El campeón de la humildad

El campeón de la humildad

Por Ariel Ruya

De pronto, transpirado en gloria, Álvaro tomó la Copa entre sus manos y la besó. La besó con esa intensidad que se analiza sólo desde el sentimiento más íntimo. Casi desesperadamente. Atrás estaban todos los que debían salir en la fotografía del campeón del mundo: la realeza, el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, autoridades locales, personajes influyentes, futbolistas bañados en oro. Allí, en ese instante, sólo allí, cuando Alvarito dejó el trofeo para que la algarabía pasara por otras manos, Don Vicente del Bosque se sintió verdaderamente campeón del mundo. Atrás había quedado el sueño cumplido por millones de españoles vestidos de rojo sangre. El anhelo era éste para el DT bonachón: esa lágrima que le corrió, imperceptible, por la mejilla, no se había paseado por Sudáfrica. Madrid es su lugar, y su familia, su fortaleza.

Álvaro tiene cuerpo de hombre y corazón de pequeño. De 21 años, padece síndrome de Down y es la debilidad de Don Vicente. El preferido de sus tres hijos. Su centro en el universo. Humilde, precavido, cauteloso, sereno en las tempestades y en los baños de fama, le debía una promesa. “No puedo llevarte en el ómnibus del plantel durante el Mundial, eso no se puede”, le había advertido. “¡Que ya no es el tiempo de Raúl, tío!”, le insistía ante el reclamo por el ídolo familiar en una casa blanca, inmaculadamente vestida de Real Madrid. “Te prometo, Álvaro, que si llegamos a salir campeones, tú levantarás la Copa”. Ese pacto cumplido lo conmueve un poco más que el gol de Andrés Iniesta. Si aún debe recordar aquella noche en que se enteró de la buena nueva abrazado a su mujer. “¿Por qué a nosotros?”, se preguntó. Sólo el tiempo le hizo comprender el verdadero sentido de la vida. “Te hace más sensible. Más humano”, suele decir.

La reseña de Del Bosque es mucho anterior, claro, a Álvaro y al título mundial. Excelente administrador de grupos humanos, de vocablos precisos y directos, alto, robusto y con un bigote sugerente, desprecia los gritos tanto como el pizarrón. No gesticula en los partidos, no desvela a los dirigidos, apenas juega con la mirada con Toni Grande, su colaborador, y toma manos a la obra. “Odio el teatro”, declara; así, marca su territorio. El fútbol es apenas una profesión, no lo es todo. “Soy un empleado eficiente; lo que más me interesa es mi familia”, suele contar. Nacido hace 59 años en Salamanca, hijo de Don Fermín y Doña Carmen, uno de dos hermanos de infancia de penurias en el barrio Garrido, bien cerca de las vías del ferrocarril. Su padre, empleado de la compañía, hombre rudo y revolucionario, le enseñó los dolores de la vida en aquellas tardes sin esperanzas sentados ante una vacía mesa de cocina. Comenzada la guerra civil, fue apresado, enviado a un campo de concentración? y sobrevivió para contarlo. Fallecido su hermano menor, con la palabra de su padre y el corazón de su madre forjó su camino entre el bachillerato y el magisterio. Y con el tiempo, los libros perdieron contra un balón que dominaba como buen cocinero una olla en pleno hervor.

Sin embargo, Del Bosque se parece a un maestro de escuela. O a ese tío que acurruca sentimientos. No es el prototipo de entrenador de hoy. Tenía 17 años cuando conoció la magnífica ciudad deportiva del Madrid. Con breves pasos por Castellón y Córdoba, se vistió de blanco durante casi toda su vida. Volante de pie sensible y fortaleza combativa. Pelo largo al viento y bigote excesivo, hasta mereció un sermón del mismísimo Santiago Bernabéu. “Que se lo deje, si es un hombre ejemplar”, le habría dicho el gran dirigente a un tercero.

Años más tarde, colgados los botines y después de tiempo suficiente en la cantera, subió otro peldaño y se convirtió en entrenador de Real Madrid. Títulos locales, títulos internacionales, cuadros dorados cuelgan en la Casa Blanca con el sello de la simpleza del Bigotón. Cinco ligas y cuatro Copas del Rey como jugador. Dos Champions League y una Intercontinental, entre otros lauros locales, como entrenador. Zidane, Ronaldo, Figo, Beckham, todos pasaron por sus manos. “Les tiro dos conceptos y les doy libertad”, contaba. Los tiempos se transformaron y tras 20 años, entre menores y profesionales, la ingratitud tocó su puerta. La puerta del adiós.

Pasó sin fortuna por Besiktas, de Turquía y se aferró aún más en su familia. Maduro, honesto, creyó que el fútbol era propiedad de la sangre joven. Hasta se deleitó, como comentarista de TV, con el título español en la Eurocopa 2008. La sorpresa llamó a su puerta hace ya dos años. No esperaba ser conductor del seleccionado. Si hasta le pareció que le habían hecho una broma. Lo que siguió es historia conocida. Historia con mayúscula. Aunque para Don Vicente, la gloria recorre otro sendero. Ese que su hijo Álvaro le enseñó al nacer.

[La Nación]
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