05 Nov Cuando la televisión es un peligro
Por Marcelo Stiletano
En 1979, el laureado director francés Bertrand Tavernier jugó a ser visionario y se anticipó al menos dos décadas al surgimiento y la primera gran avanzada de los reality shows . Aquel ejercicio profético se llamó La muerte en directo , título que con el tiempo dejó de aludir sólo a una obra cinematográfica para convertirse en emblema de potenciales situaciones extremas con las que jamás dejan de fantasear los arquitectos y modeladores de la televisión-verdad.
La película de Tavernier no se ocupó de una toma de rehenes como la que mantuvo en vilo a la opinión pública el jueves pasado. Narraba, con espíritu crítico y rechazo visceral hacia lo que más tarde bautizamos “televisión basura”, el encuentro -alentado por un inescrupuloso productor- entre un hombre al que se le había implantado una cámara en su cerebro (Harvey Keitel) y una enferma terminal convertida, sin saberlo, en protagonista de un documental (Romy Schneider).
¿Alguien hubiese resistido la tentación de utilizar el título de este film si los hechos vividos en la sucursal Pilar del Banco Nación terminaban mal? Esas cuatro palabras (la muerte en directo) se habrían adueñado de todos los zócalos y videographs de los canales de noticias, en otra muestra de la misma cadena virtual que siguió el episodio sin pausas ni interrupciones, a lo largo de cinco horas.
Por fortuna, todo concluyó bien. Como sabemos, los rehenes regresaron a sus hogares sanos y salvos, y el asaltante se entregó a la policía. Pero en más de un momento de esas cinco horas cargadas de angustia e incertidumbre lo peor pudo ocurrir por culpa de la irreflexiva conducta de quienes reprodujeron, en vivo y en directo, buena parte de lo que ocurrió en otra película, estrenada en la Argentina como El cuarto poder ( Mad City ) en 1997, mucho más cerca del apogeo de los reality shows .
Allí, un periodista resuelto a recuperar prestigio perdido (Dustin Hoffman) transforma en el centro de la atención nacional al ex guardia de un museo (John Travolta), que tras un accidente provocado por su torpeza termina, sin quererlo, atrincherado en el lugar con un grupo de niños como rehenes. Lo que hubiera podido arreglarse con prudencia y equilibrio comenzó a agravarse por el aliento al costado más morboso y sensacionalista de este tipo de episodios y la mezcla de irresponsabilidad e ingenuidad de sus protagonistas.
Los ecos de este argumento aparecieron el jueves en los informativos de la TV abierta y en algunos canales de noticias, pero más conectados con una historia televisiva que se inicia algunos años antes del estreno de El cuarto poder .
Por entonces, éramos testigos de permanentes revelaciones en los ciclos periodísticos de actualidad, algunos de ellos mediante cámaras ocultas, y el veredicto que acompañaba a esta conducta decía que la televisión no hacía de esta manera otra cosa que ocupar el papel que dejaban vacantes los organismos judiciales encargados de investigar hechos de corrupción que deliberadamente quedaban impunes.
La matriz no cambió en la última década, aunque el período dominado por el kirchnerismo determinó un cambio de roles en este gigantesco equívoco que lleva a la televisión a ocupar espacios ajenos a su esencia, a su función y a su comportamiento específico. Lo ocurrido el jueves en Pilar fue una de las manifestaciones más rotundas (y, muy probablemente, no la última) de la creencia errónea de que algunos de sus profesionales pueden desempeñar tareas propias de personal policial muy especializado, como si se tratara de reemplazos dispuestos por un entrenador durante algún partido de fútbol.
Esta conducta, rayana en el extremo de la banalidad, resulta natural y hasta casi inevitable dentro de un contexto en el cual la televisión privilegió los contactos casi amistosos con el mundo del hampa y la marginalidad, por un lado, y con los uniformados convertidos en protagonistas de reality shows de tipo documental, cuya referencia más conocida es el exitoso programa Policías en acción . De manera dramática o pintoresca, queda claro que no sólo los “especialistas” del floreciente espacio asignado en la TV a la crónica policial viven con los roles distorsionados. Planteadas así las cosas, hasta podría pensarse que el objetivo máximo de todos los involucrados pasa por estar lo más cerca posible de alguna cámara de televisión. Cuestiones tan elementales como la lucha contra el delito quedan confinadas a un dramático segundo plano.
Llevados por la temeridad y el cálculo (las imaginadas repercusiones del rating medido minuto a minuto, materia prima de infinidad de estrategias y decisiones desafortunadas), varios conductores promovieron a partir de iniciativas propias o ajenas el diálogo al aire y sin red con el secuestrador de Pilar. Quedó para ellos guardado y olvidado en un cajón el artículo 17 del Código de Etica del Foro de Periodismo Argentino: “Ninguna noticia justifica poner en riesgo una vida. En las coberturas periodísticas de tomas de rehenes, el periodista no obstaculizará la tarea policial y judicial, y dejará que exclusivamente los funcionarios públicos se ocupen de resolver la situación”.
Para justificarse, el director de contenidos de Telefé Noticias, Francisco Mármol, dijo que “la labor de los periodistas en innumerables ocasiones sirve para tranquilizar los ánimos de secuestradores y delincuentes, ya que de esa manera saben que sus familiares los están viendo y siguiendo, con lo cual deponen su actitud”. José Rodríguez Pagano, director periodístico de C5N, reconoció que una alta fuente policial le pidió que hablaran tranquilamente con los captores. “Apenas nos dijeron que entraban en negociación, nos pidieron que cortáramos la comunicación. Así se hizo”, precisó.
“La clave es la responsabilidad y la experiencia del periodista para controlar una situación así”, dijo el primero. “Los medios no ponen en peligro la vida de los rehenes”, agregó el segundo.
¿Puede tener un cronista televisivo más experiencia que un curtido y capacitado negociador policial en el diálogo con un secuestrador que mantiene cautivos a 40 rehenes? ¿Corresponde que el mismísimo ministro de Justicia bonaerense, Ricardo Casal, haya avalado ese tipo de diálogos porque “sirvieron para bajar el pico de alteración que tenía” el asaltante?
En definitiva, unos y otros parecen atrapados por la atracción irresistible de las cámaras; dominados por el efecto seductor del reality show y sus cinco minutos de fama. Hasta que sea tarde para arrepentimientos y en vez de la sensación de alivio que tuvimos el último jueves aparezca en pantalla un informe urgente y especial titulado “La muerte en directo”.