenecer”. Lo hacen para ponerse a prueba y conocer los alcances de su coraje y su capacidad para estar lejos de la protección parental, así como en otras culturas salen a cazar leones, van a la guerra o soportan circuncisiones y ritos a veces dolorosos que marcan que el que antes era un niño o una niña, ahora pasa al terreno de los adultos.
En nuestra cultura, pobre en rituales por aquello de que lo simbólico no sirve y forma parte de una mirada mágica o delirante de nuestros antepasados, el ritual de pasaje para una parte de los adolescentes es, precisamente, el “aguante” demostrado en ciertas vivencias nocturnas en las que asumen riesgos y, con diferente resultado, descubren recursos para enfrentarlos.
Al tanto de eso, y también de las fragilidades propias de este período de la vida, el mercado de la noche hace lo suyo y genera condiciones que favorecen el consumo de todo lo que sea consumible. Se induce así, hábilmente, a la asunción de pautas artificiales de cultura nocturna (música fuerte, generadora de una ansiedad que promueve el consumo, por ejemplo), que terminan siendo difíciles de contrarrestar. Gran parte de los chicos y chicas creen haber sido ellos mismos los creadores de esas pautas, y no se sienten meros ejecutores de pautas diseñadas por otros para explotarlos.
Sin embargo, vale señalar que esos mismos chicos que salen a la noche con mayor o menor grado de “descontrol” pueden haber sido parte, por ejemplo, de los más de mil adolescentes que fueron a barrios alejados de sus hogares para construir casas para personas que no tienen un hábitat mínimamente digno. Esta aventura solidaria, una entre tantísimas otras, impulsada por la ONG Un Techo para mi País, hizo que durante un fin de semana largo esos chicos y chicas trabajaran en centenares de casas, empuñaran un martillo quizá por primera vez en su vida y tomaran mate con personas con las que, en otras circunstancias (dado que este movimiento en general es llevado adelante por jóvenes de clase media), no hubieran establecido ningún contacto.
Esa es otra de las formas de ponerse a prueba que usan los adolescentes, una entre tantísimas. En este caso, ellos se reconocen en acciones que no concitan la mirada mediática tanto como un coma alcohólico o la toma de un colegio.
El peor riesgo que corren los adolescentes no es el alcohol, las drogas, la promiscuidad sexual, el embarazo temprano o la inseguridad, sino el descorazonamiento. Se trata de un riesgo, no de una realidad generalizada, porque, si hay algo que cuesta, es descorazonar a un adolescente. Aunque a veces, lamentablemente, el fenómeno se produce, para tristeza de todos.
Uno de los elementos que más riesgo conlleva de descorazonar a los jóvenes es el rostro angustiado de sus padres a la hora de dar cuenta de su propia vida. De hecho, si se hiciera una radiografía psicológica de los chicos y chicas que “descontrolan” en las noches bolicheras y sus adyacencias se vería que el discurso subyacente es el siguiente: “Vivamos ahora todo lo que sea divertido, que al crecer te transformás en eso que son los padres, que están siempre quejándose de su destino y atormentados por su propia vida, sin posibilidad de vivirla en plenitud”.
Quieren vivirlo todo ya no porque sean suicidas o tontos, sino porque temen crecer y, al hacerse grandes, perder toda alegría y toda intensidad, tal como creen muchos que les pasó a sus padres.
Es por esta causa que siempre que se habla de adolescencia se termina hablando de los padres. Y es también por esta misma causa que a la hora de hablar de los padres convenga hacer referencia a cómo hacer para que ellos, los padres, tengan una buena calidad de vida y no se transformen en meros heraldos de los infortunios que pueden ocurrir, quejosos a repetición, y nunca gozadores de la vida y sus circunstancias por aquello de “cómo querés que disfrute de la vida si…”.
Se sabe que para justificar amarguras nunca, pero nunca, faltarán argumentos, los mismos que usarán algunos jóvenes para dedicarse, con angustia subyacente, a vivir la vida “a full”, pero no para saborearla sino para engullirla rápido y para quemar las fichas que –así lo creen– se les vencerán al crecer y ya no tendrán valor.
Nunca está de más proponer a los padres de los adolescentes que vivan su vida con la mayor plenitud e integridad posible, más allá de los problemas que existan, para de esa forma ser un horizonte deseable para sus hijos (y también porque sí nomás, ya que la vida bien vale ser vivida con gusto o, al menos, con integridad, que eso no atenta contra una buena paternidad).
Otro fenómeno llamativo es el de las estadísticas que se trazan en relación con los adolescentes. Cada vez que alguna consultora se dedica a los adolescentes es para abundar en problemas como los señalados más arriba (consumo de drogas y alcohol, embarazos tempranos, etcétera). Nunca se hacen mediciones sobre cuántos adolescentes están enamorados, cuántos ayudan a sus padres trabajando, cuántos son leales con sus amigos, cuántos estudian, trabajan y, además, se ríen de pavadas, como corresponde, generando las endorfinas del caso…
De allí que sea aconsejable que, cuando se lean esas siempre realistas e irrefutables estadísticas acerca de los jóvenes de hoy, se mire al hijo a los ojos, sin olvidar su nombre y la historia que se comparte con él. Es que, susto mediante, hay padres que dejan de ver al hijo con su nombre y apellido y pasan a verlo como parte de ese porcentual terrorífico que habla de drogas, alcohol y nunca jamás de amor o de alegría, elementos también propios de los adolescentes y, sin duda, presente hoy tanto como lo estuvo durante toda la historia humana.
La adolescencia tiene problemas, pero también tiene recursos. A cada problema que aflora, cabe la oportunidad de encontrar un recurso para superarlo, a veces con ayuda directa de los adultos, otras desde los propios jóvenes. Cuando sólo se mira fijo aquello que amenaza, lo que aparece es el miedo crónico, y se deja de percibir con qué se cuenta para sortear esa amenaza. Esos recursos, entre los que la confianza está en lugar principal, no son garantía absoluta, pero, sin duda, no son poca cosa a la hora de ir atravesando nuevos territorios, tal como hacen los chicos y chicas que crecen entre nosotros, mirando en nuestro rostro adulto el reflejo de un mundo del que, aunque teman, serán parte dentro de poco tiempo.
El autor es psicólogo, especialista en vínculos familiares. Su último libro es “Criar sin miedo”.
LA NACION