El difícil arte de vivir

El difícil arte de vivir

Por Manuel Cruz*
Lo peor de eso que se suele denominar autoayuda no es lo que promete sino lo que realmente da. Y lo que realmente da es un curioso mix, una peculiar mezcla de psicoanálisis de mercadillo y orientalismo en zapatillas con muchas sentencias de yogis y gurús hindúes, maestros zen vietnamitas y otras autoridades espirituales, salpimentadas con algún que otro proverbio chino (que son a estos discursos lo que las proverbiales “tribus primitivas” a los antropólogos: siempre hay alguna disponible para cualquier teoría antropológica que se necesite demostrar). La propuesta suele adoptar la forma de un engrudo aforístico que rehúye plantear en su auténtico calado los problemas que la vida nos depara, sustituyendo esta complicada y casi siempre dolorosa tarea por la aplicación prácticamente mecánica de presuntas cápsulas de conocimiento de las que se espera que ofrezcan efectos taumatúrgicos inmediatos.
Ante semejante panorama, la filosofía, sobre todo a la vista de las vicisitudes de todo tipo que viene padeciendo de un tiempo a esta parte, puede experimentar la proverbial tentación de querer seguir el modelo anterior y tomar la forma de alguna de las prácticas de autoayuda de apariencia exitosa que tanto proliferan últimamente. Un buen ejemplo lo constituyen propuestas como las de las asesorías filosóficas y similares, en las que parece darse por descontado que el futuro de los filósofos pasa por redefinirse en términos de una especie de terapeutas del espíritu, los cuales, sirviéndose simplemente de su capacidad de reflexión y de la posibilidad de comprender la realidad con la inteligencia (¿de qué otra cosa se podrían servir, por cierto?), ayudarían a quienes acudieran a ellos para resolver sus problemas y a conducir su vida de un modo coherente a fin de evitar el sufrimiento innecesario.
Sentado esto para, en lo posible, no dar lugar a demasiados equívocos respecto de mi posición al respecto, habrá que añadir que nada de lo dicho carga de razón a aquellos otros que, desde las perspectivas más teoricistas y academicistas, con enorme frecuencia descalifican como sospechoso de autoayuda a cualquier planteamiento filosófico que pretenda aludir a problemas concretos, inmediatos, y que, por añadidura, no rehúya hacer propuestas de naturaleza práctica. De esta forma, el reproche de “autoayuda” se ha convertido en la nueva descalificación para lo que antes era igualmente descalificado, solo que con reproches del tipo de “mundano”, “frívolo”, “superficial”, “poco serio”, “escasamente riguroso” y otros similares.
Con la misma rotundidad con la que dos párrafos atrás se advertía acerca de una tentación a mi juicio perturbadora para la filosofía, habría que añadir ahora que conviene estar también alerta ante tanto filósofo de cejas altas, siempre a medio camino entre el desdén y el escándalo (farisaico, por supuesto). Porque no querer incurrir en las aludidas patologías de la autoayuda no debiera impedirnos reflexionar acerca de lo que pudiera haber de bueno (o, como poco, aceptable) en los propósitos fundacionales de aquélla.
Es en ese sentido en el que el presente texto se iniciaba con una distinción entre lo que la autoayuda promete y lo que realmente da. Sé que a alguien le podrá sonar un poco raro, pero no costaría demasiado interpretar que lo que ha venido haciendo desde sus orígenes un cierto tipo de filosofía -de Sócrates a Cioran, pasando por Lucrecio, Séneca, Gracián, Pascal, Schopenhauer y un sinfín de pensadores más- ha sido intentar proporcionar herramientas que ayudaran a los individuos a enfrentarse en condiciones a sus retos vitales, de forma que no resultaran aplastados por ellos.
De aceptarse lo anterior, la autoayuda no constituiría en lo fundamental tanto un peligro para la filosofía (que amenazara con alejarla de su genuina esencia) como una degradación, banalizada, de uno de sus propósitos más propios: el de proporcionar instrumentos para elaborar eso que, desde los clásicos a Foucault, ha venido llamándose el arte de vivir. Arte de vivir que, por otra parte, aunque alguien pudiera afirmar que en el fondo parece ser asimismo perseguido por las consultorías filosóficas de variado pelaje, la filosofía encara sin prejuzgar objetivo alguno (por ejemplo, evitar el sufrimiento) y sin dar por descontada la legitimidad de ninguna expectativa (por ejemplo, el derecho a ser feliz). Al contrario, entiende que lo específico de su propuesta es, por así decirlo, el riesgo que corre y, en la misma medida, el modelo de práctica filosófica (o de filósofo, si se prefiere) que propone.
Corre un riesgo que tal vez pudiera ejemplificarse haciendo referencia a la experiencia del insomne. De la misma forma que mucha gente, cuando se pega un madrugón desmesurado, suele quejarse por tenerse que levantar a una hora tan temprana en que “las calles aún no están puestas” (frase cuyo copyright sin duda Gilles Deleuze hubiera atribuido a la Pantera Rosa, en el supuesto de que ésta hubiera estado dotada del don de la palabra), análogamente cabría afirmar que la experiencia del insomne es reveladora en la medida en que tiene lugar en ese momento en que el mundo aún no está puesto. Percibir eso le permite reconocer dimensiones del artificio en el que vivimos imperceptibles poco después. Cuando, con la luz del día, la realidad cuaja, el mundo se petrifica, y en la misma medida se vuelve opaco, resistente, de una dureza casi mineral. Tal vez entonces, perdida la plasticidad que tuvo horas atrás, ya sea demasiado tarde para entenderlo de otra manera.
Pues bien, acaso pudiera afirmarse que a lo que la filosofía aspira es a algo así como a ayudarnos a recuperar la extraña comprensión de las cosas que nos regaló la noche, en ese momento en el que fugazmente tuvimos la sensación de reconciliarnos con nuestras ideas, con nuestros sentimientos, con nuestra vida por entero, incluyendo ahí nuestras más flagrantes contradicciones, esas que, cuando amanezca, serán la fuente del grueso de nuestros conflictos en el mundo. La filosofía, en definitiva, nos ayuda a cumplir aquel designio del poeta: “Dios me libre de ver lo que está claro”. No otro es el gran riesgo que nos invita a correr.
Pero si éste es el riesgo, ¿cuál es la figura o modelo que debieran tomar como referencia quienes se dedican a la filosofía? El modelo no debería ser -valdrá la pena remachar el clavo tras todo lo dicho- el de esos terapeutas tan proclives a la medicalización a ultranza de todos los aspectos conflictivos de nuestra existencia, como si de lo que se tratara a toda costa (¡cómo se nota que desconocen la experiencia del insomne!) fuera de reparar la menor anomalía que en el paciente se pudiera producir con el argumento de que lo que realmente importa es aliviar los pesares de éste (cuando en última instancia lo que se está haciendo es corregir aquellos aspectos de su ser que lo pueden haber convertido en disfuncional en medio de la realidad que le ha tocado vivir).
El modelo o ideal al que debería aspirar el filósofo no es tanto el del médico/terapeuta/sanador como el del sabio. ¿Y qué es un sabio? Alguien que no sólo piensa lo que pasa, sino, sobre todo, lo piensa bien. Alguien que no sólo no siempre encuentra sentido al mundo, sino que incluso es capaz de detectar el profundo sinsentido que lo habita. Alguien que no nos proporciona la manera de alcanzar la felicidad, pero sí las indicaciones para vivir la vida con la mayor intensidad posible. Alguien que, frente a la generalizada prisa de tantos presuntos pensadores por abandonar las preguntas mayores del espíritu -que son las ineludibles preguntas de la vida- en cuanto tienen la sensación de que han quedado viejas (acaso porque temen que les envejezcan), nunca olvida que caducan antes las malas respuestas que las buenas preguntas. Alguien que se entusiasma con el pensamiento y que, precisamente por ello, hace pensar a quienes le escuchan. Alguien a quien todos los que nos dedicamos a este asunto del pensar nos gustaría parecernos de mayores.

*El autor, español, es filósofo. Su último libro es Amo, luego existo

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