La guerra del futuro será por el trabajo

La guerra del futuro será por el trabajo

Por Guillermo Oliveto
El 27 de septiembre de 2010, el actual -y futuro- ministro de Economía de Brasil, Guido Mantega, anunció que había estallado una “guerra internacional de divisas”. La sentencia corrió como reguero de pólvora y, rápidamente, el fenómeno fue rebautizado como una “guerra de monedas”. Que sea un ministro sudamericano el que redefina conceptualmente la agenda global ya es, en sí mismo, un hecho que expresa el cambio actual del mundo. ¿Están realmente “peleando” los países sólo por sus monedas?
En julio, curioseando en un local de Staples, en Nueva York, tomé un cuaderno. No llamaba la atención por nada en particular. Su tapa era de una cartulina negra, muy simple. Su calidad, intermedia. Su precio, cinco dólares. A priori, un cuaderno más. Tenía una sobrecubierta con un mensaje pequeño, pero que traía la energía condensada de lo inesperado: “100% Made in USA”, decía. O lo que es lo mismo: “Este producto se hace acá, con trabajo generado acá”.
¿No era que en el mundo global el lugar de producción era irrelevante? ¿No se dio por asumido que producir y fabricar era una tarea “menor” que la podía hacer cualquiera? Al fin y al cabo, ésa era la esencia de la globalización, que “compramos” con gusto, a la que adherimos sin mayor debate: una resignificación del tiempo y del espacio para poner todo al alcance de todos al precio más bajo posible. Un modelo que, en principio, funcionó. Mientras el mundo crecía a una tasa promedio anual del 4% entre 1990 y 2008 -lo que implica nada menos que duplicar el PBI mundial en menos de dos décadas-, ¿quién se atrevía a cuestionarlo? Cada vez que una cumbre de líderes se daba cita, con su sola presencia nos decían que la globalización era un hecho indiscutible. Todos eran amigos y sonreían para la foto.
La actual campaña publicitaria de Levi’s, la emblemática marca americana, se llama “We are all workers”. La traducción literal sería “Somos todos trabajadores”. La traducción publicitaria podría ser aún más punzante: “Somos todos obreros”. La campaña se ilustra con hombres con pala en mano y con familias enteras abrazadas. Dice además: “El trabajo de todos es igualmente importante”. Ya no importa si con cuello blanco, azul o en mangas de remera, ganando mucho o poco, si remunerado o voluntario. Lo que importa es trabajar.
Como ícono global, París Hilton expresa un tiempo que está quedando en el pasado. Por primera vez en la historia de la humanidad, durante dos décadas el ocio masivo -no el reservado para las elites- le fue ganando espacio al trabajo como valor; la diversión, al esfuerzo como modo de expresar una vida bien vivida, y el presente, al futuro como anclaje temporal. En 1983, el filósofo francés Gilles Lipovetsky lo vaticinó proféticamente en La era del vacío : “Vivimos una segunda revolución individualista. Don Juan ha muerto; una nueva figura, mucho más inquietante, se yergue: Narciso, subyugado por sí mismo en su cápsula de cristal”. La economía entendida como una ciencia exacta, y no como lo que es, una ciencia social, engendró la versión más extrema del capitalismo: un neoliberalismo que depositó todo su sustento en “el mercado”. Operando con la misma lógica de un individualismo a ultranza, el mercado y la gente se dieron la mano, disfrutando juntos de la bonanza y siguiendo aquel famoso precepto de Margaret Thatcher: “No hay sociedad, sino sólo individuos y sus familias”.
Entre el lúcido registro del espíritu naciente de una época que hizo Lipovetsky y el estallido de Lehman Brothers pasaron 25 años. El mundo vivió un cuarto de siglo de fiesta. Pero la fiesta se acabó. Y ahora que llegó el momento de pagar la cuenta, las sonrisas escasean y las presuntas amistades de los tiempos de bonanza ya no son tales. Los gobiernos debieron acudir cual bomberos a apagar el violento incendio que amenazaba a sus “sociedades”, y no ya a meros “individuos y sus familias”.
La idea de lo colectivo y de lo nacional resurgió ante la emergencia y la proximidad de la catástrofe. Ya en la reunión del G-20 en Toronto (junio de 2010), hubo un marcado desacuerdo entre los estadistas que proponían continuar con los planes de estímulo para que siguiera recuperándose la economía (Estados Unidos, China, la India, Brasil, la Argentina y Japón) y los que habían optado por la solución del “ajuste” (Europa, con Alemania y Francia, a la cabeza).
En noviembre, mientras el presidente Obama reconocía que en las elecciones de medio término le “habían dado una paliza”, Ben Bernanke, el presidente de la FED, anunciaba que inyectaría US$ 600.000 millones en la economía “para estimular la inversión y generar empleo”. La decisión fue interpretada por el resto de las potencias como focalizada sólo en los intereses norteamericanos. Cuarenta años atrás, cuando los europeos le expresaron a John Connaly, secretario del Tesoro del presidente Richard Nixon, su preocupación por los vaivenes del dólar, éste les dijo: “El dólar es nuestra moneda, pero es su problema”. ¿Está la globalización, tal como la conocimos, en riesgo? Cuando el pastel es grande y alcanza para todos, la amistad florece. Pero ¿qué sucede cuando el pastel se achica?
En 2008, el sociólogo americano Richard Sennet, quien se ha dedicado a estudiar la dinámica del trabajo en la nueva economía capitalista, publicó su libro El artesano .
Allí Sennet reivindica el valor que el trabajo tiene para el hombre como fuente de realización y de plenitud, más allá del dinero. Sostiene que debemos recuperar el espíritu artesanal que “designa un impulso humano duradero y básico: el deseo de realizar bien una tarea, sin más. (…) El orgullo por el trabajo propio anida en el corazón de la artesanía como recompensa por la habilidad y el compromiso”.
El economista británico Robert Skidelsky, principal biógrafo de Keynes, afirma que “la gran idea de Keynes se basaba en utilizar la política macroeconómica para mantener el pleno empleo. Si la visión de Keynes puede resumirse en una frase, ésta es la de la “sociedad armoniosa”. Y concluye: “La crisis que hoy vivimos no es de carácter o de competencias, sino de ideas”. Tras ver el debate y la tensión entre ideas opuestas que dejó en evidencia aquella reunión del G-20 en Toronto, Skidelsky vaticinó: “La pregunta de fondo de los próximos cinco años es: ¿quién gobierna? ¿El gobierno o los mercados?” Prácticamente en todos los países se está definiendo la respuesta a su pregunta. Los mercados están pidiendo a gritos más ajuste. Y esto significa, al menos en el corto plazo, más desempleo. Europa les está dando lo que piden. Se encuentra embarcada de manera generalizada en un feroz recorte que al día de hoy se acerca a los 300.000 millones de euros. El peor ajuste desde la Segunda Guerra Mundial. Se teme que a la caída de Grecia e Irlanda le sigan Portugal y España. Y no pocos analistas dudan de la continuidad del euro, al menos en las economías más débiles. Entre ellos, Nouriel Roubini. Algo que para Angela Merkel significaría, en sus propias palabras, que “Europa fracasará”. Gran Bretaña anunció que echará a 500.000 empleados públicos. Paradójicamente, son los ingleses quienes más parecen haber olvidado a Keynes. El premier irlandés, Brian Cowen, luego de rechazarlo, aceptó el plan de rescate y recorte de la Unión Europea y el FMI. Y convocó a elecciones anticipadas. Para muchos irlandeses, entregó la soberanía del país. Europa se está despidiendo, a pedido de los mercados, de su preciado Estado de Bienestar.
Aún a riesgo de simplificar, el mundo se divide hoy en los países del “enojo” y los de la “esperanza”. Mientras los ciudadanos “del centro” sienten que retroceden -un 63% de los norteamericanos cree que en el futuro su calidad de vida será peor- y sus sociedades están muy lejos de la armonía que planteaba Keynes, los de “los bordes” vivencian el avance. Siguen lejos del desarrollo, pero la sensación de bienestar se vincula más con lo relativo que con lo absoluto.
Como lo señalaron Keynes y Sennet, al faltar el trabajo, falta algo esencial: el lubricante que hace que los engranajes de ese motor llamado sociedad funcionen bien. Entre 1995 y 2005, los latinoamericanos lo vivimos en carne propia. La Argentina fue la expresión máxima de una sociedad que, al llegar al 25% de desempleo en mayo de 2002, estuvo “desarmonizada”, al borde de la disolución. Podemos hablar con conocimiento de causa. Ya pasamos por ahí.
La globalización futura podría ser diferente a la conocida. Ante la escasez, la “amistad” entre los países se debilita. No sólo están peleando por sus monedas. Están peleando además por algo que han vuelto a valorar y que hace a su grado de cohesión y gobernabilidad: la producción y el trabajo.

El autor es presidente de la Asociación Argentina de Marketing
LA NACION