28 Dec El dinero resultó ser la droga más vieja del mundo
Madre, yo al oro me humillo,/ él es mi amante y mi amado,/ pues de puro enamorado/de continuo anda amarillo; / que pues, doblón o sencillo,/ hace todo cuanto quiero,/ poderoso caballero/ es don Dinero.”
Aunque magistral, Quevedo no fue el único. La literatura retrató desde el principio a criaturas que han hecho del dinero su fetiche.
Desde el rey Midas de la mitología clásica, embriagado por su propia fortuna, condenado a convertir en oro todo lo que toca y prisionero de su propio deseo, hasta el viejo avaro de las comedias latinas de Plauto que luego sería el molde para forjar a ese otro avaro insuperable de Moliere, el Harpagón que hoy es la imagen universal de los miserables.
Avaricia y codicia hoy tienen, sin embargo, otro nombre. Más a tono con los tiempos, quizás, pero ilustrativo de esa misma pasión triste. La adicción al dinero. Esa carrera que empobrece y que puede estrangular hasta el último entusiasmo. Una trampa fácil que puede embotar hasta al más prevenido.
¿Pero qué hay detrás de este afán que pierde toda medida? Hasta ahora las explicaciones apuntaban sobre todo al valor del dinero como recurso social y a su poder simbólico. Para decirlo sin vueltas: el dinero permite conseguir lo que queremos, incluso sin necesidad de caerle bien a la gente. Pero las últimas teorías, aunque controvertidas, sugieren que quizás haya una base biológica para esta obsesión.
La tesis de los psicólogos Stephen Lea, de la Universidad de Exeter, Reino Unido, y Paul Webley, de la Universidad de Londres, es que el dinero, como la nicotina o la cocaína, actúa en nuestra mente como una droga con poder adictivo que activa ciertos centros de placer en el cerebro.
El dinero, entonces, sería capaz de cambiar la forma en que nos sentimos, aún cuando no tenga una función evolutiva o sea relevante desde el punto de vista biológico.
Los académicos sugieren dos caminos que pueden explicar por qué esta adicción echa raíces. Por un lado, una suerte de memoria evolutiva que se remonta a tiempos en que los que aquel que era más hábil para el intercambio de bienes tenía más chances de sobrevivir. Por el otro, un instinto lúdico propio de los humanos y relacionado con los largos años de crianza de la especie. El dinero sería, según esta línea de pensamiento, el más adictivo de los juegos que inventaron los adultos.
Claro que en el mundo académico no todos comparten esta teoría e incluso se ha apuntado que la adicción al dinero bien podría explicarse como una simple manifestación del mismo instinto de acumulación que se verifica en muchas especies, que tienden a almacenar comida más allá de las necesidades actuales o incluso de eventuales requerimientos futuros.
Así y todo, algunos descubrimientos invitan a plantearse hasta qué punto este apetito desmedido puede tener una base más primitiva de lo que pensaría uno en principio. Barbara Briers, de la escuela de negocios HEC, en París, y sus colegas llegaron a la conclusión de que existe una conexión entre la adicción al dinero y los mecanismos que rigen nuestra conducta hacia la comida. Durante una de las pruebas se constató por ejemplo que los voluntarios que habían sido privados de alimento, eran menos proclives a donar dinero a la caridad, mientras que los que mostraban mayor interés en el dinero tendían a comer más dulces. Quizás el cerebro -ese artefacto misterioso del que tan poco sabemos- procese ambos estímulos de un modo semejante.
En todo caso, desde la psicología, el dinero es tratado cada vez más como una adicción. En “El mal dinero. Reflexiones sobre la codicia y la avaricia” (Editorial Biblos), Aída Aisenson Kogan y Fanny S. Y. De Hoffer lo explican claramente: “Se dota al tener plata de un don casi mágico de abolir toda pena, toda decepción o una deslucida imagen de sí”.
“La insaciabilidad en la tendencia al apropiamiento o la retención resulta en la incapacidad de gozar plenamente de los bienes de que se dispone y no permite sino disfrutes fugaces”, agregan. Se verifican los rasgos de toda dependencia: compulsividad, búsqueda de algo más que la meta explícita a la cual rodea un aura ilusoria, empobrecimiento de la gama de intereses que animan la vida, el debilitamiento de la persona moral, una general fragilidad interior.
No es fácil en los tiempos que nos tocaron (y quizás, vaya a saber uno, en ningún otro) escapar a la ilusión materialista que nos promete acercarnos un poco a una felicidad que puede volverse tan trabajosa. Quizás no haya atajos. O quizás, como decía Groucho Marx, en la vida hay muchas cosas más importantes que el dinero. El problema es que cuestan tanto.