03 Nov Crímenes ostensibles
Por Néstor Tirri
Occidente se horrorizó y reaccionó ante la condena a muerte, por adulterio, que pesaba sobre Sakineh en Irán. Tal vez esa repugnancia pública e internacional fue la que provocó que finalmente los iraníes abandonaran el cargo de adulterio, que se paga con lapidación, y se concentraran en la figura de “conspiración criminal”, que ahora derivará en la horca. Pero los entuertos conyugales y el castigo fatal a los adúlteros, ¿le son tan ajenos a la cultura europea?
En rigor, en Occidente se han registrado ejecuciones “imperceptibles”, por apelar al epíteto del título de la exitosa novela de Guillermo Martínez. De una de ellas, célebre, acaban de cumplirse 40 años, y los medios la han actualizado.
En su momento, pareció un caso más de arrebato pasional: marido con título nobiliario sorprende a su mujer con el amante y los mata a los dos. Ocurrió el 30 de agosto de 1970, en un penthouse de Via Puccini, frente a Villa Borghese, la privilegiada área de Roma. El marqués Camillo Casati Stampa apareció con un rifle Browning calibre 22 y ultimó a su esposa Anna y al joven amante de ella, Massimo Minorenti. Después, como para evitar confrontaciones judiciales por detalles inconfesables, se disparó a sí mismo. La crónica policial apeló a rótulos-cliché del tipo “una tragedia pasional”. Después, sin embargo, se sabría que el fatal desenlace de un aparentemente clásico episodio de adulterio y celos reservaba sorpresas.
En la historia de la nobleza peninsular, estallidos de este tenor habían sentado “escuela”: un estilo contundente para resolver conflictos conyugales. El antecedente más célebre era el del compositor Carlo Gesualdo (1566-1613), responsable de un doble crimen (se dijo que la ferocidad del músico alcanzó a una tercera víctima, inocente). Ocurrió en el palacio de Piazza San Domenico Maggiore, en Nápoles, residencia del príncipe de San Severo, quien se encargó de relatar el drama: Gesualdo, perteneciente a una de las más nobles familias de la ciudad y compositor madrigalista de prestigio, había ultimado a su esposa, María d´Avalos, de estirpe real española, y a su joven amante, Fabrizio Caraza, estimado como el más bel cavaliere del reino de Nápoles. Los crímenes se consumaron en la noche del 16 al 17 de octubre de 1590.
Según consigna Francesco d´Episcopo en su Storie di amore e sangue nel Palazzo San Severo , los denominados delitti d´onore eran frecuentes en el reino de Nápoles, siempre con visos violentos, pero este doble (o triple) crimen se convirtió en el más resonante, incluso por las alusiones de Torquato Tasso, firme colaborador de Gesualdo. El sensible madrigalista, sin embargo, aquí se reveló en su real crueldad vengativa: después de matar a tiros al apuesto Caraza en el umbral del dormitorio y de degollar y apuñalar a su mujer, expuso los cuerpos desnudos en la escalinata del palacio.
El delitto d´onore (denominación justificadora de un asesinato en el que se podía probar que la víctima había ultrajado el honor del ejecutor) se mantuvo vigente en las legislaciones de la península; una tragedia literaria concebida en los años cincuenta y ambientada en un pueblo ficticio de Sicilia fue transformada en comedia grotesca por Pietro Germi en Divorcio a la italiana (1961); en la trama, el barone Cefalù (Marcello Mastroianni), como no disponía de la figura jurídica del divorcio, induce a su mujer a un acto de adulterio, para luego “sorprenderla” y poder asesinarla. Después de ser absuelto podrá casarse con una bella y joven parienta (Stefania Sandrelli). En su condición de abogado, il barone estudia el Código Penal vigente y se ampara en el artículo 587, que contemplaba el recurso del delitto d´onore .
Han pasado cinco siglos (con precisión, 520 años, a cumplirse en octubre) del episodio que protagonizó Gesualdo, quien, por lo demás, durante 17 años se recluyó en su feudo y trató de expurgar su ensañamiento. En el otro doble crimen (el romano, el de 1970) el marqués Casati Stampa no le dio cabida a la penitencia y se liquidó ahí nomás. Es que, en su caso, la verdadera “pasión” no respondía tanto al vínculo con su mujer cuanto a su refinada inclinación por las orgías, las que venía organizando desde tiempo atrás. Y, además, por su secreta condición de perverso voyeur .
Hay que apuntar que, diez años antes de la noche fatal en el ático de Via Puccini, Federico Fellini había retratado la corrupción de toda una clase (nobleza y alta burguesía) en un film que habría de erigirse en ícono de una época: La dolce vita . La trama insinuaba, hasta donde lo permitía la censura de entonces, la celebración de atrevidas fiestas privadas; claro que la denominada “orgía” en la mansión de Nadia Gray (un party que culmina con el strip-tease de la dueña de casa) a los ojos de hoy parece ingenua. Sobre todo comparada con las que, en la realidad, pautaron diez años más tarde los entretenimientos del marqués Camillo Casati Stampa (“Camillino”, para los amigos) y su mujer, Anna Fallerino, una soubrette que llegó a compartir una escena con el gran Totò y que, luego de convertirse en marchesa , posó para su esposo en unas 1500 fotos muy jugadas.
La intriga policial, en la narrativa, se apoya en la investigación de los móviles. “Ese es el misterio de los crímenes -desliza el narrador de Ricardo Piglia en Blanco nocturno , su más reciente novela-, la sorpresa del que muere sin estar preparado. [?] Siempre habría que empezar la investigación por la víctima, [es] el primer rastro, la luz oscura.” Pero existen estos otros crímenes, con móviles más “ostensibles”, en los que conviene empezar el rastreo desde el victimario y en los que la intriga se apoya en incógnitas psicológico-culturales. Las urticantes fotos que tomó el marqués muestran a su esposa en poses eróticamente desafiantes (se publicaron en estos días, en el aniversario de la tragedia), en bikinis inéditas para la época, que traslucen, a full , el esplendor de unos modelados senos que fueron pioneros en materia de retoques quirúrgicos.
Al marqués le encantan esas fotos pero va por más. Introduce cambios en la mansión de la exclusiva isla de Zannone, donde la familia Casati dispone de un coto de caza: instala espejos tipo cámara Gesell para registrar a su bella mujer mientras mantiene sexo con los galanes que el propio “Camillino” le proporciona. Nadie sabe si a Anna le complace esta exposición, pero tal vez un día cambie. ¿Y si llegara a enamorarse de alguno de esos indiscriminados amantes? “Me gustas mucho, Fulano; quisiera volver a hacerlo contigo.” Ni pensarlo: no será fácil zafar de esa viciada complicidad.
Toda esta peripecia se actualiza en La marchesa Casati , testimonio narrado por Mariateresa Fiumanò, prima y confidente de Anna Fallerino, que la editorial Alnordest acaba de publicar en Italia. El caso del marqués y de la obediente (o sometida) ex soubrette introduce imprevistos en la tradición de la fatal gelosia de un marido: si el propio marqués estimulaba en su mujer el sexo con otros hombres, ¿qué extraña furia lo movió a cometer esos crímenes?
El libro de la Fiumanò, quien a los 15 años había presenciado escenas de intercambio de cuatro parejas en la isla de Zannone (de donde, por lo demás, huyó despavorida), no resuelve del todo la incógnita pero ella misma, en revelaciones a la prensa, barrunta la clave del intrincado nudo: “Lo que no dije en ese libro -confiesa a la periodista Lilli Garrone- es que ella no estaba enamorada del joven Massimo Minorenti. Fue un fingimiento, un juego que Anna puso en escena para convencer a Massimo a que la acompañara a parlamentar con el marqués y, en cierto sentido, «presionarlo». Estaba harta de condescender a las perversiones del marido: quería irse [?], o tal vez quedarse con él pero sin continuar esa «vida particular». Y fue justamente aquel encuentro «para hablar» [el episodio] que concluyó de modo dramático”.
La línea de sentido que conecta a lo largo de la historia a estos crímenes deja entrever algunas constantes. Una es el ámbito aristocrático en el que se precipitan esos desenlaces exasperados. Otra es la que focaliza como invariable articulador al personaje femenino, núcleo candente de estos dramas.
La esposa adúltera, en principio, luce como el desencadenante de unos celos que desembocan en crimen. Pero ¿no es ella quien también encarna, histórica y sistemáticamente, al chivo expiatorio al cual culturas muy distintas, en el occidente cristiano o en el oriente islámico, condenan a una ejecución irremediable? Esos delitos, sutilmente, se actualizan ante la sentencia que pesa sobre la iraní Sakineh Mohammadi Ashtiani, madre de dos chicos: en 2006, el tribunal de Tabriz la declaró culpable de adulterio por “relación ilícita” con dos hombres, después de la muerte del marido, y la castigó con 99 latigazos. En 2007 la consideraron, además, cómplice del asesinato del esposo y la condenaron a muerte por lapidación. La ejecución se postergó. Y el lunes llegó la condena a la horca.
Los defensores de la dignidad humana que desde occidente exigen el indulto de Sakineh deberían reconocer que aquellos crímenes históricamente tan ostensibles, delitos en nombre del honor y afines, también constituían virtuales “ejecuciones”. En esos episodios, quien siempre pagó el pato fue ella, la presunta Mesalina o, mejor, la manipulada víctima expiatoria con cara de mujer.
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1309595