Viaje a una de las favelas que Lula le disputa a los narcos

Viaje a una de las favelas que Lula le disputa a los narcos

 

Por Horacio Riggi
Cida es una morena simpática, tiene 40 años, una hija hermosa que aparece sonriente en una publicidad de cerveza, y vive la mayor parte de su día rodeada del mayor de los lujos. Su vida, sin embargo, está lejos de ser envidiable. A la mañana se levanta bien temprano (4.30 am). Luego de una hora de viaje llega a su trabajo, donde permanecerá hasta las 18hs.
Cida es cocinera de una familia de millonarios en una mansión de Copacabana, una de las tradicionales playas de Río de Janeiro. Gana unos 1.000 reales al mes (590 dólares). Luego de preparar el desayuno, el almuerzo y la cena Cida emprenderá el regreso al lugar donde nació y donde seguirá viviendo pero no necesariamente por elección: Cidade de Deus (Ciudad de Dios), una favela (villa de emergencia), una más de Río de Janeiro, pero que tiene la triste fama de ser considerada la más peligrosa y sangrienta de América latina, y que se conoció en el mundo en 2002 luego de que el cineasta brasileño Fernando Meirelles filmara precisamente Cidade de Deus, una verdadera obra de arte que cuenta la historia del lugar basada en casos reales. En Cidade de Deus se calcula que viven 50.000 personas y se asegura que el negocio de la droga factura unos u$s 70 millones al año.
“Si no hay guerra podemos entrar”, dice Cida. Guerra en el idioma de las favelas significa enfrentamientos entre los narcotraficantes y la policía, o entre dos grupos de narcotraficantes que quieren concentrar más poder. No hay guerra. Desde aproximadamente 200 metros antes de entrar a Cidade de Deus se ve que los “cuidadores” (niños que van desde los 5 años a los 13) agitan sus “pipas” (barriletes). “Si hay pipas es porque no está la policía, cuando la policía llega a la favela, las pipas desaparecen. Esa es la señal que sirve de alerta a quienes controlan el lugar y les da tiempo para armarse y enfrentarse, si es necesario con la policía”, describe Cida con total naturalidad.
El taxi estaciona en un bar, una especie de almacén precario. Cida compra una cerveza y convida. No hay que alejarse de ella, y menos caminar en grupo sin ella. “Si uno camina solo nadie en la favela se preocupa porque se entiende que va a visitar a un amigo o familiar, pero si va en grupo se complica”, explica y ofrece una recorrida por la parte donde se concentra el poder de la favela. Es decir, donde se organiza el reparto de la droga, que luego en su mayor parte se enviará por delivery en moto al domicilio de los compradores, que por lo general son ricos que viven en el centro de Río. Donde está el poder de la favela no accede cualquiera. Pero Cida conoce a una niña que va a la escuela con su hija. “Tranquilos, no hay nada de qué temer”, advierte. La niña se llama Sonia y es una de las sobrinas de Zé Pequeño, el narcotraficante que supo ser el más temido de Río de Janeiro, y que fue asesinado en la favela, según relata Meirelles en Cidade de Deus. Sonia está con un grupo de amigas. Todas menos una adolescente embarazada aceptan sacarse fotos con con este cronista. Cida explica que la mujer embarazada, que se las arregla para causar miedo con su presencia y sus gritos despectivos a pesar de conservar una imagen de increíble fragilidad, quiere dinero a cambio de una foto. El dinero es apenas un real, ahí acepta posar, sonríe y se va. Hay que retirarse, pero antes hay que entregar algunos reales a Sonia y sus amigas. Ya en pleno descenso desde las casas de chapas ubicadas en lo alto del morro (la mayoría son de material), aparece un niño vestido sólo con traje de baño y un handy. Quiere saber quienes son esos extraños. Cida explica que uno es Flavio, su novio, y el otro un periodista extranjero. El niño avisa por el handy, no se sabe a quien, que está todo bien y sigue caminado a paso rápido.
El taxista está listo para seguir el recorrido. Cida lo guiará hasta la casa de su hermano. Su cuñada ofrece a los visitantes todo lo que tiene a su alcance: agua y sentarse en las únicas dos sillas de plástico que están en el patio. Fernando es el hermano mayor de Cida, tiene 5 hijos y apenas duerme 3 horas porque el resto del día trabaja como “delivery” con su moto.
La casa de Fernando está ubicada en una calle muy angosta. Se necesitan varias maniobras para poder sortear pozos, palos y piedras. Con esfuerzo se pasa todo menos una barricada. No hay salida. El novio de Cida baja del auto para correr una piedra y poder pasar. En ese momento un adolescente, que no supera los 15 años, lo apunta con un arma de grueso calibre. Entablan un diálogo en un portugués muy “cerrado”. Por lo único que se puede estar tranquilo es por el gesto sereno de Cida. Flavio corre la piedra y el taxi pasa. Cuando sube al auto explica que está por entrar a la favela un cargamento (drogas y armas) y por eso la barricada. “En la favela hay reglas y las cumplen todos no importa si se es niño o no. Si uno debe, sabe que deberá pagar con dinero, o será expulsado de la favela, o morirá”, dice Cida y enseguida reflexiona: “con los narcotraficantes controlando la favela se está mejor que con la policía. Con ellos en la favela no hay robos. Además ayudan con dinero para comprar remedios, o materiales para la construcción. La policía solo protege a los ricos”.
El taxi llega a la carretera, deja a Cida en la parada de un bus, y emprende viaje rumbo al centro. Cidade de Deus con su gente eternamente postergada va quedando atrás. Un cartel indica que el paraíso de garotas, carnaval, seguridad y playas con aguas transparentes que presenta Río a sus turistas queda a tan sólo 24 kilómetros del infierno.
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