27 Mar Avatares de un alma siniestra
Por Alejandro Patat
Simone Simonini, nacido en Turín a principios del siglo XIX, hijo de un carbonario y nieto de un oficial del ejército sabaudo, es abandonado por su madre en la primera infancia. Simone cuenta su vida en imprecisos apuntes recogidos por un Narrador omnisciente. La historia infantil de Simone es un largo proceso de deseducación. Todo lo que le refiere su abuelo, reaccionario y conservador, nostálgico del Ancien Régime y obligado a participar en las filas del ejército napoleónico, está impregnado de un odio visceral contra los judíos y contra los masones. El niño absorbe desde temprano la leyenda preferida del abuelo, cargada de una pasión enefermiza que le atraviesa cuerpo y alma, basada en la tesis fanática del abad Barruel, en sus Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme : judíos y masones atentan contra el rey de Francia. Según Barruel, se trata de una invisible guerra universal para subvertir el orden constituido. Pero el prejuicio antijudaico trasciende la tesis de Barruel en la familia de los Simonini. Justamente el nombre de bautismo del pequeño Simone alude a san Simonino, el niño mártir que habría sido asesinado y cortado en pedazos por los judíos de Trento en el siglo XIII.
El odio de Simone se acrecienta en el tiempo y resulta aún más vasto que el del abuelo. Al desprecio y la repulsión por los judíos y masones, les suma el rechazo por las mujeres y, no en última instancia, por los jesuitas, “masones vestidos de mujer”, como él mismo observa. Y por ello, su vida halla por fin una dirección coherente con sus principios. Simone comienza a trabajar en el estudio de un escribano como finísimo calígrafo y falsificador de documentos: con el tiempo, se transforma en falsario profesional, espía, consiprador, entregador, contraespía, delator, asesino y sicario.
Ahora bien, Simone tiene también una conciencia, por cierto no muy recta. Es el Abad Della Piccola, el personaje en que se traviste para esconderse de quien lo persigue y para realizar, sin mayores escrúpulos, varios trabajos sucios. De hecho, el diario que el Narrador nos da a conocer está escrito en forma alternada por Simone y por el Abad. No faltan episodios en que ambos personajes, afectados por vacíos de memoria y por la sospecha de ser la misma persona, se recriminen no tanto la deplorable inmoralidad de sus actos como el comportamiento irregular, la falta de precisión, los excesos de la bebida y la comida.
Como falsificador, Simone es un auténtico bibliófilo, amante de los libros prohibidos y de las bibliotecas. En una de ellas, en Turín, encuentra un códice de antiguos grabados que ilustran el cementerio judío de Praga, donde Simone decide situar, modificándolo en el tiempo, el hecho fundacional de su imaginación infantil y de sus lecturas de Dumas. En el escenario nocturno del cementerio, entre apretadas tumbas superpuestas, doce rabinos pronuncian sendos discursos fatídicos para alcanzar, a través de un diabólico plan (primero religioso y luego político-económico), el sometimiento de los cristianos y el dominio del mundo.
El cementerio de Praga es una novela histórica que transcurre a lo largo del larguísimo siglo XIX y todos los hechos que se narran -desde las revoluciones europeas de 1848 hasta la expedición garibaldina de los Mil y la sospechosa muerte de Ippolito Nievo a bordo del Hércules, desde los días revolucionarios de la Comuna de París hasta la expansión de la fiebre socialista y comunista en el mundo, desde las investigaciones en el campo psicológico sobre la histeria y la hipnosis (por parte del joven y cocainómano Freud) hasta el entrecruzamiento entre masonería, satanismo y misas negras- son en realidad el trasfondo de un único tema: el desarrollo del antijudaísmo y del antisemitismo, que comienza con la escena de Praga, se perfecciona en los falsos Protocolos de los Rabinos de Sión (que fueron la fuente falsa del antisemitismo europeo) y culmina en la novela con el triunfo de la tesis de Simone, al estallar el famoso caso Dreyfus. El sentimiento de orgullo y de auténtica conmoción de Simone cuando logra, tras durísimos años de frenética propaganda subterránea, que el general judío Dreyfus sea injustamente acusado de traición es el signo de su primer triunfo, al que el protagonista le agrega la esperanza de que alguna vez en el mundo pueda realizarse su sueño: la solución final, el exterminio definitivo y total de todos los judíos.
En este nuevo relato histórico de Eco no faltan las citas: desde El judío errante de Eugène Suehasta Joseph Balsamo de Dumas, desde el ya mencionado texto de Augustin Barruel hasta laVie de Jésus , de Léo Taxil. Tal como el mismo autor consignara en sus Apostillas a El nombre de la rosa , en el lejano 1983, toda la visión histórica es narrada desde una perspectiva irónica, desacralizadora, a la que en estos últimos años, Eco le ha quitado mucho del juego posmoderno de las citas lúdicas y los guiños al lector. Desde esa primera novela hasta hoy, la narrativa de Eco, si bien potente e irreverente, se ha teñido de desencanto y de amargura. Porque la novela narra, en el fondo, la imposición de la mentira, perfectamente orquestada por personajes oscuros y mezquinos de la historia, y el triunfo de la visión falseada del mundo. O, como escribe un crítico italiano, la novela exhibe, más que la relación entre historia y verosimilitud, el camuflaje de la historia moderna. En el apéndice final, en que Eco explicita el carácter histórico de todos los personajes, a excepción de Simone, que en realidad es un ” collage ” de varios sujetos históricos, no llama la atención que se termine afirmando: “Simone está todavía entre nosotros”.
Al mismo tiempo, El cementerio de Praga es una nostágica celebración de la novela de folletín decimonónica. Es un homenaje a la arquitectura rocambolesca en El conde de Montecristo de Alexandre Dumas y en las novelas de Sue, a la narración totalizadora en Victor Hugo, a la espléndida evocación de una vida antiheroica en Ippolito Nievo, a Los novios de Manzoni. De este último, en particular, Eco ha querido evocar la técnica narrativa basada en la alternancia de palabra e imagen: los grabados que ilustran la novela han sido elegidos por Eco de los libros de su vasta biblioteca. Y las imágenes, como en Manzoni, dicen o desdicen el texto. Pero casi todas esas novelas que el autor conmemora ofrecían al lector amplios momentos de tensión emocional, efusión sentimental y pasión amorosa. En cambio, El cementerio de Praga es una novela intelectual, sin ningún espacio para la emoción, el sentimiento o el eros. El único sentimiento de Simone es el amor de sí mismo y su única pasión, el odio a los judíos. Eco ha tomado del siglo XIX la estructura inventiva, ficcional de los grandes relatos, para adentrarse en los avatares más siniestros del alma. Como si la irracionalidad destructiva de Simone fuera la cifra de nuestro tiempo, o como si nuestro tiempo no consintiera más una vida que entremezcle la acción y las emociones constructivas.
CONFESIONES DEL ODIO
Al final de mi reconstrucción me siento agotado; quizá porque he acompañado estas horas de jadeante escritura con algunas libaciones que habían de darme fuerza física y excitación espiritual. Con todo, desde ayer he perdido el apetito y comer me produce náuseas. Me despierto y vomito. Quizá esté trabajando demasiado. O quizá me atenace la garganta un odio que me devora. A distancia de tiempo, volviendo a las páginas que escribí sobre el cementerio de Praga, entiendo cómo, a partir de aquella experiencia, de aquella reconstrucción tan convincente de la conspiración judía, la repugnancia que, en los tiempos de mi infancia y de mis años juveniles, fue sólo (¿cómo diría yo?) ideal, cerebral, meras preguntas de ese catecismo que el abuelo me había ido instilando, se encarnó, en carne y sangre, y únicamente a partir del momento en que conseguí revivir aquella noche de sábado, mi rencor, mi saña por la perfidia judaica pasaron de ser una idea abstracta a ser una pasión irrefrenalble y profunda. ¡Ay, de verdad, era menester haber estado aquella noche en el cementerio de Praga, santo Dios, o por lo menos, haber leído mi testimonio de aquel acontecimiento, para entender por qué no podemos seguir soportando que esa raza maldita envenene nuestras vidas!
Sólo tras leer y releer aquel documento, comprendí plenamente que la mía era una misión. Tenía que conseguir a toda costa venderle a alguien mi informe, y sólo si hubieran pagado su peso en oro, creerían en él y colaborarían en hacerlo creíble…
Por esta noche es mejor que deje de escribir. El odio (o tan sólo su recuerdo) perturba la mente. Me tiemblan las manos. Tengo que irme a dormir, dormir, dormir.
Fragmento del capítulo 12 de El cementerio de Praga.
LA NACION